Antes de meterme en la cama le dije que por favor me avisara y que
luego me llevara a la estación de madrugada, las vacaciones habían
terminado. Me miró con cara de sorpresa, como si no supiera que a esas
horas de la noche, y en aquel lugar, no había ningún medio de transporte
que yo pudiera utilizar. Así que no me quedaba otro remedio que
molestarle. Hizo un ademán ambiguo y se metió en su habitación. A la
hora prevista, me levanté y pude percibir sus ronquidos en la habitación
de al lado, totalmente ajeno a mi partida. No había dormido nada
temiendo que sucediese lo que efectivamente sucedió. Me vestí rápido,
cogí mi bolsa y salí a la carretera a ver si por casualidad, pasaba
algún coche. No me atrevía a molestarle pues su gesto de por la noche no
me había gustado nada y sabía como se las gastaba. Al cabo de un rato
pasó una camioneta renqueante y el conductor aceptó llevarme a la
estación a unos cuántos kilómetros de allí. Llovía torrencialmente y el
vehículo avanzaba con dificultad. El hombre aquél no volvió a abrir la
boca en todo el trayecto sino para emitir esporádicamente una especie de
chasquido desagradable y escupir por la ventana que entreabría. Al
llegar le pagué lo acordado y no respondió a mi despedida. La estación
parecía vacía, solo iluminada por unas débiles bombillas cubiertas con
una tapa de hojalata. Sin embargo, al entrar en el andén pude ver un
tren largísimo que parecía dispuesto a arrancar, pues la máquina
resoplaba soltando vapor con cierta desesperación, como si tuviera
dificultades para cumplir la tarea que se le había encomendado. Dentro
de los vagones, a través de los cristales medio empañados, pude observar
gran cantidad de niños y chicos jóvenes, que contrastando con el
sórdido ambiente exterior, parecían muy contentos, riendo y hablando a
gritos. Me pareció que uno de ellos me decía algo por señas gesticulando
un tanto angustiado, pero enseguida desaparició; tuve la
sensación de que eran extranjeros y parecían iniciar un viaje de recreo,
quizás a un campamento. Lo digo por el atuendo que llevaban: ropa
recia, sombreros, mochila, cantimplora, y supongo que botas de campo,
aunque no pude verlas por razones obvias. De todas maneras, algo me
llamó la atención, pues desentonaba con esa vestimenta. Y es que todos
llevaban en las manos unos enormes cuchillos plateados que brillaban en
la penumbra del interior. Decidí no subir y encaramado en un banco de
puntillas pude ver que los más pequeños iban desarmados, y parecían sin
embargo muy felices y confiados. El tren arrancó enseguida soltando un
fenomenal bufido. Me quedé un rato allí, solo en el andén, pues al
parecer nadie había venido a despedir a los chicos. Debía encontrarme en
un lugar de Alemania, o centroeuropeo: conocía los caracteres de los
carteles, pero no entendía nada. Lo que era más grave, no sabía donde
estaba ni a quién dirigirme. Cavilando, miré hacia el suelo, y sentí una
punzada de pánico cuando percibí con toda claridad un charco de sangre
entre los raíles.
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