De lo único que puedo estar seguro según
voy andando, es de formar parte de un grupo que se dirige con paso decidido a
un lugar que ignoro, pero que alguien a mi lado acaba diciéndome que es nuestro
lugar de trabajo. Lo ignoro, francamente, pues ni siquiera tengo conciencia de
trabajar en ningún lado. Somos todos hombres y mujeres de diferentes edades y
aspecto. Por fin llegamos a un lugar donde, según escucho, se encuentran
nuestras oficinas, por lo que supongo que se trata de un trabajo de tipo
administrativo, aunque no recuerdo estar cualificado para desarrollar tareas de
esa índole, pues ni siquiera sé taquigrafía y mucho menos manejar ordenadores.
Nos hemos incorporado a una cola, que da la vuelta a una esquina bastante
alejada de donde nos encontramos.
El edificio es gris, con pocas
ventanas y un tanto siniestro, pero supongo que en el interior habrá una
iluminación suficiente para desarrollar esa clase de tareas. No se ve a nadie
salir, por lo que supongo que la salida estará al otro lado para evitar
aglomeraciones. Ya en el interior, después de varias horas de espera, en las
que nos han dado un bocadillo de panceta y un vaso de agua, debemos subir unas
escaleras empinadísimas, que a decir verdad hacen jadear a los menos preparados
físicamente, pues además hay un gran desnivel entre peldaños, y tenemos que
hacer un verdadero esfuerzo para lograr auparnos. Al llegar al piso en
cuestión, un individuo mayor con el pelo totalmente rapado, nos distribuye unas
etiquetas adhesivas de diferentes colores con un número después de observar detenidamente su cara.
Me parece un trabajo bastante raro o
como mínimo sorprendente, aunque empezamos a sospechar que posiblemente se trate
de una selección previa, por lo que todavía no es seguro que se nos haya
concedido el puesto. Seguimos caminando por un pasillo inacabable, con muchas
oficinas a ambos lados, en cuyo interior pueden distinguirse a unas personas
muy ocupadas alrededor de unas mesas. Pero lo que más llama la atención es que
ninguna deja de moverse, y desde luego no hablan entre ellos en absoluto (o los
tabiques y puertas han sido insonorizados con un éxito rotundo). Al fondo del
pasillo, transcurridas ya varias horas desde que llegamos a la puerta, se ve
con nitidez una habitación amplia y muy iluminada, aunque desde la distancia no
se puede todavía distinguir lo que sucede adentro.
Nos reparten otra botella de agua,
porque a estas alturas de nuestra espera, nos duelen las piernas y sudamos copiosamente
con riesgo de deshidratación. Cuando por fin entramos en la sala, oculta tras
un cristal traslúcido, enseguida nos sientan en unos confortables sillones de
cuero y aluminio, y unos tipos totalmente rapados, proceden a cortarnos el pelo
al cero, por lo que imagino que los numeritos de las etiquetas eran solo un
divertimento para hacer la espera menos aburrida y hacernos pensar. A la
salida, no obstante, nos colocan en filas diferentes en función de los números
y colores de las etiquetas. Una vez cada cual en la suya, nos encaminamos hacia
unos enormes pabellones en donde no tengo ni idea que sucederá, pero a la
salida les aseguro que no tendré ningún inconveniente en contárselo a ustedes.
Lo del pelo, en cualquier caso, me parece inexplicable, y si al principio
parecíamos un grupo heterogéneo y vivo, ahora francamente parecemos ganado,
borregos ¡Dios mío! camino del……
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