miércoles, 18 de mayo de 2016

SÓTANOS

Cuando entro en la farmacia, tengo la impresión de que realmente se trata de una papelería, dónde tenía idea estaban especializados a la venta de papel en resmas al por mayor. Sin embargo, acaba atendiéndome una señora de cierta edad, que tiene todo el aspecto de boticaria, y que me pide la prescripción. Le digo que vengo por el encargo que hizo mi mujer el día anterior, aunque no sé de qué se trata. Me mira un tanto sorprendida y dice que no recuerda, pero que va a enterarse al interior por si acaso. Sale y me dice “aquí está”, y me ofrece unas cuantas pastillas moradas en la palma de la mano. Le pido un frasco, paquete o sobre, y me responde que “vienen sin paquete, porque son de fabricación casera”. Me siento un tanto confundido, y acabo entrando en la rebotica, donde un señor mayor con el pelo muy blanco y abundante parece preparar las fórmulas que le piden. Me siento interesado por el proceso, pero me llaman la atención unos panales de abejas que cuelgan del techo, como si aquello se tratara en realidad de una colmena. El señor me dice que no me preocupe, que sus abejas son muy dóciles y bien enseñadas, que él es sobre todo apicultor. Apenas termina la frase, cae fulminado al suelo por algo que tiene todo el aspecto de un accidente cerebrovascular. Entra de nuevo la boticaria y dice “¡vaya, ya le ha dado otra vez!”, y llama a un tal Fermín, el mancebo, que se presenta de inmediato abriendo una trampilla en el suelo. Levanta al abuelo, lo coloca a un lado y le da unos cachetes que enseguida le hacen efecto. El buen señor se incorpora como si nada, y me sigue hablando de las bondades de la miel y la jalea real, e incluso de la cera. La señora se impacienta con mis pastillas en la mano, precisando que empiezan a derretirse. Le digo que tenga la amabilidad de ponérmelas como mínimo en un cucurucho, aunque sea de papel de estraza, a lo que acaba accediendo un tanto a regañadientes. Fermín se ha vuelta a meter por el ojo de buey, y enseguida empiezan a oírse provenientes del subsuelo, unos golpes tremendos que parecen martillazos, pero con un toque sordo, impropio de tal tipo de herramientas. Al momento vuelve a asomar la cabeza por el tragaluz, y dirigiéndose al viejo le dice “don Julián, esto no es tan sencillo como parecía: se resiste más de la cuenta”. Este le responde que siempre ha sido un inútil, y que a quién se le ocurre utilizar el mazo, que la misión que le había encomendado era de las más sencillas que se pueden ordenar a un aprendiz de farmacia. Baja él por fin al sótano y se oye un tremendo batacazo, por lo que colijo que el anciano se ha caído de mala manera. Poco después, se oye un grito espeluznante, un alarido que nos hiela a todos la sangre en las venas, hasta el punto que el cucurucho de la farmacéutica se cae al suelo desde y las píldoras se desparraman sin que yo pueda evitar pisarlas al intentar recobrar el equilibrio, después de la impresión. Un instante después, aparecen los dos por la lumbrera. Ambos con el rostro ensangrentado y el viejo con un cuchillo en la mano. “Carmen, dice, es la última vez que matamos al cerdo ahí abajo. Tenemos que decidirnos por la carnicería y montarla legalmente, el que la farmacia y la papelería no salieran adelante, no quiere decir que nuestros jamones no puedan venderse como Dios manda”

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