Me estoy
volviendo chino. Después de mirarme hoy al espejo con cierto detenimiento, ya
no me cabe la menor duda. He permanecido muchos años temiendo que me llegara a
suceder, pero siempre evité por todos los medios acabar confesándome la cruda
realidad. Y que conste por anticipado que no tengo nada contra la raza
amarilla. Es más, incluso la valoro por encima de las otras, pero perteneciendo
a una familia de buena reputación, no podía por menos que pensar que esta
variación, que ya se ha hecho evidente, pondría en entredicho el origen de
alguien supuestamente perteneciente a un natural de Castilla la Mancha. Empecé
a sospechar que algo me ocurría cuando en la adolescencia, mamá me hizo revisar
con ella el album de fotografías familiar, y cada dos por tres, cuando yo
aparecía, me miraba con cierta ternura y me decía “mira, el chinito”. No me
hacía entonces demasiada gracia, aunque comprendía que lo hacía con la mejor
voluntad, pero desde entonces no he dejado de mirarme al espejo con cierta
aprensión, pues incluso con frecuencia los cristales de las puertas y
escaparates me devuelven una imagen que ya he visto en infinidad de películas
de la época con historias chinas o japonesas. Me hubiera gustado tener unos
rasgos anglosajones o como mínimo claramente europeos, pero debo confesarme que
siempre encontré en mi cara algunos detalles cuanto menos sorprendentes. Mi
pelo lacio y negro ala de cuervo, unas facciones con los pómulos bien marcados
y unos ojos oscuros y rasgados, empezaron pronto a levantar en mí serias dudas
sobre mi origen peninsular. Miraba entonces a mis padres con atención, e
incluso cuando no se daban cuenta, con todo detalle, tratando de hallar en
ellos los rasgos que hicieran evidentes mi ascendencia, pero por más que lo
intentaba no llegaba a percibir nada tranquilizador.
He estado
durante mucho tiempo evitando mirarme en los espejos o haciéndolo solo de
soslayo, como quien tiene prisa y no puede perder el tiempo con tales minucias.
No ha sido fácil, porque uno se topa sin querer con todo tipo de superficies
que le reflejan, y además es duro al cabo del tiempo tener solo una idea
aproximada de uno mismo. Hoy decidí por fin afeitarme mirándome en un espejo a
plena luz, y la sensación ha sido devastadora, pues ya no son solo los detalles
mencionados más arriba los que se han hecho evidentes, sino que el color
de mi piel no me ha dejado el menor
margen para la duda. En principio se lo he achacado a la luz demasiado intensa
de unos neones que instalé recientemente, pero por más que he utilizado otras
más tamizadas como alternativa, ha sido inútil, y no ha podido enmascarar mi
procedencia asiática. Me extraña, eso es cierto, que mis allegados, amistades y
conocidos no me hayan hecho notar nada, y ni siquiera hayan aprovechado mi aspecto
para hacer chistes, ahora que los chinos se han puesto de moda por razones de mayor
peso que las de sus famosos comercios de segunda fila o sus restaurantes.
Aunque también podían haberlos aprovechado para relacionarme con el pato lacado
y los rollitos de primavera, por no decir nada de las ratas que hace años,
según las malas lenguas, abastecían sus mesas. Quizás sienten cierto pudor
pensando que tal cosa podría desestabilizarme emocionalmente, o dan por hecho que
soy una de las frecuentes mutaciones que aparecen en los organismos vivos,
siguiendo leyes que Mendel obtuvo cruzando guisantes (algo que también pudiera
ser utilizado como chiste).
No quiero
deprimirme, siempre estuve muy unido a mamá, y en aquella época, cuando yo nací
quiero decir, era prácticamente imposible encontrarse en España con gente de
aquellas latitudes, y en ese sentido estoy tranquilo. Quien sabe si
precisamente esta nueva identidad supone para mí una ventaja cara al futuro, en
estos momentos en los que ya está claro que el dragón asiático se ha
despertado. Después de todo, me digo, y en esto creo que le debo más a Sócrates
que a Confuncio, si nuestra misión en la vida es llegar a conocernos a nosotros
mismos, mi situación puede ser una oportunidad inmejorable para llegar a
hacerlo. Y en ese sentido, para comenzar, debo confesarme que desde siempre he
sentido una especial fascinación por el arroz, los palillos y las pagodas,
signos evidentes de que mi personalidad no se limita a unas rasgos con
tendencias mongoloides, sino a un espíritu ya inclinado hacia la gastronomía
cantonesa, la revolución cultural y la extraña y apática belleza del oso panda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario