En aquel pueblo miserable al que por fin llegué días atrás, no había nada
que pudiera considerarse de interés. En todo caso, dedicarse a investigar la
vida de sus sesenta vecinos que, según alguien me contó en un lugar no muy
diferente a seis horas a pie, era un verdadero microcosmos, en donde no dejaban
de darse todas las pasiones humanas. Nadie lo diría a aquellas horas de la
tarde en el interior del almacén, una especie de tienda para todo que abría por
las mañanas, cerraba a mediodía y volvía a abrir a última hora de la tarde,
para que los vecinos se echaran algo al gaznate si tenían ganas. El lugar hacía
también las veces de posada para quien se arriesgara a perderse en ese rincón
del mundo, al que llamar desierto era hacerle un favor. Allí lo único que
existía era un suelo miserable y el sol, clavado arriba como un ascua
incandescente, que daba la impresión de que en un momento dado podía hacer que
todo ardiera. Casi me costaba respirar y permanecía inmóvil sobre un jergón que
me había proporcionado Tobías, el encargado, que me recomendó beber agua
abundantemente y no moverme, porque al cabo del rato el cuerpo se acostumbraba
y la sensación de sofoco se hacía más soportable.
Cuando Tobías abrió de nuevo el local, casi de anochecida, lo primero que
entró por la puerta fue una bocanada de aire abrasador acompañada por una ola
de polvo que hizo difícil el mero hecho de respirar, aunque sorprendentemente a
él no pareció afectarle, acostumbrado como ya debía estar a aquel infierno. Me
dijo que dentro en un rato aquello cambiaría totalmente, pues después de cenar
la mayoría de los mineros se acercaban para echarse algo al coleto y olvidar
que vivían en un lugar semejante. Solían estar allí por períodos de tres meses,
al cabo de los cuales eran relevados por otros dispuestos a dejarse la salud
por diez dólares de paga extra diaria. Vivían en unos barracones de la compañía
cuyo interior era relativamente confortable, pero sin aire acondicionado, que
según decían, no les haría ningún bien y les imposibilitaría después para trabajar
en la mina. Solo tenían unos grandes ventiladores de aspas que apenas removían
el aire, pero a los que se acababan acostumbrando y pareciéndoles suficiente.
Eran gente ruda, capaces de dejarse la vida bajo tierra con tal de volver a
casa con los bolsillos algo más llenos y la sensación de que vivir todavía
merecía la pena. Cuando le mencioné con cierta prevención los informes
negativos que tenía del lugar, me contestó que eso eran habladurías de
poblaciones rivales en aquel negocio, que se critican por pura competencia. Era
cierto, me dijo, que algunas veces, pocas, en los barracones se organizaban
algunos altercados, pues todas las viviendas se comunican por el interior, y
siempre había solteros decididos a organizar jaleo, y maridos celosos
dispuestos a armarla a la menor ocasión. “Hace mucho calor- dijo- y es lógico
que las mujeres vayan ligeras de ropa, y ya se sabe lo que un bruto de estos
puede pensar. Aunque si te digo la verdad en el fondo todos son buenos chicos”.
Poco después de las nueve empezó a llegar la gente, algunos solos, otros
con su mujer, y el resto en pequeños grupos, de tal forma que tras un recuento
por encima me hizo pensar que allí estaban todos. Aquella reunión debía ser el
único acto social de la comunidad, una especie de oficio religioso que a falta
de otras liturgias mantenía así su cohesión.
No había niños, pues uno de los requisitos que ponía la compañía para evitar
problemas, es que no los llevaran. Sin embargo, a vuelo de pájaro, pude contar cerca
de veinte mujeres, todas jóvenes, con lo que estaba claro que había muchas
parejas, y no era de extrañar que de vez en cuando se organizaran algunos
rifirrafes entre las mismas. Por otro lado, no entendía muy bien por qué los
alojamientos estaban comunicados por el interior, pues era evidente que tal
cosa dificultaba la intimidad e incrementaba la facilidad para acabar teniendo
problemas.
En cualquier caso, esa tarde el ambiente parecía animado y tenía mucho de
festivo, como si de hecho se estuviese celebrando algo especial, lo que Tobías
me confirmó diciéndome que aquella gente a esas horas tenía una necesidad
imperiosa de no creerse su realidad cotidiana, y que ese era el verdadero
objetivo de aquellos encuentros vespertinos. Le ayudé a servir whisky y otros brebajes para
que aquellos brutos pudieran irse a la cama pensando que estaban en Las Vegas,
aunque un rato después tuvieran que meterse en sus camastros de los barracones,
esperando que sus hígados gestionasen como es debido sus contenciosos con el
alcohol, y a las siete de la mañana estuvieran listos para ponerse el buzo, el
casco con linterna y todo el utillaje que tenían que bajar con ellos a la mina.
Esa noche pareció transcurrir con calma, y no pude observar ni oír nada especial,
por lo que supuse que todos dormían como benditos después de la fiesta. Sólo a
mi lado pude escuchar a Tobías roncando extrañamente, pues lo mismo emitía unos
gruñidos insoportables que exhalaba una especie de susurro apenas audible, que
daba la impresión de estar hablando con alguien. En la oscuridad de mi chamizo,
oía girar con toda claridad las aspas del ventilador de techo que Tobías tenía
en su habitación, lo que me hacía envidiarle, pues en la mía sólo podía
disfrutar de una brisa nocturna casi imperceptible a través de un ventanuco
sobre mi cabeza.
Cuando me
levanté por la mañana, lo primer que hice fue bajar y tomarme un café bien
cargado. Tobías estaba allí colocando las mercancías que le acababan de llegar
en el camión de los víveres, y durante un rato le ayudé a él y a otro tipo, a
meter todo en un frigorífico enorme que tenía en la trastienda. Cuando
terminamos, estuvimos un rato charlando en unos butacones destartalados al
fondo del local, donde me confesó que aunque le pagaban muy bien empezaba a
estar harto de aquella vida, y que de hecho, estaba pensando en plegar bártulos
e irse ponto a otro lugar más divertido, aunque no especificó qué tipo de
sitio, y yo no tenía claro donde podía disfrutar de verdad un tipo como él, un
tanto huraño y poco extrovertido. Luego salimos a la calle y me acompañó a dar
una vuelta por el pueblo. El tiempo había cambiado, y aunque seguía haciendo
calor, el cielo encapotado mitigaba un poco la sensación de aplastamiento que
había tenido el día anterior. Estaba claro que aquello no era un pueblo en
sentido estricto, sino una especie de asentamiento construido alrededor de
cuatro casas en ruinas, que al parecer habían pertenecido a sus primeros
habitantes, los pioneros del yacimiento. Luego, aprovechando que no había nadie,
me enseñó los barracones por dentro, que a
pesar de estar decentes y limpios, me dieron la impresión de un lugar
lóbrego con los techos altísimos y unas ventanas estrechas y verticales que me
recordaron vagamente, salvando las distancias, a los vitrales de algunas
catedrales góticas que había visto en algunos libros. La luz entraba por ellas
a duras penas, por lo que todo se hallaba en semipenumbra y hacía el ambiente
muy agobiante. Las puertas de comunicación entre viviendas estaban abiertas, y
pudimos transitar libremente por ellas, donde todo se hallaba arranchado como
si se tratara de unos pabellones militares. Al final de los barracones
destacaba un armario inmenso sobre el que Tobías no me dijo nada ni yo quise
preguntar, pero que desde luego debían contener algo más que la ropa habitual.
Al salir, tuve de nuevo la agobiante sensación de hallarme en un horno bajo un
sol que empezaba a disipar las nubes sobre nuestras cabezas. De regreso al
almacén, recordé de repente que esa noche había tenido un sueño extrañísimo
pero gratificante. Me encontraba sobre el hielo cerca del Polo, y entre las
grietas que dejaba podía ver el mar y observar a bandadas de narvales y
tiburones árticos nadando lentamente. Y aún más cerca de mí a una gran cantidad
de pingüinos, morsas y osos blancos descansando indolentemente, sin prestarme
la menor atención. Supuse que soñar tal cosa en aquel lugar debió ser una forma
de compensar el calor de aquella atmósfera abrasadora. Comí con Tobías, que
durante el día también ejercía como vigilante de las instalaciones, y luego
intenté dormir un rato, a la espera de que la noche nos trajera de nuevo una
brizna de aire. Por entonces, ya había decidido que en aquel sitio no había
nada más que ver, y desde luego no me proponía acercarme a la explotación para
ver a los mineros en su ambiente, que suponía aún más sofocante que el de aquel
inhóspito lugar. Por la noche, en el almacén tuvo lugar el mismo ritual del día
anterior, aunque sorprendentemente todos se presentaron ataviados como si fueran
a un baile de disfraces. O mejor dicho, lo que allí tuvo lugar fue un baile de
disfraces en toda regla, en el que abundaron las máscaras, y para mi asombro no
faltaron las pelucas, los trajes de
arlequín y los zapatos de época. Durante tres horas, dos tipos con un violín y
un acordeón amenizaron la velada, mientras la gente disfrutaba de lo lindo
bailando bajo los confetis y las serpentinas. Tobías, un tanto a regañadientes,
ejercía de maestro de ceremonias, y acompañaba al piano algunas baladas populares
con varios mineros formando coro. Por un instante creí estar alucinando, pero
finalmente me uní a la fiesta, a pesar de ser un pésimo bailarín. Cuando todos
se retiraron, ayudé a Tobías y una cuadrilla a recoger los desperdicios que
cubrían el suelo, pensando en acostarme enseguida, después de refrescarme un
poco en la lamentable ducha de mi habitación. Antes de subir y después de que
los mineros y sus mujeres se fueran, estuve todavía un rato charlando con
Tobías en los viejos butacones del fondo, donde me dijo que aunque era bastante
agotador, ese era el momento del día que más disfrutaba, y cuando tenía la
sensación de hallarse en otro lugar. De hecho, me dijo, excepto en contadas
ocasiones por mal tiempo ó cansancio excesivo de la gente, casi mucha frecuencia se celebraba fiestas de
ese tipo, de acuerdo con lo decidido un comité que semanalmente designaba las celebraciones que tendrían lugar.
“Mañana mismo
tendrá lugar una fiesta mexicana” afirmó con cierto orgullo. Y a continuación
estuvo un rato perorando sobre su belleza y colorido, y sobre la especial
idiosincrasia de esa gente medio salvaje. Yo le miraba sin prestarle demasiada
atención, aunque creo que incluso llegó a hablar de la serpiente emplumada y
las fiestas de los muertos, y tuve la impresión de hallarme en presencia de un
actor que se ha aprendido su papel al pie de la letra y lo escenifica a la
perfección. Incluso su forma de actuar y sus gestos habían adquirido el
engolamiento del actor veterano, que dice de memoria su texto sin creérselo demasiado,
pues hasta su voz parecía impostada. De repente, como obedeciendo a un impulso
irrefrenable, se calló, se levantó y dirigiéndose a mí me dijo “bueno, espero
verte mañana en la fiesta. Cantaremos corridos y rancheras. Seguro que vas a
disfrutar de lo lindo”. Luego, se dirigió con decisión y un tanto mecánicamente
a su habitación sin ni siquiera despedirse.
Tuve claro de
inmediato que, o bien allí estaban todos locos, o yo sufría algún tipo de
espejismo que me hacía habitar un lugar inexistente. Al rato subí a mi
habitación, me duché con las escasas cuatro gotas de agua que caían del
depósito, recogí mis cosas y me fui sin hacer ruido, dejando unos dólares sobre
la mesa del bar. Pensaba llegar de amanecida al otro pueblo, pues no había más
que seguir en dirección contraria la única carretera que lleva hasta allí. Al
pasar junto a los barracones, tuve la sensación de oír al mismo tiempo jadeos y
voces airadas, como si en su interior se siguiera prolongándose la fiesta con
los matices que me anunciaron en el pueblo al que ahora me dirigía de nuevo. Me
dieron ganas de entrar y comprobar si, efectivamente, la pasión se había adueñado de la situación, cuando un gemido
desgarrador, me confirmó que dentro se había cometido un asesinato o alguien
había tocado el cielo. Yo apreté el paso rumbo a la noche, esperando que Tobías
no se hubiera despertado, acostumbrado como debía estar a este tipo de
arrebatos.
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