jueves, 28 de abril de 2016

AFICIONES

Arturo y yo nos conocimos hace ya algunos años en un Club Deportivo en el que ambos compartíamos nuestra afición a la natación y el tenis, y desde entonces han sido innumerables los días en los que hemos hecho juntos cientos de largos en la piscina y jugado decenas de partidos hiciera frío ó calor. Todo transcurrió con normalidad mientras en nuestras charlas me atuve a comentar las incidencias de nuestras evoluciones en la pista o en la piscina, sin entrar en demasiados detalles, pero pasado cierto tiempo, empecé a observar que parecía molestarse cuando introducía en ellas algún comentario de tipo técnico o alusiones a nuestra vida personal. Y no digo nada, la cara de perplejidad, y yo diría que hasta de irritación, que empezó a poner cuando hacía alguna reflexión psicológica relacionada con nuestras aficiones que, para nosotros constituían auténticas pasiones, e incluso, desde mi punto de vista, obsesiones un tanto patológicas.
Pero el día que alentado por la lectura de algún libro divulgativo, me atreví a mencionar la importancia de la biomecánica y las visualizaciones para mejorar nuestro nivel, empezó a torcer el gesto y decirme desabridamente que “jugase y me dejara de zarandajas”. Su reacción me afectó, e hizo que a partir de entonces mantuviera con él una actitud más distante y que, desde luego, silenciara cualquier opinión sobre la importancia de los factores psíquicos en el tenis, y la conveniencia de añadir rituales al juego para estabilizarlo y hacerlo más eficaz, dos temas que por entonces me interesaban especialmente. Me cuidé muy mucho, por lo tanto, de aconsejarle, además, que en el momento del impacto, intentara imaginar “ser uno con la raqueta y ésta con la bola”, haciendo un paralelismo sobre
la unión del jinete y el caballo en las carreras y la hípica, o al motorista “fundirse” con la motocicleta, según recomienda el conocido libro “el zen y el arte de montar en motocicleta”. Sobre el conocido tema de la flecha y el arquero, por supuesto que guardé un silencio absoluto. En natación me abstuve totalmente de hacer el menor comentario sobre la importancia de la ubicación del cuerpo dentro del agua para un deslizamiento más eficaz. Dada su actitud, cada vez me sentía más constreñido a emplear solo monosílabos valorando su rendimiento o comentarios mínimos del tipo “bien”, “mala suerte”, “buena bola”, etc…
Con el tiempo, dada su fobia evidente a considerar nuestras aficiones con mayor sutileza que la propia de un aizkolari cortando troncos, nuestros intercambios verbales empezaron a hacerse cada vez más escasos, y en los momentos fuera de la pista y la piscina en los que nos veíamos obligados a compartir un espacio, por ejemplo en los vestuarios, nos dedicábamos a monólogos descriptivos de lo acaecido, exentos de cualquier consideración que él pudiera considerar como ideológica, teórica o fuera de contexto. A partir de cierto momento, quedó suprimido el aperitivo que nos tomábamos después del partido o la piscina, y desde luego dejamos de considerar toda posibilidad de comer juntos, como hacíamos en los primeros tiempos.
Sin embargo, pasado cierto tiempo de esta manera, violento por como se estaba desarrollando nuestra relación, y sintiéndome un tanto cobarde y pusilánime, reconsideré mi actitud ante él y decidí que debía comportarme de forma espontánea, de la misma manera que lo hacía él que en el tenis al hablar todo el rato durante el juego, como si fuera un locutor retransmitiendo un partido de fútbol, y sin importarle en absoluto que a mí me molestara. Reforzado pues en mis puntos de vista, y teniendo en cuenta que si la cosa se ponía peliaguda yo era una persona bastante más corpulenta que él, cierto día le dije si había considerado en profundidad la conocida frase del barón de Coubertin a propósito de la práctica deportiva.
Le aseguré que no había dicho en absoluto “lo importante no es ganar sino PARTICIPAR”. Que lo que realmente había dicho era “lo importante no es ganar, sino COMPETIR”, a lo que él, cuando pudo reaccionar me respondió si con eso quería enviarle un mensaje velado o verdaderamente “críptico”, y empleó esta palabra con cierto retintín. Le dije que en absoluto, y, sorprendido por su contestación tan matizada y un tanto irónica, creí por unos instantes que aceptaba un debate, por somero que fuera, sobre las diferencias semánticas entre “participar” y “competir”, por lo que me alargué durante varios minutos en la sutilezas y matices de ambos verbos, y como habían sido utilizados intencionadamente por las partes interesadas, ya fueran federaciones ó atletas fracasados. O incluso el gobierno de la nación en algunas ocasiones. Él, acostumbrado a vencerme con facilidad mediante el lenguaje no verbal, se quedó mirándome un tanto perplejo creyendo que eso me arredraría, pero no cedí en absoluto, y cuando se dirigió al bar para tomarse la consabida cerveza, le acompañé sin esperar su aprobación, cosa que claramente le molestó, pero que yo ignoré olímpicamente. Durante el tiempo que aguantó en la barra mi perorata, le hice ver que en mi opinión en su tenis desaprovechaba la posibilidad de imprimir más velocidad a la bola mediante la rotación del tronco, incrementando de esta manera el momento angular y por tanto la potencia, así como que ignoraba con demasiada frecuencia “jugar al porcentaje”, tratando únicamente de realizar golpes ganadores, con un tanto por ciento exagerado de errores no forzados. Respecto al servicio, le puntualicé que la pronación de su antebrazo era insuficiente, lo que le impedía añadir efectos, sobre todo en el segundo saque, lo que le hacía cometer demasiadas dobles faltas. Le acabé haciendo ver que el tenis es un deporte en el que es totalmente aplicable la lógica aristotélica, y es inútil enfrascarse en planteamientos platónicos sobre un mundo ideal, de nula aplicación en un deporte, el tenis, donde el resultado siempre está de acuerdo con el
desarrollo del juego. En cuanto a la natación, le hice considerar que un batido de pies furibundo, tipo turbina, no da resultado si no va acompañado de la armonía del movimiento del resto de la pierna, en perfecta coordinación con el de los brazos y la respiración. Aquí debo confesar que me equivoqué totalmente, pues cuando nos despedimos (él, de hecho, no se despidió), me di cuenta que él nadaba exclusivamente a braza, y que mis recomendaciones eran en su caso totalmente inútiles. Le ofrecí, de todas maneras mis videos y DVDs de ambos deportes, en los que podría aprender a mejorar su técnica, e incluso su táctica, pues como ya debía saber, su empeño en defenderse ante mí de forma numantina a base de globos, era inútil dada mi calidad como rematador. Sobre una servilleta, y a modo de despedida, le pergeñé las trayectorias en el aire de las pelotas según el efecto que se les hubiera dado, así como los botes correspondientes a las mismas. En natación intenté que comprendiera la maniobra adecuada para girar bajo el agua en la piscina al cambiar de dirección, sin tener que detenerse, o como alguna vez observé, golpeándose con cierta brutalidad contra el borde. Le quise dejar claro la diferencia básica entre estos deportes, en el que en el tenis el enfrentamiento de los jugadores se realiza cara a cara, y en otros como la natación los nadadores lo hacen en la misma dirección, con las implicaciones emocionales que esta diferencia establece. Quise alargarme con algunas consideraciones acerca del deporte como formador del carácter, y de la manera interesada en que los gobernantes suelen utilizar a los deportistas en su propio beneficio, mediante su identificación con la nación. Y como, a mi parecer, había que permanecer alerta ante estos abusos, pues una cosa son Rafael Nadal o la selección nacional de fútbol, y otra el país, y más aún la llamada patria. Fui pronto consciente de que mi amigo apuraba las cervezas sin apenas respirar, y más cuando para terminar añadí que era fundamental que se diera cuenta que en manos interesadas, los deportistas pueden convertirse en marionetas del
sentimiento nacional que los políticos emplean en su propio beneficio. Y aquí me referí a como Hitler había tratado de patrimonializar los Juegos Olímpicos de Berlín en el 34, a pesar de la vejación que supuso la participación y la victoria del atleta negro (¡!) Jesse Owens en cuatro pruebas diferentes. Cuando ya había bebido no menos de cuatro tercios de Cruz Campo, que era su cerveza favorita, abandonó el local temblando, echándose las manos a la cabeza, y balbuceando por lo bajo frases que me parecieron fuera de contexto, pero en las que pude captar algo así como “nunca más, nunca más”, creo que dirigidas a mí, incapaz al parecer de valorar mi interés en la mejoría de sus cualidades innatas.
Voy a tener que buscarme otro contrincante: eso está claro.

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