Cuando llegué al hotel, me informaron que Beatriz había salido, pero
que su familia estaba en la habitación y me invitaba a subir. Lo hice y
me abrió la puerta una señora de aspecto distinguido, que se presentó
como su tía. Dentro estaba otra señora aún mayor en una silla de ruedas.
No bajaba de los ochenta y me saludó como si la obligaran a hacerlo con
una pistola en el pecho: era la madre. La tía me explicó que mi amiga
había salido y que pronto volvería, al parecer tenía un antojo y quería
comprarse un caniche. “Ella sin un caniche en brazos es poca cosa”,
apuntilló la madre. Yo suponía que en aquél hotel estaban prohibidos los
perros, pero no quise polemizar en ese sentido en la recién iniciada
conversación.
La madre, después de saludarme, se dio la vuelta
dándome la espalda, y se dedicó a mirar a través del amplio ventanal
sobre la Castellana. “Esto ya no es lo que era”, dijo de una forma un
tanto misteriosa, “menos árboles y más automóviles, eso es lo que haría
falta”. Me di cuenta de inmediato que aquella mujer, además de inválida,
estaba bastante demenciada, era accionista de General Motors o algo
parecido. La tía me dijo que no hiciera caso y me sentara, que estaba
segura que Beatriz pronto volvería, a lo que la madre añadió un “¡ja!”
bastante significativo. La tía, que parecía una persona educada y
razonable, se sentó conmigo en el vestíbulo y trató de darme
conversación, al tiempo que sin preguntar nada me sirvió un botellín de
agua tónica. Le puse un poco al corriente de mi antigua amistad con su
sobrina, con quien coincidí una temporada en Hamburgo hacía muchos años,
haciendo un master de informática, a lo que me respondió con un escueto
“ya”, para después añadir que no sabía que su sobrina hubiera estado
estudiando allí. La madre olvidó por un instante su contemplación, y
sentenció “mi familia jamás ha pisado suelo alemán: son todos unos
nazis, aunque ahora disimulen”.
De repente sentí ganas de ir al
baño, y ya adentro al verme en el espejo, me di cuenta con horror que
por mi boca empezaba a salir un líquido espeso y viscoso de color
verdoso, que a pesar de mis esfuerzos empezó a descolgarse por el
cuello, alcanzándome pronto la camisa. Era un flujo lento pero
permanente, como si mi cuerpo se hubiera convertido en un volcán
soltando una lava sorprendente. Grité espantado, y me presenté en el
salón con el pecho recubierto por el mejunje, como si fuera un cuadro
expresionista. La tía no se inquietó, le quitó importancia y dijo que me
duchara, que aquella era una de las manifestaciones habituales de las
personas cuando conocían a su hermana. Esta se encaró con ella y la
llamó bruja.
En ese momento se abrió la puerta y apareció
Beatriz. Beatriz ó quien fuera, porque a la recién llegada yo no la
conocía de nada. Traía en brazos un perro espantoso con cara de
perturbado, y una vez puesta al corriente de la situación por su tía, se
dirigió a mí y me dijo “perdone, pero creo que se trata de una
lamentable confusión. La Beatriz a la que usted se refiere debe estar en
otra habitación, y en recepción se han confundido”. Luego quitó
importancia a mi reacción, a la que calificó de alérgica, y me dio 200
euros para que me comprara otro traje, pidiéndome disculpas. Me despedí
como buenamente pude y bajé a la calle en camiseta y aún con arcadas. La
Castellana se había despoblado de árboles, y un tráfico intenso de
vehículos de principios de siglo pasado transitaba enfurecido,
obedeciendo al parecer al deseo de la vieja del hotel. Me dirigí a
Urgencias de inmediato.
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