El padre Juan tenía la siguiente característica: daba las bofetadas a
dos manos. No es algo poco significativo, y para verificarlo, ruego a
quien me lea que lo intente. Ponga la palmas de ambas manos donde le
plazca, siempre que entre ellas se encuentre colocado cualquier objeto, y
a continuación déle de bofetadas con las dos manos, y verá como, aunque
sencillo, al cabo del rato sentirá un malestar a la altura de los
hombros y antebrazos por la repetición de un movimiento poco natural.
Bien, ahora imagine que en lugar de dicho objeto está situada la cara de
un niño de ocho años, y tendrá el escenario perfecto para una
representación que tuvo lugar allá por los años cincuenta, con una
frecuencia que decir cotidiana no sería exagerar demasiado. Bien, pues
ese, grosso modo, era el proceder del padre Juan, un ser alto y
extremadamente enjuto, que hacía cumplir las normas del colegio mediante
la repetición de un ejercicio que, en otro lugar y circunstancias,
podría haberse llamado simplemente, aplaudir. Pero no se trataba de eso.
Para realizar tan poco recomendable ejercicio, al padre Juan le bastaba
que los críos se desmandasen mínimamente o se limitaran a cumplir las
aficiones que la edad les facilita, no que desconocieran el origen
aristotélico de la escolástica tomista, es un decir. Claro que cabe la
posibilidad que tal tipo de bofetadas bilaterales fuera debido a la
conciencia del cura de que de hacerlo con una sola, el niño podía salir
despedido aparatosamente hacia un lado, lo que la otra impedía: cuestión
por lo tanto de simetría y prevención de riesgos. El padre Agustín era
más sutil y refinado y su aspecto totalmente diferente. De estatura
normal, y apuntando una obesidad en ciernes, era una persona en general
alegre y bienhumorada, que mantenía con los chicos una relación cordial,
aunque esporádicamente no podía renunciar a emplear alguno de los
métodos correctivos al uso en aquella época, una caña corta de
aproximadamente medio metro que, en cualquier caso, mantenía
indefectiblemente sobre su mesa para que se tuviera en cuenta que más
allá de su aparente bonhomía, estaba dispuesto a aplicar lo que en otro
ambiente y con algunos aditivos, podría ser considerado como disciplina
inglesa. Algo que, después de todo, si se piensa con cierta amplitud de
miras, sería una buena introducción para algunos de aquellos chicos,
cuyo futuro pudiera depararles el placer (o como pueda llamarse al hecho
de agradecer ser vareado) susodicho, teniendo en cuenta que, según
previsiones estadísticas, un 5% de los adultos lo practicará alguna vez
en su vida. El padre Agustín no era violento en la utilización de su
instrumento, y al golpear sobre la punta de los dedos o la palma de la
mano, parecía estar rezando al mismo tiempo algún tipo de jaculatoria
para ser absuelto de una acción que, sin ser estrictamente pecado, no le
aproximaba desde luego al cielo que seguramente deseaba. Gastaba el
pelo al cepillo, y en ese sentido era, sin saberlo, un tímido predecesor
del fenómeno punk, que irrumpiría con fuerza en el continente europeo
tiempo después con variantes más llamativas. El tercer cura en
discordia, dispensador de estos regalos que la infancia de entonces se
llevaba sin haberlo solicitado a los Reyes Magos, era el padre Mateo. Un
hombre pequeño pero fornido, renegrido y en general malhumorado, que en
ocasiones daba la impresión de ser un boxeador frustrado (del peso
pluma, eso sí). Era un tipo súper activo que se atropellaba al hablar,
como si quisiera decir demasiadas cosas al mismo tiempo, algo que solía
acompañar con movimientos corporales espasmódicos y atléticos, que daban
la impresión, cómo se dijo poco antes, de ser un púgil fajándose con un
rival correoso de difícil afrontamiento. Claro que sus rivales de
entonces éramos una panda de chiquillos aún legos en la masturbación,
algo que, sin embargo, él debía intuir por propia experiencia, que no
tardaría en irrumpir caudalosamente en nuestras vidas, y que se tomaba
la libertad de corregir a priori. El método punitivo elegido por el
padre Mateo era el más refinado, en cuanto que no a todo el mundo se le
ocurriría, pero que proporcionaba un dolor difícilmente soportable.
Consistía en coger al niño por las patillas y jalarlas hacia arriba,
hasta que el catecúmeno daba unos alaridos incompatibles con la buena
educación y el silencio requerido en el interior de un aula, momento en
que el oficiante cedía momentáneamente, para insistir a continuación
hasta que las lágrimas del chaval hacían evidente que el crimen del
Gólgota debió de ser simplemente insoportable. Él sabría lo que hacía,
después de todo, no dejaba de ser un representante de la organización
que se hizo cargo de la herencia recibida entonces. El padre Mateo era
sin duda el más temido, a pesar de su espíritu deportivo y su aparente
conexión con los chiquillos, que podían ver en él a una figura a imitar
en el futuro cuando los deportistas de elite fueran sus héroes
incuestionables. Para finalizar, merece la pena mencionar a otros dos
curas que afortunadamente no destacaban por su afición a someter a los
chicos a lecciones ejemplarizantes de ese tipo, y en ese sentido merecen
un recuerdo si no emocionado, sí agradecido, pues en aquella época
tener dispuestas la caña, la regla o la mano, era síntoma de una
educación que algunos en el exterior del colegio daban por bien
administrada. Se trata del padre Lorenzo, buenísima persona, que trataba
a los chicos con afecto y prescindía totalmente de los instrumentos
habituales en los calabozos del castillo, aunque yo, que tuve siempre
mal café, me obstinara entonces en verle un poco pepona, debido a los
coloretes que parecían en sus mejillas, sin duda resultado de un sistema
de irrigación periférica deficiente. Y luego estaba el padre Luis
Gonzaga (como el santo), que todavía no debía ser cura, pero que les
ayudaba, y del que lo único que recuerdo que era un buen jugador de
fútbol, pues con la sotana remangada, alardeaba entre los chavales de
sus habilidades despachando balonazos a diestro y siniestro. Ese era el
colegio de los curas años cincuenta.
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