miércoles, 4 de mayo de 2016

EDUCACIONES

El padre Juan tenía la siguiente característica: daba las bofetadas a dos manos. No es algo poco significativo, y para verificarlo, ruego a quien me lea que lo intente. Ponga la palmas de ambas manos donde le plazca, siempre que entre ellas se encuentre colocado cualquier objeto, y a continuación déle de bofetadas con las dos manos, y verá como, aunque sencillo, al cabo del rato sentirá un malestar a la altura de los hombros y antebrazos por la repetición de un movimiento poco natural. Bien, ahora imagine que en lugar de dicho objeto está situada la cara de un niño de ocho años, y tendrá el escenario perfecto para una representación que tuvo lugar allá por los años cincuenta, con una frecuencia que decir cotidiana no sería exagerar demasiado. Bien, pues ese, grosso modo, era el proceder del padre Juan, un ser alto y extremadamente enjuto, que hacía cumplir las normas del colegio mediante la repetición de un ejercicio que, en otro lugar y circunstancias, podría haberse llamado simplemente, aplaudir. Pero no se trataba de eso. Para realizar tan poco recomendable ejercicio, al padre Juan le bastaba que los críos se desmandasen mínimamente o se limitaran a cumplir las aficiones que la edad les facilita, no que desconocieran el origen aristotélico de la escolástica tomista, es un decir. Claro que cabe la posibilidad que tal tipo de bofetadas bilaterales fuera debido a la conciencia del cura de que de hacerlo con una sola, el niño podía salir despedido aparatosamente hacia un lado, lo que la otra impedía: cuestión por lo tanto de simetría y prevención de riesgos. El padre Agustín era más sutil y refinado y su aspecto totalmente diferente. De estatura normal, y apuntando una obesidad en ciernes, era una persona en general alegre y bienhumorada, que mantenía con los chicos una relación cordial, aunque esporádicamente no podía renunciar a emplear alguno de los métodos correctivos al uso en aquella época, una caña corta de aproximadamente medio metro que, en cualquier caso, mantenía indefectiblemente sobre su mesa para que se tuviera en cuenta que más allá de su aparente bonhomía, estaba dispuesto a aplicar lo que en otro ambiente y con algunos aditivos, podría ser considerado como disciplina inglesa. Algo que, después de todo, si se piensa con cierta amplitud de miras, sería una buena introducción para algunos de aquellos chicos, cuyo futuro pudiera depararles el placer (o como pueda llamarse al hecho de agradecer ser vareado) susodicho, teniendo en cuenta que, según previsiones estadísticas, un 5% de los adultos lo practicará alguna vez en su vida. El padre Agustín no era violento en la utilización de su instrumento, y al golpear sobre la punta de los dedos o la palma de la mano, parecía estar rezando al mismo tiempo algún tipo de jaculatoria para ser absuelto de una acción que, sin ser estrictamente pecado, no le aproximaba desde luego al cielo que seguramente deseaba. Gastaba el pelo al cepillo, y en ese sentido era, sin saberlo, un tímido predecesor del fenómeno punk, que irrumpiría con fuerza en el continente europeo tiempo después con variantes más llamativas. El tercer cura en discordia, dispensador de estos regalos que la infancia de entonces se llevaba sin haberlo solicitado a los Reyes Magos, era el padre Mateo. Un hombre pequeño pero fornido, renegrido y en general malhumorado, que en ocasiones daba la impresión de ser un boxeador frustrado (del peso pluma, eso sí). Era un tipo súper activo que se atropellaba al hablar, como si quisiera decir demasiadas cosas al mismo tiempo, algo que solía acompañar con movimientos corporales espasmódicos y atléticos, que daban la impresión, cómo se dijo poco antes, de ser un púgil fajándose con un rival correoso de difícil afrontamiento. Claro que sus rivales de entonces éramos una panda de chiquillos aún legos en la masturbación, algo que, sin embargo, él debía intuir por propia experiencia, que no tardaría en irrumpir caudalosamente en nuestras vidas, y que se tomaba la libertad de corregir a priori. El método punitivo elegido por el padre Mateo era el más refinado, en cuanto que no a todo el mundo se le ocurriría, pero que proporcionaba un dolor difícilmente soportable. Consistía en coger al niño por las patillas y jalarlas hacia arriba, hasta que el catecúmeno daba unos alaridos incompatibles con la buena educación y el silencio requerido en el interior de un aula, momento en que el oficiante cedía momentáneamente, para insistir a continuación hasta que las lágrimas del chaval hacían evidente que el crimen del Gólgota debió de ser simplemente insoportable. Él sabría lo que hacía, después de todo, no dejaba de ser un representante de la organización que se hizo cargo de la herencia recibida entonces. El padre Mateo era sin duda el más temido, a pesar de su espíritu deportivo y su aparente conexión con los chiquillos, que podían ver en él a una figura a imitar en el futuro cuando los deportistas de elite fueran sus héroes incuestionables. Para finalizar, merece la pena mencionar a otros dos curas que afortunadamente no destacaban por su afición a someter a los chicos a lecciones ejemplarizantes de ese tipo, y en ese sentido merecen un recuerdo si no emocionado, sí agradecido, pues en aquella época tener dispuestas la caña, la regla o la mano, era síntoma de una educación que algunos en el exterior del colegio daban por bien administrada. Se trata del padre Lorenzo, buenísima persona, que trataba a los chicos con afecto y prescindía totalmente de los instrumentos habituales en los calabozos del castillo, aunque yo, que tuve siempre mal café, me obstinara entonces en verle un poco pepona, debido a los coloretes que parecían en sus mejillas, sin duda resultado de un sistema de irrigación periférica deficiente. Y luego estaba el padre Luis Gonzaga (como el santo), que todavía no debía ser cura, pero que les ayudaba, y del que lo único que recuerdo que era un buen jugador de fútbol, pues con la sotana remangada, alardeaba entre los chavales de sus habilidades despachando balonazos a diestro y siniestro. Ese era el colegio de los curas años cincuenta.

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