jueves, 19 de mayo de 2016

AMISTAD



Para Juanra (*)

Al poco de empezar, me doy cuenta que hoy las cosas  podrían no ir bien.  No siento las piernas; me sostienen y hacen lo que les pido, pero soy consciente que esta situación no puede prolongarse indefinidamente. No tiemblan, ni me duelen, ni siquiera las siento débiles o flojas, pero tengo la clara sensación de que no me obedecen con la prontitud que les reclamo, como si más que ser mis piernas, fueran algo añadido que baila a su antojo bajo mi tronco, y hace que me desplace por el ring con aparente soltura. Pero nos conocemos hace mucho, y sé que estamos en desacuerdo, que existe una disfunción que aunque nada afuera lo refleje, me llega con toda nitidez.  Y eso no es lo peor, sino que quien está frente a mí, antes de terminar el primer asalto parece haber percibido que no las tengo todas conmigo, a pesar de que mantengo el gesto hosco y desafiante que se supone a los boxeadores.  Poco después, ya superado el segundo, me doy cuenta de que me mira con atención. Percibo sus ojos escrutadores que indagan en los míos. Tratan sin duda de sacarme el secreto que intento disimular imprimiendo a mis piernas una movilidad que no parece mía, sino la de alguien que hubiera decidido echarme una mano y hacer que mis pies bailoteen sobre la resina con una agilidad que a mi mismo me sorprende.  Pero él insiste,  y cruzando golpes cada vez más duros, sigue  observándome, como si solo le importara un mínimo gesto de debilidad para abalanzarse sobre mí y noquearme sin más preámbulos.  No sé por qué,  soy yo sin embargo,  el que adivina en su mirada cierta fragilidad, como si hubiese captado en el fondo de ella un temor que la fiereza de su rostro quiere esconder.  Pienso entonces,  mientras punteo sin cesar con el jab de izquierda, que alguien que le aprecia  le estará mirando y temiendo lo peor para él. Que le llegue un golpe brutal que no pueda esquivar,  y bese la lona después de uno de los ganchos que me hicieron famoso tiempo atrás.  Pero enseguida me digo que este no es un deporte para gente sensible,  y que si insisto en mis consideraciones piadosas, pronto puede llegarme un golpe definitivo. Ese instante que yo he conocido en exceso en los últimos tiempos, cuando se oye restallar  una especie de latigazo, y uno solo ve sobre su cabeza los destellos de una luz que parece ausentarse por momentos, mientras todo gira y percibes en tu boca el acre sabor de una sangre que sabes tuya, aunque no puedas precisar de dónde procede exactamente.  Quizás él piensa lo mismo de mí, y ambos sin saberlo jugamos un juego que los espectadores ignoran, como dos chicos perdidos que sin quererlo se hacen daño por el amor de la misma mujer, mientras el sudor les nubla la vista, y resoplan buscando un poco de aire. En el octavo asalto ese aire escasea y ya estamos muy fatigados y mucho más lentos. Entonces puedo percibir con más detalle las heridas y las tumefacciones de su cara, la agonía de su jadeo por debajo del gruñido que emite cuando lanza un golpe. Las piernas definitivamente me han abandonado y actúan totalmente por su cuenta,  porque saben que la inmovilidad es letal en nuestra profesión. Tengo ganas de acercarme y  decirle que es el momento de dejarlo, que me cuesta mantenerme en pie y mover los brazos, que hay gente que sufre por nosotros. Pero el griterío del público pidiendo sangre me lo impide,  y hace inútil todo intento de acuerdo, por lo que redoblo mis esfuerzos y me doy cuenta de que un uppercut le ha alcanzado en la mandíbula y le ha hecho daño. Vacila y retrocede, y aprovecho el preciso momento en el que trastabilla y parece que se va a caer, para soltar sobre su cara una rápida serie de uno-dos que le lanzan contra las cuerdas, para caer finalmente desmadejado sobre el tapiz  mientras el árbitro termina la cuenta de diez.  Me he puesto a dar saltos en el centro del ring y he levantado los brazos después de golpearme el pecho con los guantes como un energúmeno; luego me he acercado a él y le he ayudado a levantarse.  ¡Buen golpe!, me ha dicho con un hilo de voz la voz,  con la cabeza gacha y el gesto abatido de quien sabe que para él todo ha terminado. Me he visto a mi mismo en la lona cualquier noche aciaga, y he buscado sus ojos tratando de decirle que, a pesar de todo, quería ser su amigo.

(*) ex boxer brother

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