Apenas despunta el alba, ya estoy preparado
para los embates del nuevo día, como si fuera un caballero medieval listo para
las justas. No me ducho, pues a pesar del trabajo que se me avecina, prefiero
llevar conmigo el aroma de tu piel. Me hará sin duda recordar, llegado el
momento, por quien lucho y cual es el sentido del riesgo al que voluntariamente
me someto. No quiero decir con esto que se me pueda considerar como un cruzado
camino de Jerusalén, pero sí que cuando todo mi ser se implica en una misión superior, el resto carece de
importancia. Cristo ante todo, eso es evidente, pero no puedo dejar de pensar
en ti y sentir ante tu ausencia, pese a mi fervor, una herida lacerante, como
si fuera la lanza que le alcanzó en el Calvario en un costado. Salgo pues
temprano de casa, y me enfrento al nuevo día como un reto, para el que solo me
infunde ánimos saber que llevo conmigo la palabra del Señor y tu huella olorosa.
En los bolsillos sólo llevo la cruz y una Biblia, suficientes, a mi modesta
forma de entender, para que las personas sencillas quieran acogerse al abrazo
del Redentor. Los hay de corazón duro, que al poco de dirigirles la palabra me
echan con cajas destempladas, o hacen un gesto significativo de fácil
interpretación, llevándose el dedo de una mano a la sien. Otros me prestan
atención durante unos segundos, pero enseguida se disculpan por la prisa que
tienen, y los más expeditivos me contestan de inmediato que no son creyentes, e
incluso que son ateos. A estos últimos les compadezco, pero es inútil insistir,
pues tienen tan imbuida su concepción materialista del mundo, que sería gastar
energía en vano tratar de hacerles ver la enorme tragedia que supondría que lo
que afirman, la inexistencia de un ser superior. En ocasiones, tras toda una
mañana abordando a los peatones, y llamando a los timbres de las casas, me
siento un tanto abatido, y llego a plantearme abandonar mi misión ante la
escasa eficacia de mis desvelos, pero es entonces cuando recurro a mi fe inconmovible
y recuerdo al Señor muriendo por nosotros, y poco después siento que la
esperanza y el coraje renacen en mí como insuflados por una energía que sólo
puede llegar de lo alto. Me acuerdo en esos instantes de ti, y me siento
reforzado en una fe que parecía tambalearse por momentos, y es entonces cuando
busco con ansiedad un lugar donde refugiarme y meditar. Normalmente, no muy
lejos de donde me hallo, suelo encontrar alguna iglesia, convento o capilla y
una vez allí, busco un rincón apropiado, donde por increíble que parezca me
acuerdo de ti concentrándome en los últimos instantes que etuvimos juntos.
Normalmente, como bien sabes, es en la puerta de casa donde sueles despedirme,
y donde, ignorando frecuentemente la trascendencia de mi misión, tratas de
disuadirme y hacerme volver a la cama.
“Las siete de la mañana no son horas
de partir hacia Tierra Santa”, sueles decirme con una pizca de ironía, que
cuando tienes demasiado sueño transformas en un cortante: “nunca me ha gustado el
proselitismo, cada cual debe seguir su camino sin que gente como tú intente
tirarle de las solapas para enseñarle el camino verdadero”. Lo dices porque en
esos momentos no eres demasiado consciente de tus palabras, y sé que luego te
arrepientes, cuando sabes que no me he duchado para tenerte más cerca de mí
durante toda la jornada. Las Hermanitas de los Pobres suelen dejarme entrar en
las capillas de sus conventos y Casas de acogida. Me conocen de sobra y valoran
mi actividad. Me dicen que están convencidas de que si hubiera mucha gente como
yo, no habría tantos necesitados a los que atender. Yo no les digo nada y les
agradezco su apoyo, aunque si debo decir la verdad, no puedo dejar de pensar
que, al mismo tiempo, tal bonanza vaciaría sus comedores de gente menesterosa y
se quedarían sin profesión, o en todo caso el Papa tendría que buscarles otro
empleo. No resulta sencilla esta misión evangelizadora, que en ocasiones ni los
propios eclesiásticos llegan a entender, pues entre ellos incluso hay quienes
piensan que más que una ayuda, supongo un mal ejemplo para la comunidad de los
fieles y, en general, que no doy a la población laica o descreída la imagen que
pretende la Iglesia. En cierta ocasión me llegó un requerimiento del señor
Obispo de la diócesis para que fuera a verle, pero renuncié a hacerlo, pues
tenía claro que quería reconvenirme por mi actitud independiente. Me da igual
lo que piense el clero; mi misión es suficientemente importante para pasar de
ellos y buscar mi única referencia en el Crucificado. Después de todo, estoy
seguro que lo que les molesta e inquieta de mí, no es tanto lo que digo sino mi
aspecto un tanto descuidado, siempre vistiendo de trapillo, con unos pantalones
demasiado usados, nunca raídos, y una cazadora de cuero muy vieja y bastante
deteriorada, pero a la que tengo un cariño que no pretendo disimular. Bien es
cierto que en eso coinciden con Maruja, mi mujer, que siempre me repite la
misma cantinela, e incluso en ocasiones gruñe y me llama desastrado, pero estoy
seguro que en su fuero interno se siente orgullosa de mí, un hombre de
convicciones firmes al que no le importa el aspecto externo. Aviados
estaríamos, pienso a veces, si sólo se tratara de dar una imagen correcta y
aseada, y en esos momentos trato de imaginar a los pescadores de Galilea y al
Divino Pastor vestidos de frac o levita, o simplemente de traje con chaqueta y
corbata. Me da la risa y añoro la pobre indumentaria de aquellas gentes, que
tenían bastante con una túnica y unas pobres sandalias cubiertas por el polvo
del camino. Allá ellos, me digo, si han llegado a la conclusión de que las
apariencias son tan importantes. Yo considero que lo fundamental es el mensaje,
y ese sí que trato de que resulte bien claro y me esfuerzo, cuando por fin
consigo que alguien me escuche, en que mi dicción sea la adecuada y que mis
palabras transmitan con sencillez lo fundamental de la doctrina. A algunos
tengo la impresión que les extraña mi lenguaje, tan pulcro y desprovisto de
todo barroquismo y amaneramiento, pues en el fondo les halaga ser engatusados
por quienes hacen de los adornos y los circunloquios, una forma de aproximación
habitual. El conceptismo de mi lenguaje les debe parecer excesivamente seco e
incluso desabrido, olvidando que la verdad no requiere de metáforas ni encajes de bolillo. Reconozco que con
frecuencia el día se me hace largo, sobre todo en invierno, pues aunque tengo
previsto acudir a lugares donde descansar un rato, hay ocasiones en las que no
encuentro acomodo, y cuando la lluvia o el frío aprietan, debo andar de aquí
para allá sin rumbo fijo, pues en esas condiciones tratar de abordar a la gente
sería una pérdida de tiempo. Suelo comer en algunos de los comedores para
pobres, donde nunca me han puesto la mínima objeción para utilizar sus
servicios, aunque estoy seguro que no me confunden con esa gente, pues algo en
mi aspecto y actitud les debe decir que soy de otra clase. Y conste que digo
esto con humildad, pues en el fondo yo también me siento un indigente, pero,
llegado el caso, conviene tener las cosas claras.
Suelo estar de vuelta en casa a eso
de las seis de la tarde, poco antes de que Maruja vuelva, por lo que aún tengo
tiempo de calentarle un café, que me agradece cuando afuera hace frío y llega
destemplada, aunque nunca me dé las gracias. En ocasiones, después de comer me
meto en algunos de los bares de los alrededores, donde soy de sobra conocido, y
suelo trabar conversación con alguno de los clientes, a los que abordo con
cautela pero con decisión, hablándoles de Dios Nuestro Señor y de la iniquidad
de un mundo que lo ignora. Para ello, suelo echar mano de la Biblia y el
crucifijo, que deposito sobre la barra o la mesa con sumo cuidado, casi con
unción, para que vean en mis ademanes el respeto que me inspiran y no se
sientan asaltados. Algunos tratan de zafarse de inmediato, debiendo considerar
mi proximidad como un asedio, ignorantes del beneficio que mi amistad puede
procurarles, pero no pocos se ven tentados por una copita de cazalla o un
clarete de Jumilla que les ofrezco según las horas, y se prestan a oírme con
una benevolencia que poco después, arrastrados por mi verbo en colaboración con
los alcoholes, puede incluso convertirse en entusiasmo, y ganas de ayudarme en
mi afán evangelizador. Cuando me paso y me doy cuenta que voy a llegar a casa
en condiciones poco apropiadas que no serían vistas por mi mujer con buenos
ojos, suelo enchufarme un carajillo bien cargado, que me quita el dolor de
cabeza y aclara mis meninges, que recobran casi de forma instantánea su
clarividencia habitual. Aunque lo cierto es que en los últimos tiempos este
afán de asepsia alcohólica me resulta un tanto inútil, pues Maruja, debo de ser
sincero conmigo mismo, regresa a las tantas, siempre argumentando que en el
taller de costura donde trabaja, la faena se ha multiplicado en los últimos
tiempos, y debe prolongar su jornada casi hasta la media noche. Tengo mis
dudas, y aunque es posible que en un taller así haya épocas con exceso de
labor, con demasiada frecuencia tengo la impresión de que no se trata de eso,
pues al poco de llegar se mete en la cama sin demasiadas explicaciones y sin ni
siquiera ni cenar, algo que me resulta extraño, pues no creo que a las
costureras les den la cena en el trabajo. Si a ello se le añade que no es raro
que nada más entrar en casa, sienta un intenso olor a un perfume hasta ahora
desconocido para mí, y cuyo objetivo a esas horas no parece que sea para
seducirme, tengo por natural que cuando poco después ya duerme profundamente, sienta
cierta congoja y apriete nerviosamente la Biblia y el crucifijo, que aún no he
sacado de los bolsillos, deseando que pronto llegue el día siguiente y pueda
emprender de nuevo mi misión evangelizadora. Antes de acostarme me ducho,
aunque en los últimos tiempos empiezo a dudar, y temo llevar conmigo al día
siguiente un perfume que no es el suyo.
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