domingo, 8 de mayo de 2016

EMULSIONES

Un correo electrónico de Walter, geómetra y pintor, especialista en tangentes y puntos de fuga, le dio a Edgar la idea de realizar un trabajo de campo en un área del comportamiento humano, según él, no suficientemente investigado hasta la actualidad. Edgar era un vago, para decirlo pronto, que vivía de las rentas y que se dedicaba a haraganear con ribetes de hombre culto que asistía con frecuencia a conferencias, exposiciones y espectáculos de toda índole, lo que le daba un barniz de hombre liberal y cosmopolita. Él se consideraba a sí mismo, como no podía ser menos, “un hombre de mundo” ó de “amplio espectro”, como le gustaba recalcar, pero en el fondo se consideraba un esteta, que anteponía la belleza a cualquier otra consideración. Y no la belleza en sentido clásico, que debe conformarse con determinados patrones ó cánones prefijados, pues según él, la belleza, siendo algo tan subjetivo, podía encontrarse en el lugar más imprevisible según quien fuera el espectador. Era pues, una especie de oteador, siempre atento al surgimiento de algo inesperado: un lugar, un rostro, un objeto o una situación que encendieran en él una emoción equiparable a la plenitud. Tiempo atrás había editado un libro de fotografías al que tituló simplemente “El cubo de la basura”, y en el que incluía una colección las que había hecho de estos extraños artilugios, aprovechando sus viajes a diferentes partes del mundo. Pudo de esta manera contemplar las formas variadas en que era tratada la basura, los desperdicios, los restos, ó simplemente lo que sobra y ya no interesa. En sus fotografías podía observarse no solamente la tradicional bolsa de diferentes colores, sino el trato que se daba a la misma, que en determinados sitios es colocada de forma despreocupada, y en otros depositada casi con un unción, como si se tratara de un ritual que unas veces parecía un abandono, y en otras una ofrenda. Llegó a pensar que determinadas personas despedían lo que les había pertenecido con unción, casi con mimo, y en alguna ocasión tuvo la impresión que las bolsas debían haber sido previamente planchadas, pues, independientemente de la tersura que es común en las de cierta calidad, no presentaban ni la menor arruga. Otra cosa que le interesó fue la ubicación de estas en los contenedores, pues se podría decir, una vez abiertos, que si en ocasiones solo formaban una masa desordenada y heterogénea, en otras parecían haber sido depositadas con cierto criterio, componiendo cuadros ó esculturas de cierta calidad, que podían recordar composiciones clásicas ó de vanguardia, que lo mismo podían recordar a El Greco que a Bacon, Rothko ó Chillida. El libro abundaba en disquisiciones teóricas, pero era sobre todo un conjunto decomentarios de un simple amateur, sorprendido ante el inesperado hallazgo de la belleza en lo menos evidente. Al final del mismo, Edgar apuntaba un nuevo punto de vista que pensaba desarrollar en un próximo trabajo, en el que pretendía adentrase en la posible belleza del interior de las bolsas de basura, en el que podría mostrar nuevos criterios estéticos del ser humano en el hogar y su reflejo en los desperdicios. Siguiendo este camino, pensaba luego adentrarse en el corolario que podía desprenderse de lo anterior: la belleza en el mundo subterráneo, el de las ratas y las cloacas. Pero el émail mencionado más arriba trastocó sus planes, e hizo que su actividad tomara otra dirección, que iba a suponer un giro copernicano en sus aficiones semi escatológicas. Se trataba de la belleza en el mundo íntimo de la mujer, en aspectos que en su opinión no habían sido tratados con la profundidad y detalle que se merecían. No se trataba del rostro, ni siquiera de la silueta, temas a su parecer muy explotados en el mundo del consumo y la publicidad. Edgar, por extraño que parezca, se consideraba a sí mismo como un”experto en entrepiernas”, ese lugar de la mujer que, según algunos pintores, supone la creación del mundo, y que puede verse expuesto en el Museo Pompidou de París. Para tal labor y para pasar en buena medida desapercibido, solía ponerse unas gafas de sol, y apostado en un lugar adecuado, se dedicaba a observar con detenimiento, no exento de cierta fruición, ese lugar donde la fisonomía de las mujeres dibuja una geometría que solo los entendidos como él eran capaces de percibir en detalle. Había algunas que al observarlas parecían un andrógino bisexuado, que no deja entrever más que la banalidad de la inexistencia. Otras, sin embargo, se definían haciendo ostensible una protuberancia delatora de un monte de Venus prominente, pero poco más. Las había que hacían ostensible una vellosidad profusa, y otras que no podían disimular manipulaciones que hacían evidente relieves artificiales. La gran mayoría, sin embargo, ciñéndose a un clasicismo académico, no podían impedir que la evidencia resaltara simetrías bilaterales. Y las que, aún disimulando con la holgura del pantalón existencias recónditas, hacían imaginar hallazgos sorprendentes y poco comunes. En cualquier caso, esa fue su dedicación por un tiempo, y era frecuente verle en la terraza de algunos bares de cierto renombre haciendo uso de su disimulado catalejo, evocando desiertos ó fértiles mares de algas, según el caso. Fue entonces cuando publicó en blanco y negro un libro con la colección de fotos que había logrado de forma un tanto rufianesca, pues para nada había empleado las de estudio, sino las obtenidas a pié de calle. Y es que, en algún momento antes de comenzar la colección, recordó que su ex le había dicho la fijación obsesiva de los hombres con ese lugar, de tal manera que su mirada solía seguir de forma sucesiva pero fulminante la tríada ojos-pechos-cadera-plus, deteniéndose aquí. Y él había sido capaz de elaborar toda una casuística de tal lugar, que, si bien ellas
trataban de disimular, no impedían que de alguna manera resultara evidente. Algunas llegaban a sugerir mares vegetales, sargazos, algas desarrollándose y haciéndose visibles en la superficie. Otras, por el contrario, podían evocar mares de coral en el que la arena solo dejaba entrever el fulgor del fondo. Otras, por fin, que evitando ostentaciones, hacían visible la fisura por la que el centro de la tierra suele descargar en los volcanes. Lava que arrasa incansable y dibuja nuevas geometrías sobre la superficie.
Estas fotos fueron el tema de su segundo libro “Bisectrices”, en el que a las de los tipos ya mencionados, añadían otras tratando de disimular y llevar la atención a otros parajes. Incluyó, además, figuras sugerentes desde un ángulo determinado que pudiera sugerir portones a punto de abrirse o cerrarse, cancelas semiabiertas, puentes levadizos, etc…Pero ahora, con el mensaje recibido, se le venía encima un trabajo que añadía a la visión de lo fotografiado, el desarrollo y detalle de los diferentes tipos de orgasmos femeninos, considerados no solo desde un punto de vista fisiológico, sino emocional y estético. Trató de hacerse un esquema de los mismos con objeto de hacerlos fácilmente comprensibles. Para ello definió a priori dos tipos de vulvas que, según él, experimentaban sensaciones diferentes de acuerdo con su diseño anatómico. En primer lugar estaban aquellas conocidas como cerradas o “de hucha”, y después, ligeramente más numerosas, las abiertas o en flor, también llamadas “historiadas”. Las primeras necesitaban por parte del interesado un empuje inicial casi doble de las segundas, pero otorgaban a sus propietarias unos orgasmos profundos y fluidos, con gran profusión de movimientos pélvicos y derrames de diverso contenido. Eran orgasmos muy trabajados pues la introducción resultaba dolorosa hasta pasados los primeros embates, siendo luego cosa de coser y cantar. Los arracimados eran de más fácil acceso pero de más largo tratamiento, pues ofrecidos como estaban, exigían a cada vez nuevos bríos, que no cualquiera podía lograr, y que sin embargo Edgar obtuvo por su puesta en forma, escasa ingesta de vino y nula de pastillas psicotrópicas, totalmente contraindicadas para tal labor. Pero esta era solo una primera división, que se ramificaba profusamente en la diversidad de respuestas obtenibles más allá de las primeras generalizaciones. Ya metido en harina, Edgar pudo establecer unas categorías del orgasmo femenino en dos apartados, a los que llamaremos fulminante y arborescente. El primero solía ser aparatoso y acompañado de un gran alarido y derrama incontinente de fluidos, seguido de un sueño profundo y una intensa animadversión a segundos intentos. El segundo, por el contrario, solía ser mucho más gratificante para el hombre, pues no alcanzando cotas paroxísticas, llevaban a la mujer a momentos de enajenamiento temporal, acompañado de gemidos y voces poco habituales. Como casos atípicos, estaban los orgasmos que venían acompañados de una especie de colapso con perdida momentánea de conciencia,y los que siendo en buena medida pertenecientes al segundo grupo, eran reprimidos con hipidos sorprendentes, posiblemente temerosa la protagonista de que los tabiques de las casas vecinas no fueran lo suficientemente anchos. Para terminar estaba el no-orgasmo, experimentado por aquellas que una vez terminada la faena, se levantaban de inmediato exclamando con una asertividad fuera de lugar que se iban de cabeza a la ducha.
Y para finalizar su investigación, pudo clasificar los orgasmos de tipo místico y los “refoulés”. En los primeros, la mujer parecía haber alcanzado un estado fulminante de beatitud con silencio absoluto, entrecortado por leves suspiros y un extraño abandono de la situación, preguntando al implicado algo absolutamente ajeno al acto, por ejemplo: “¿a qué cine vamos?”, “tengo hambre” o similares. Los orgasmos refoulés eran simplemente orgasmos inexistentes, y en todo casi fingidos por mor de quedar bien, pero que una vagina demasiado estrecha ó un pensamiento exacerbado sobre la caducidad de los días y el fin del mundo, llevaban a una terminación bochornosa. Finalmente, y casi como nota a pié de página, Edgar quería incluir aquellos orgasmos acompañados de otro tipo de emisiones, como los ureosos, que siendo muy gratificantes dejaban la cama hecha un cristo; y los malsonantes, en los que la experimentadora no tenía ningún contento de tipo genital, sino que, al parecer, se sentía atacada, y reaccionaba blasfemando y soltando todo tipo de imprecaciones, propio de algunas radicales de izquierda, de las que Edgar recibió arañazos, bofetadas y escarificaciones varias.
Este album de fotos, con autocensura, saldrá el próximo mes de Mayo, y va a suponer en el mundo editorial español un bombazo, pues aparte de fotografías de lo más explicitas, vendrá acompañado por los comentarios de los principales filósofos, psicólogos y neurofisiólogos españoles de la actualidad. Parece ser que no figuran ginecólogos, pues, al parecer, según manifiesta el Secretario Nacional del instituto nacional de ginecología de España, éstos se sienten vejados por lo que consideran una intromisión en temas que consideran de su exclusiva incumbencia.
”El coño es nuestro”, parece ser su lema. Y en esto parecen coincidir con los movimientos feministas que reivindican tal pertenencia.

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