Cuando entro en la farmacia, tengo la impresión de que realmente se
trata de una papelería, dónde tenía idea estaban especializados a la
venta de papel en resmas al por mayor. Sin embargo, acaba atendiéndome
una señora de cierta edad, que tiene todo el aspecto de boticaria, y que
me pide la prescripción. Le digo que vengo por el encargo que hizo mi
mujer el día anterior, aunque no sé de qué se trata. Me mira un tanto
sorprendida y dice que no recuerda, pero que va a enterarse al interior
por si acaso. Sale y me dice “aquí está”, y me ofrece unas cuantas
pastillas moradas en la palma de la mano. Le pido un frasco, paquete o
sobre, y me responde que “vienen sin paquete, porque son de fabricación
casera”. Me siento un tanto confundido, y acabo entrando en la rebotica,
donde un señor mayor con el pelo muy blanco y abundante parece preparar
las fórmulas que le piden. Me siento interesado por el proceso, pero me
llaman la atención unos panales de abejas que cuelgan del techo, como
si aquello se tratara en realidad de una colmena. El señor me dice que
no me preocupe, que sus abejas son muy dóciles y bien enseñadas, que él
es sobre todo apicultor. Apenas termina la frase, cae fulminado al
suelo por algo que tiene todo el aspecto de un accidente
cerebrovascular. Entra de nuevo la boticaria y dice “¡vaya, ya le ha
dado otra vez!”, y llama a un tal Fermín, el mancebo, que se presenta de
inmediato abriendo una trampilla en el suelo. Levanta al abuelo, lo
coloca a un lado y le da unos cachetes que enseguida le hacen efecto. El
buen señor se incorpora como si nada, y me sigue hablando de las
bondades de la miel y la jalea real, e incluso de la cera. La señora se
impacienta con mis pastillas en la mano, precisando que empiezan a
derretirse. Le digo que tenga la amabilidad de ponérmelas como mínimo en
un cucurucho, aunque sea de papel de estraza, a lo que acaba accediendo
un tanto a regañadientes. Fermín se ha vuelta a meter por el ojo de
buey, y enseguida empiezan a oírse provenientes del subsuelo,
unos golpes tremendos que parecen martillazos, pero con un toque sordo,
impropio de tal tipo de herramientas. Al momento vuelve a asomar la
cabeza por el tragaluz, y dirigiéndose al viejo le dice “don Julián,
esto no es tan sencillo como parecía: se resiste más de la cuenta”. Este
le responde que siempre ha sido un inútil, y que a quién se le ocurre
utilizar el mazo, que la misión que le había encomendado era de las más
sencillas que se pueden ordenar a un aprendiz de farmacia. Baja él por
fin al sótano y se oye un tremendo batacazo, por lo que colijo que el
anciano se ha caído de mala manera. Poco después, se oye un grito
espeluznante, un alarido que nos hiela a todos la sangre en las venas,
hasta el punto que el cucurucho de la farmacéutica se cae al suelo desde
y las píldoras se desparraman sin que yo pueda evitar pisarlas al
intentar recobrar el equilibrio, después de la impresión. Un instante
después, aparecen los dos por la lumbrera. Ambos con el rostro
ensangrentado y el viejo con un cuchillo en la mano. “Carmen, dice, es
la última vez que matamos al cerdo ahí abajo. Tenemos que decidirnos por
la carnicería y montarla legalmente, el que la farmacia y la papelería
no salieran adelante, no quiere decir que nuestros jamones no puedan
venderse como Dios manda”
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