lunes, 30 de mayo de 2016

COCINAS



No entro mucho en la cocina. Entro, que duda cabe, pero no es un lugar en el que me entretenga más de lo imprescindible. Es natural, no sé cocinar y por lo tanto mi presencia entre sus cuatro paredes no tiene mucho sentido. Sin embargo no hay que engañarse, y en mi fuero interno sigo considerándola como el hogar por antonomasia, el lugar donde de niño pasaba buenos ratos al calor de la lumbre, o sumergido en los olores de los platos que preparaba mi madre para la familia. Allí, todo lo más, empleo con asiduidad el microondas para calentarme algunos platos preparados, y muy raramente la cocina de gas para hacerme una tortilla o elaborar unas lentejas o un arroz como Dios me da a entender. Digo esto porque estoy viviendo una experiencia extraordinaria precisamente en el lugar que menos frecuento, lo que no deja de ser una sorpresa mayúscula para mí, acostumbrado a mi estudio o al salón, donde, si debo ser sincero, me constituyo en el ser irremediablemente sedentario que soy desde los tiempos a los que mi memoria apenas tiene ya acceso. Esta mañana, al poco de levantarme he tenido la ocurrencia de beber un vaso de agua, y como es natural he entrado en la cocina, he abierto el grifo y me he servido un vaso largo, sin duda apremiado por la sed que me ha provocado haberme pasado de la raya ayer noche, que recibí la visita de un colega empeñado en que nos termináramos una botella de whisky que se trajo de una reciente visita a Escocia. Después de apurar el vaso de agua, me he dado cuenta de que el grifo aún goteaba y he intentado cerrarlo a fondo. Es algo que sucede con relativa frecuencia y que con la misma se arregla por sí solo, pero esta vez decidí ejercer de profesional y arreglarlo definitivamente. No quería soportar por más tiempo el goteo sobre el aluminio del fregadero, con una intensidad y persistencia semejante a la gota malaya, por lo que me puse manos a la obra y tras diversas manipulaciones creí haberlo logrado, hasta el momento en que de la cañería brotó un potente  chorro de agua que impactó contra mi cara de manera fulminante. A partir de ese momento los acontecimientos se precipitaron, y a pesar de mis intentos desesperados por taponar la fuga, todo se hizo inútil. Incluso al cerrar la llave de paso tuvo lugar algo parecido, haciendo inútil mi entusiasmo de fontanero aficionado. Con el agua ya casi a la altura de los tobillos, decidí que quizás era necio luchar contra la naturaleza desencadenada de la traída de agua, y acepté con resignación lo que el sino parecía tenerme destinado. Decidí seguir la afluencia de agua hasta sus últimas consecuencias, y observar hasta donde tal acontecimiento podía llevarme. No opuse resistencia, y cerré como buenamente pude la puerta de la cocina después de cortar la electricidad en el cuadro de distribución, cerca de la entrada de la casa. Al poco rato, una vez pasados los instantes de alarma y casi de pavor que me asaltaron en los primeros momentos, sentí que mi cuerpo se relajaba casi hasta el entumecimiento, según el nivel de las aguas seguía creciendo y alcanzaba ya mis rodillas. Aproveché esos momentos de estupor benévolo para taponar con cinta aislante y americana las fisuras de la puerta y la ventana, así como la rejilla de aireación del gas, instantes que, una vez alcanzada una estanqueidad casi perfecta, hicieron que las aguas empezaran a subir a gran velocidad, experimentando pronto el empuje vertical y hacia arriba que en su día preconizara con tanto acierto Arquímedes. Me desprendí de toda la ropa que llevaba encima, y pronto amagué con hacerme el muerto, algo que definitivamente conseguí cuando la superficie del líquido me llegó a la altura del pecho. Y en esa situación me encuentro en estos momentos, cuando no faltará más allá de medio metro para que el agua alcance el nivel del techo, momento para el que tengo previstas algunas soluciones que espero que no me fallen, pues la muerte por ahogamiento siempre me ha sofocado, valga la redundancia. Mientras llega el instante de abrir, si es que puedo, la ventana o de entornar la puerta, me entretengo en cavilaciones y fantasías evocadoras del Nilo y algunos oasis de renombre. Imagino camellos, palmeras y dátiles, e incluso visualizo el fondo marino cuando me decido a hacer alguna inmersión. La cocina ha cambiado notablemente, y ha adquirido a través de las aguas la delicuescencia de ciertos sueños, que recordamos vagamente al despertar como pertenecientes a una realidad que se nos escapa. Mi vista, ya no muy lejos del techo, abarca una superficie cuajada de elementos esencialmente culinarios, pero que para mí revisten ahora el encanto de un decorado surrealista en el que se entremezclan botellas oscilantes, cuencos y tupperwares, a la vez que papeles de varios colores y cubiertos y vajillas de plástico y madera. Los de plata, hundidos, casi parecen perlas. El suelo de la cocina se ha convertido en un fondo abisal en el que entreveo unas losetas fosforescentes, que me recuerdan a algunos seres tenebrosos de las simas marinas, al tiempo que entreflotando como submarinos, llego a entrever formaciones de diversos materiales que no llego a distinguir, pero que imagino como corales y siluros. Mi cabeza pronto tocará el techo, y oigo una especie de chisporroteo que no puedo adjudicar a la electricidad, que recuerdo haber cortado, por lo que supongo que se debe a fugas de agua hacia el pasillo y la terraza. Me acerco pues a la ventana, esperando tener la fuerza suficiente para entreabrirla aunque sea mínimamente y que pueda actuar como espiche. Rezo a un dios en quien no creo, pero que necesito urgentemente, y le pido con el mayor fervor del que soy capaz que origine con la ayuda del empeño que pondré en mi acción, el tsunami que me salvará la vida.  

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