Para Juanra (*)
Al poco de
empezar, me doy cuenta que hoy las cosas podrían no ir bien. No siento las piernas; me sostienen y hacen
lo que les pido, pero soy consciente que esta situación no puede prolongarse indefinidamente.
No tiemblan, ni me duelen, ni siquiera las siento débiles o flojas, pero tengo
la clara sensación de que no me obedecen con la prontitud que les reclamo, como
si más que ser mis piernas, fueran algo añadido que baila a su antojo bajo mi
tronco, y hace que me desplace por el ring con aparente soltura. Pero nos
conocemos hace mucho, y sé que estamos en desacuerdo, que existe una disfunción
que aunque nada afuera lo refleje, me llega con toda nitidez. Y eso no es lo peor, sino que quien está
frente a mí, antes de terminar el primer asalto parece haber percibido que no
las tengo todas conmigo, a pesar de que mantengo el gesto hosco y desafiante
que se supone a los boxeadores. Poco
después, ya superado el segundo, me doy cuenta de que me mira con atención. Percibo
sus ojos escrutadores que indagan en los míos. Tratan sin duda de sacarme el
secreto que intento disimular imprimiendo a mis piernas una movilidad que no
parece mía, sino la de alguien que hubiera decidido echarme una mano y hacer que
mis pies bailoteen sobre la resina con una agilidad que a mi mismo me sorprende. Pero él insiste, y cruzando golpes cada vez más duros, sigue observándome, como si solo le importara un
mínimo gesto de debilidad para abalanzarse sobre mí y noquearme sin más
preámbulos. No sé por qué, soy yo sin embargo, el que adivina en su mirada cierta fragilidad,
como si hubiese captado en el fondo de ella un temor que la fiereza de su
rostro quiere esconder. Pienso entonces,
mientras punteo sin cesar con el jab de
izquierda, que alguien que le aprecia le
estará mirando y temiendo lo peor para él. Que le llegue un golpe brutal que no
pueda esquivar, y bese la lona después
de uno de los ganchos que me hicieron famoso tiempo atrás. Pero enseguida me digo que este no es un
deporte para gente sensible, y que si
insisto en mis consideraciones piadosas, pronto puede llegarme un golpe
definitivo. Ese instante que yo he conocido en exceso en los últimos tiempos, cuando
se oye restallar una especie de latigazo,
y uno solo ve sobre su cabeza los destellos de una luz que parece ausentarse
por momentos, mientras todo gira y percibes en tu boca el acre sabor de una
sangre que sabes tuya, aunque no puedas precisar de dónde procede exactamente. Quizás él piensa lo mismo de mí, y ambos sin
saberlo jugamos un juego que los espectadores ignoran, como dos chicos perdidos
que sin quererlo se hacen daño por el amor de la misma mujer, mientras el sudor
les nubla la vista, y resoplan buscando un poco de aire. En el octavo asalto
ese aire escasea y ya estamos muy fatigados y mucho más lentos. Entonces puedo
percibir con más detalle las heridas y las tumefacciones de su cara, la agonía
de su jadeo por debajo del gruñido que emite cuando lanza un golpe. Las piernas
definitivamente me han abandonado y actúan totalmente por su cuenta, porque saben que la inmovilidad es letal en
nuestra profesión. Tengo ganas de acercarme y
decirle que es el momento de dejarlo, que me cuesta mantenerme en pie y
mover los brazos, que hay gente que sufre por nosotros. Pero el griterío del
público pidiendo sangre me lo impide, y
hace inútil todo intento de acuerdo, por lo que redoblo mis esfuerzos y me doy
cuenta de que un uppercut le ha alcanzado en la mandíbula y le ha hecho daño. Vacila
y retrocede, y aprovecho el preciso momento en el que trastabilla y parece que
se va a caer, para soltar sobre su cara una rápida serie de uno-dos que le
lanzan contra las cuerdas, para caer finalmente desmadejado sobre el tapiz mientras el árbitro termina la cuenta de diez. Me he puesto a dar saltos en el centro del
ring y he levantado los brazos después de golpearme el pecho con los guantes
como un energúmeno; luego me he acercado a él y le he ayudado a levantarse. ¡Buen golpe!, me ha dicho con un hilo de voz la
voz, con la cabeza gacha y el gesto
abatido de quien sabe que para él todo ha terminado. Me he visto a mi mismo en
la lona cualquier noche aciaga, y he buscado sus ojos tratando de decirle que, a
pesar de todo, quería ser su amigo.
(*) ex boxer
brother
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