miércoles, 18 de mayo de 2016

CANICHES

Cuando llegué al hotel, me informaron que Beatriz había salido, pero que su familia estaba en la habitación y me invitaba a subir. Lo hice y me abrió la puerta una señora de aspecto distinguido, que se presentó como su tía. Dentro estaba otra señora aún mayor en una silla de ruedas. No bajaba de los ochenta y me saludó como si la obligaran a hacerlo con una pistola en el pecho: era la madre. La tía me explicó que mi amiga había salido y que pronto volvería, al parecer tenía un antojo y quería comprarse un caniche. “Ella sin un caniche en brazos es poca cosa”, apuntilló la madre. Yo suponía que en aquél hotel estaban prohibidos los perros, pero no quise polemizar en ese sentido en la recién iniciada conversación.
La madre, después de saludarme, se dio la vuelta dándome la espalda, y se dedicó a mirar a través del amplio ventanal sobre la Castellana. “Esto ya no es lo que era”, dijo de una forma un tanto misteriosa, “menos árboles y más automóviles, eso es lo que haría falta”. Me di cuenta de inmediato que aquella mujer, además de inválida, estaba bastante demenciada, era accionista de General Motors o algo parecido. La tía me dijo que no hiciera caso y me sentara, que estaba segura que Beatriz pronto volvería, a lo que la madre añadió un “¡ja!” bastante significativo. La tía, que parecía una persona educada y razonable, se sentó conmigo en el vestíbulo y trató de darme conversación, al tiempo que sin preguntar nada me sirvió un botellín de agua tónica. Le puse un poco al corriente de mi antigua amistad con su sobrina, con quien coincidí una temporada en Hamburgo hacía muchos años, haciendo un master de informática, a lo que me respondió con un escueto “ya”, para después añadir que no sabía que su sobrina hubiera estado estudiando allí. La madre olvidó por un instante su contemplación, y sentenció “mi familia jamás ha pisado suelo alemán: son todos unos nazis, aunque ahora disimulen”.
De repente sentí ganas de ir al baño, y ya adentro al verme en el espejo, me di cuenta con horror que por mi boca empezaba a salir un líquido espeso y viscoso de color verdoso, que a pesar de mis esfuerzos empezó a descolgarse por el cuello, alcanzándome pronto la camisa. Era un flujo lento pero permanente, como si mi cuerpo se hubiera convertido en un volcán soltando una lava sorprendente. Grité espantado, y me presenté en el salón con el pecho recubierto por el mejunje, como si fuera un cuadro expresionista. La tía no se inquietó, le quitó importancia y dijo que me duchara, que aquella era una de las manifestaciones habituales de las personas cuando conocían a su hermana. Esta se encaró con ella y la llamó bruja.
En ese momento se abrió la puerta y apareció Beatriz. Beatriz ó quien fuera, porque a la recién llegada yo no la conocía de nada. Traía en brazos un perro espantoso con cara de perturbado, y una vez puesta al corriente de la situación por su tía, se dirigió a mí y me dijo “perdone, pero creo que se trata de una lamentable confusión. La Beatriz a la que usted se refiere debe estar en otra habitación, y en recepción se han confundido”. Luego quitó importancia a mi reacción, a la que calificó de alérgica, y me dio 200 euros para que me comprara otro traje, pidiéndome disculpas. Me despedí como buenamente pude y bajé a la calle en camiseta y aún con arcadas. La Castellana se había despoblado de árboles, y un tráfico intenso de vehículos de principios de siglo pasado transitaba enfurecido, obedeciendo al parecer al deseo de la vieja del hotel. Me dirigí a Urgencias de inmediato.

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