Creo que ha llegado el momento de
ponerse manos a la obra. En estos últimos tiempos siento un hormiguillo
interior que me impulsa a dar el primer paso, y de esa manera cambiar el rumbo de
mi vida. Sin embargo, no es fácil por dos motivos. El primero, porque toda esta
inercia de mi inactividad durante los últimos años, hace que al poco de iniciar
cualquier tarea, me sienta terriblemente fatigado. Y no se trata de un
cansancio fisiológico sino de orden psíquico, pues mi cabeza se desactiva y,
como es natural, al poco tiempo el resto de mi cuerpo la sigue. Lo segundo es
lo más grave, pues cuando me decido, aún no he podido llegar a definir qué es
lo que quiero. Inicio un movimiento, tomo una decisión o empiezo cualquier
actividad que creo que me va a servir para reiniciar mi vida, y al rato me doy
cuenta de que no se trata de eso. Es una sensación angustiosa, pues en
cualquier momento dejo lo que tenga entre manos y me siento en cualquier lugar,
incapaz de seguir ni un instante más. Permanezco de tal guisa perplejo durante
un largo rato en una actitud próxima a la catatonia, durante el cual mi mente
se ve en exclusiva ocupada por una conocida frase de un famoso pensador español
refiriéndose a una no menos famosa república: “ no es esto, no es esto”. Sigo
en esta actitud bastante tiempo durante el que siento que mi cuerpo se
desmadeja, y es frecuente que acabe hecho un ovillo sobre el sofá, de donde
solo me levanto para continuar las tareas rutinarias de un pobre hombre
adocenado.
Me hubiera gustado ser escritor, me
suelo decir con frecuencia, y enseguida me traslado al ordenador o cojo el
primer lápiz que tengo a mano, y comienzo a pergeñar una historia de la que en
esos momentos tengo el convencimiento que podría marcar un hito semejante a “El
Quijote” o “La vida es sueño”, buscando para ello frases que de inmediato
capten al futuro lector, y le hagan meterse de inmediato en la trama.
Concretamente he llegado a construir dos que imagino podrían dar lugar a un
nuevo concepto de la narrativa. Son estas: “Una tarde después de una siesta
poco reparadora, Gregorio Fernández se encontró convertido en un algoritmo de
imposible resolución” y “En un lugar del que tengo una vaga idea, vivía un
caballero cuya principal virtud consistía en calzar escarpines y comerse los
hollejos de las uvas, dejando la pulpa”. Si debo ser sincero, ambas me hacen
recordar ciertas lecturas que hice de adolescente, pero que no logro traer a la
cabeza por muchas vueltas que le doy. De todas maneras, debo confesar que esta
puede ser una elección condenada al fracaso, pues por más que lo pretendo,
nunca llego a rellenar más de folio y medio a doble espacio, e invariablemente
las últimas líneas consisten en una serie de ecuaciones matemáticas o sentencias
que tengo recogidas en un pequeño diccionario de proverbios y refranes.
Tendré que abdicar de esta querencia,
y buscar en otro lado una orientación que permita dar a mi vida un cambio
definitivo y feliz. A pesar de todo, pienso que muchos serían unos escritores
razonablemente buenos, yo incluido, si pudiera fabricar (ser inventor es otro
de mis grandes proyectos) una máquina “extractora de pensamientos”, de tal
manera que adaptada a la cabeza a través de un mecanismo pudiera trasladar al
soporte que se considere más adecuado, el flujo discursivo incesante que habita
nuestro cerebro, algo que superaría con mucha a la escritura automática, y que
introduciría un nuevo paradigma en el mundo de la literatura. El tiempo dirá.
Y luego, en días que no tienen nada
que ver con una concepción intelectual
del mundo, me inclino por profesiones que tienen más de oficios que de
otra cosa. Son desde luego trabajos que le deben todo, en cualquier caso, a la mecánica
newtoniana, y nada a la relatividad ni la física de partículas. Me gustan
labores en los que mi cuerpo se pueda ejercitar vigorosamente bien por la
insistencia en movimientos enérgicos y reiterativos o, al contrario, por otras
en los que la delicadeza, la precisión y los matices constituyan su núcleo. En
este sentido intenté durante unos días hacerme herrero, a cuyo efecto me hice
con un yunque y monté una pequeña fragua en un local que alquilé en una zona
rústica de los alrededores, pero al poco tiempo la persistencia de los golpes y
el calor procedente del horno me hicieron desistir, considerándome a partir de
ese momento como un hombre no apto para esfuerzos excesivos en ambientes no
adecuados. Pude, sin embargo, ejercer como relojero y ebanista, trabajos en los
que alternaba el arreglo de los escapes de áncora con los barnices aplicados a
muñequilla sobre maderas nobles, pero llegó un
momento en que fui incapaz de diferenciarlos, originándome una confusión
mental absoluta, que me hizo incorporar un reloj suizo de alta precisión a la
pata de una silla Luis XV, con las consecuencias previsibles, pues el reloj
intentó actualizar su calendario y se puso a la hora correcta, pero del siglo
XVIII. Luego pensé que tal hecho era irrelevante, pero los dueños de ambos
artículos pusieron objeciones.
No desisto sin embargo de encontrar
en cualquier momento una actividad que por fin traiga a mi caletre el sosiego
que la vida cotidiana me niega, pues andar por casa en pijama y con batín me
causa un descontento que debo paliar urgentemente, si no quiero que
pensamientos insidiosos y negativos empiecen a poblar mi mente. No descarto el
rafting, el puenting, el parapente ni el vuelo sin motor, aunque quizás debiera
empezar a considerar que la propia labor de búsqueda sea una finalidad en sí
misma, teniendo en cuenta que debidamente publicitado, incluso podía ser un
trabajo bien remunerado. Estoy en ello, y empiezo a pensar en abrir un comercio
con tal finalidad. De hecho, ya he empezado a comprar los muebles.
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