Un correo electrónico de Walter, geómetra y pintor, especialista en
tangentes y puntos de fuga, le dio a Edgar la idea de realizar un
trabajo de campo en un área del comportamiento humano, según él, no
suficientemente investigado hasta la actualidad. Edgar era un vago,
para decirlo pronto, que vivía de las rentas y que se dedicaba a
haraganear con ribetes de hombre culto que asistía con frecuencia a
conferencias, exposiciones y espectáculos de toda índole, lo que le daba
un barniz de hombre liberal y cosmopolita. Él se consideraba a sí
mismo, como no podía ser menos, “un hombre de mundo” ó de “amplio
espectro”, como le gustaba recalcar, pero en el fondo se consideraba un
esteta, que anteponía la belleza a cualquier otra consideración. Y no la
belleza en sentido clásico, que debe conformarse con determinados
patrones ó cánones prefijados, pues según él, la belleza, siendo algo
tan subjetivo, podía encontrarse en el lugar más imprevisible según
quien fuera el espectador. Era pues, una especie de oteador, siempre
atento al surgimiento de algo inesperado: un lugar, un rostro, un objeto
o una situación que encendieran en él una emoción equiparable a la
plenitud. Tiempo atrás había editado un libro de fotografías al que
tituló simplemente “El cubo de la basura”, y en el que incluía una
colección las que había hecho de estos extraños artilugios, aprovechando
sus viajes a diferentes partes del mundo. Pudo de esta manera
contemplar las formas variadas en que era tratada la basura, los
desperdicios, los restos, ó simplemente lo que sobra y ya no interesa.
En sus fotografías podía observarse no solamente la tradicional bolsa de
diferentes colores, sino el trato que se daba a la misma, que en
determinados sitios es colocada de forma despreocupada, y en otros
depositada casi con un unción, como si se tratara de un ritual que unas
veces parecía un abandono, y en otras una ofrenda. Llegó a pensar que
determinadas personas despedían lo que les había pertenecido con
unción, casi con mimo, y en alguna ocasión tuvo la impresión que las
bolsas debían haber sido previamente planchadas, pues,
independientemente de la tersura que es común en las de cierta calidad,
no presentaban ni la menor arruga. Otra cosa que le interesó fue la
ubicación de estas en los contenedores, pues se podría decir, una vez
abiertos, que si en ocasiones solo formaban una masa desordenada y
heterogénea, en otras parecían haber sido depositadas con cierto
criterio, componiendo cuadros ó esculturas de cierta calidad, que
podían recordar composiciones clásicas ó de vanguardia, que lo mismo
podían recordar a El Greco que a Bacon, Rothko ó Chillida. El libro
abundaba en disquisiciones teóricas, pero era sobre todo un conjunto decomentarios
de un simple amateur, sorprendido ante el inesperado hallazgo de la
belleza en lo menos evidente. Al final del mismo, Edgar apuntaba un
nuevo punto de vista que pensaba desarrollar en un próximo trabajo, en
el que pretendía adentrase en la posible belleza del interior de las
bolsas de basura, en el que podría mostrar nuevos criterios estéticos
del ser humano en el hogar y su reflejo en los desperdicios. Siguiendo
este camino, pensaba luego adentrarse en el corolario que podía
desprenderse de lo anterior: la belleza en el mundo subterráneo, el de
las ratas y las cloacas. Pero el émail mencionado más arriba trastocó
sus planes, e hizo que su actividad tomara otra dirección, que iba a
suponer un giro copernicano en sus aficiones semi escatológicas. Se
trataba de la belleza en el mundo íntimo de la mujer, en aspectos que en
su opinión no habían sido tratados con la profundidad y detalle que se
merecían. No se trataba del rostro, ni siquiera de la silueta, temas a
su parecer muy explotados en el mundo del consumo y la publicidad.
Edgar, por extraño que parezca, se consideraba a sí mismo como
un”experto en entrepiernas”, ese lugar de la mujer que, según algunos
pintores, supone la creación del mundo, y que puede verse expuesto en el
Museo Pompidou de París. Para tal labor y para pasar en buena medida
desapercibido, solía ponerse unas gafas de sol, y apostado en un lugar
adecuado, se dedicaba a observar con detenimiento, no exento de cierta
fruición, ese lugar donde la fisonomía de las mujeres dibuja una
geometría que solo los entendidos como él eran capaces de percibir en
detalle. Había algunas que al observarlas parecían un andrógino
bisexuado, que no deja entrever más que la banalidad de la inexistencia.
Otras, sin embargo, se definían haciendo ostensible una protuberancia
delatora de un monte de Venus prominente, pero poco más. Las había que
hacían ostensible una vellosidad profusa, y otras que no podían
disimular manipulaciones que hacían evidente relieves artificiales. La
gran mayoría, sin embargo, ciñéndose a un clasicismo académico, no
podían impedir que la evidencia resaltara simetrías bilaterales. Y las
que, aún disimulando con la holgura del pantalón existencias recónditas,
hacían imaginar hallazgos sorprendentes y poco comunes. En cualquier
caso, esa fue su dedicación por un tiempo, y era frecuente verle en la
terraza de algunos bares de cierto renombre haciendo uso de su
disimulado catalejo, evocando desiertos ó fértiles mares de algas, según
el caso. Fue entonces cuando publicó en blanco y negro un libro con la
colección de fotos que había logrado de forma un tanto rufianesca, pues
para nada había empleado las de estudio, sino las obtenidas a pié de
calle. Y es que, en algún momento antes de comenzar la colección,
recordó que su ex le había dicho la fijación obsesiva de los hombres con
ese lugar, de tal manera que su mirada solía seguir de forma sucesiva
pero fulminante la tríada ojos-pechos-cadera-plus, deteniéndose aquí. Y
él había sido capaz de elaborar toda una casuística de tal lugar, que,
si bien ellas
trataban de disimular, no impedían que de alguna
manera resultara evidente. Algunas llegaban a sugerir mares vegetales,
sargazos, algas desarrollándose y haciéndose visibles en la superficie.
Otras, por el contrario, podían evocar mares de coral en el que la arena
solo dejaba entrever el fulgor del fondo. Otras, por fin, que evitando
ostentaciones, hacían visible la fisura por la que el centro de la
tierra suele descargar en los volcanes. Lava que arrasa incansable y
dibuja nuevas geometrías sobre la superficie.
Estas
fotos fueron el tema de su segundo libro “Bisectrices”, en el que a las
de los tipos ya mencionados, añadían otras tratando de disimular y
llevar la atención a otros parajes. Incluyó, además, figuras sugerentes
desde un ángulo determinado que pudiera sugerir portones a punto de
abrirse o cerrarse, cancelas semiabiertas, puentes levadizos, etc…Pero
ahora, con el mensaje recibido, se le venía encima un trabajo que añadía
a la visión de lo fotografiado, el desarrollo y detalle de los
diferentes tipos de orgasmos femeninos, considerados no solo desde un
punto de vista fisiológico, sino emocional y estético. Trató de hacerse
un esquema de los mismos con objeto de hacerlos fácilmente
comprensibles. Para ello definió a priori dos tipos de vulvas que, según
él, experimentaban sensaciones diferentes de acuerdo con su diseño
anatómico. En primer lugar estaban aquellas conocidas como cerradas o
“de hucha”, y después, ligeramente más numerosas, las abiertas o en
flor, también llamadas “historiadas”. Las primeras necesitaban por parte
del interesado un empuje inicial casi doble de las segundas, pero
otorgaban a sus propietarias unos orgasmos profundos y fluidos, con gran
profusión de movimientos pélvicos y derrames de diverso contenido. Eran
orgasmos muy trabajados pues la introducción resultaba dolorosa hasta
pasados los primeros embates, siendo luego cosa de coser y cantar. Los
arracimados eran de más fácil acceso pero de más largo tratamiento, pues
ofrecidos como estaban, exigían a cada vez nuevos bríos, que no
cualquiera podía lograr, y que sin embargo Edgar obtuvo por su puesta en
forma, escasa ingesta de vino y nula de pastillas psicotrópicas,
totalmente contraindicadas para tal labor. Pero esta era solo una
primera división, que se ramificaba profusamente en la diversidad de
respuestas obtenibles más allá de las primeras generalizaciones. Ya
metido en harina, Edgar pudo establecer unas categorías del orgasmo
femenino en dos apartados, a los que llamaremos fulminante y
arborescente. El primero solía ser aparatoso y acompañado de un gran
alarido y derrama incontinente de fluidos, seguido de un sueño profundo y
una intensa animadversión a segundos intentos. El segundo, por el
contrario, solía ser mucho más gratificante para el hombre, pues no
alcanzando cotas paroxísticas, llevaban a la mujer a momentos de
enajenamiento temporal, acompañado de gemidos y voces poco habituales.
Como casos atípicos, estaban los orgasmos que venían acompañados de una
especie de colapso con perdida momentánea de conciencia,y los
que siendo en buena medida pertenecientes al segundo grupo, eran
reprimidos con hipidos sorprendentes, posiblemente temerosa la
protagonista de que los tabiques de las casas vecinas no fueran lo
suficientemente anchos. Para terminar estaba el no-orgasmo,
experimentado por aquellas que una vez terminada la faena, se levantaban
de inmediato exclamando con una asertividad fuera de lugar que se iban
de cabeza a la ducha.
Y para finalizar
su investigación, pudo clasificar los orgasmos de tipo místico y los
“refoulés”. En los primeros, la mujer parecía haber alcanzado un estado
fulminante de beatitud con silencio absoluto, entrecortado por leves
suspiros y un extraño abandono de la situación, preguntando al implicado
algo absolutamente ajeno al acto, por ejemplo: “¿a qué cine vamos?”,
“tengo hambre” o similares. Los orgasmos refoulés eran simplemente
orgasmos inexistentes, y en todo casi fingidos por mor de quedar bien,
pero que una vagina demasiado estrecha ó un pensamiento exacerbado sobre
la caducidad de los días y el fin del mundo, llevaban a una terminación
bochornosa. Finalmente, y casi como nota a pié de página, Edgar quería
incluir aquellos orgasmos acompañados de otro tipo de emisiones, como
los ureosos, que siendo muy gratificantes dejaban la cama hecha un
cristo; y los malsonantes, en los que la experimentadora no tenía ningún
contento de tipo genital, sino que, al parecer, se sentía atacada, y
reaccionaba blasfemando y soltando todo tipo de imprecaciones, propio de
algunas radicales de izquierda, de las que Edgar recibió arañazos,
bofetadas y escarificaciones varias.
Este album de fotos, con
autocensura, saldrá el próximo mes de Mayo, y va a suponer en el mundo
editorial español un bombazo, pues aparte de fotografías de lo más
explicitas, vendrá acompañado por los comentarios de los principales
filósofos, psicólogos y neurofisiólogos españoles de la actualidad.
Parece ser que no figuran ginecólogos, pues, al parecer, según
manifiesta el Secretario Nacional del instituto nacional de ginecología
de España, éstos se sienten vejados por lo que consideran una
intromisión en temas que consideran de su exclusiva incumbencia.
”El coño es nuestro”, parece ser su lema. Y en esto parecen coincidir
con los movimientos feministas que reivindican tal pertenencia.
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