Son las siete de la tarde menos un minuto.
Son las siete en punto de la tarde.
Etcétera.
Debo
salir ya si quiero llegar a tiempo. Me gusta ser puntual, y lo seré si
el tráfico no es muy intenso y los semáforos no se empeñen en dejarme
como un maleducado: he quedado en recoger a una persona que es muy
estricta en este sentido. Antes de subir al coche recuerdo con temor que
éste tiene a veces sus antojos, y no me refiero al motor, el sistema de
propulsión ni las ruedas: eso siempre lo tengo a punto. No. Se trata de
variaciones más sutiles que el automóvil es capaz de improvisar cuando
por lo que sea no está listo, o considera que hay razones objetivas para
no llevarme donde, en su opinión, no se me ha perdido nada. Se trata de
fallos en el depósito de gasolina o en los niveles de aceite, agua o
líquido de frenos, que él es capaz de manejar a su antojo, supongo que
por vías ordinarias o a través de espiches que desconozco, y que de
suceder en esta ocasión, me estropearían la velada.
Logro por fin
arrancarlo después de algunos titubeos en la marcha atrás. Debe
finalmente haberse convencido, posiblemente por mi empeño con el
starter, que me interesaba mucho ir al teatro. Tenemos un tipo de
comunicación subliminal mediante la cual llegamos con frecuencia a
ponernos de acuerdo, aunque nuestras opiniones sean muy diferentes. Por
ejemplo, poco antes de arrancar le dije (sin decirle) que no ir me
supondría perderme una función que había estado largo tiempo esperando
y, por si fuera poco, que las butacas me habían costado un ojo de la
cara. Durante el camino, para demostrar finalmente su voluntad de
complacerme, me llevó casi siempre por encima del límite de velocidad en
población, e incluso en los semáforos fue temerario, pues se saltó tres
en ámbar y dos en rojo, uno en plena Castellana. Recogimos sin
dificultades a mi amiga María Antonia y ya en la zona donde está el
teatro, por detrás del café Gijón, no tuvo inconveniente en detenerse en
pleno paso de cebra y quedarse allí esperándonos. A pesar de ser muy
tozudo, es muy fiel aunque tenga opiniones que no siempre comparto, y en
esta ocasión se arriesgó a ser multado para que no me perdiera la
función de la que tan encomiásticamente me habían hablado. Sabe en
buena medida que de su actitud depende mi formación como futuro autor
teatral (creo que se lo sugerí alguna vez), de quien indudablemente debe pensar que podría sacar algún beneficio, aunque no puedo adivinar cual.
Ya
dentro de la sala, llegamos por los pelos, el público parecía
impaciente e incluso un poco histérico, pues a pesar de que no todas
las críticas coincidían en la valoración de la obra (las había
rematadamente malas también), resultaba evidente que era una de las “que
había que ver”, una mezcla, si tal cosa es posible, de Valle Inclán, y
Harold Pinter. Y Alfonso paso, decían ¡Válgame el cielo! La función
constaba de tres actos de poco más de media hora cada uno, con descansos
entre ellos de cinco minutos, durante los cuales no se encenderían las
luces y el público debía permanecer en sus butacas, pues tal cosa se
hacía para cambiar el decorado detrás del telón, y que –según
especificaban los folletos- el público pudiera tomar conciencia de lo
que acababa de presenciar. Al levantarse el telón para empezar el primer
acto, podía verse el salón de una casa de un bloque de pisos, en el que
una señora de mediana edad (ya no cumpliría los cincuenta), tocaba el
piano delante de una librería cargada de volúmenes viejos y
enciclopedias. En el lado derecho había un aparador descomunal repleto
de cubiertos y diferentes tipos de vajillas, y en el izquierdo un
tresillo frente a una televisión minúscula. La mujer, tras mirar
inquisitivamente al patio de butacas dando la impresión de reprochar
algo al público, atacó una serie de piezas que podían ser de Liszt o
Chopin (pero que finalmente resultaron ser de Schubert y Rachmaninov,
según se hacía constar en el programa) con una mezcla de brío e
indolencia, que esporádicamente interrumpía para gritar “¡no lo
entiendo, no lo entiendo!”, lo que solía coger a los espectadores
desprevenidos y hacía que nos mirásemos con cierta perplejidad. Poco
antes de terminar el acto, y tras una de las extemporáneas exclamaciones
de la pianista, se oyó un solo de trompeta procedente de las
candilejas.
Durante el primer descanso la gente permaneció en
silencio solo interrumpido por algunas toses y comentarios en voz baja,
de los que en mis proximidades solo pude captar “…pues tú me dirás”, que
ya me dio una pista. En el segundo acto, el escenario era prácticamente
el mismo, con la variación de que el tresillo y la televisión habían
intercambiado su lugar con el aparador. En el lugar de la pianista ahora
podía verse a un señor con una trompeta que a los pocos instantes, tras
mirar al público en plan desafiante, interpretó una serie de solos con
una intención no del todo clara, pero con una potencia, eso sí, que hizo
que algunos asistentes del patio de butacas abandonaran la sala con
cierta precipitación. Poco antes de terminar, al igual que en el acto
anterior y después de que el trompetista volviera a exclamar por última
vez “¡pues todo está muy claro!”, se escucharon unas notas de
piano en off, algo que hizo que el público rebullera impaciente en sus
butacas. En el segundo descanso, los comentarios se hicieron ya más
evidentes, y pudieron oírse algunos silbidos acompañados con aplausos y
chitones. El tercer acto consistió en una especie de repetición de los
dos anteriores, en el que los protagonistas situados en principio a cada
lado del escenario interpretaban las mismas piezas y acababan
juntándose en el centro, siendo muy celebrada, según pude comprobar
mirando a mi alrededor, la maquinaria que hizo posible tal cosa para
mover el piano de cola (se oyeron algunos aplausos). Después de caer el
telón, durante unos segundos se oyó al piano y a continuación la
trompeta, tras lo cual se hizo evidente que la función se había
terminado, aunque los protagonistas ni siquiera salieron a saludar, algo
que, por la trifulca que se organizó de inmediato, yo interpreté como
una medida de prevención. Cuando ya todos nos disponíamos a abandonar el
recinto, la misma voz que al principio dio las normas para el
desarrollo de la función, concluyó por los altavoces algo que desde
luego yo interpreté como una sentencia cargada de moralina auto
justificativa: “amigos espectadores: no hay nada irreconciliable cuando
la voluntad de entendimiento es firme”. A continuación se encendieron
todas las luces y pudo oírse a todo volumen “La consagración de la
primavera” de Stravinsky, entrecortada por los pasajes más delirantes y
atonales de “Noche transfigurada” de
Schönberg. Milagrosamente pude esquivar una butaca y
dos banquetas que volaban hacia el escenario.
Al salir del
teatro, María Antonia no me dirigió la palabra ni quiso cenar conmigo, y
tuve que llevarla a su casa en taxi. Mi coche había desaparecido con
alguna de sus famosas extravagancias, entre la que no era la menos
probable haber ido al Depósito municipal de vehículos a motor. O haber
sido conducido hasta allí, claro está.
Son las diez y media de la noche menos un minuto.
Son las diez y media de la noche en punto.
Etcétera.
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