Aquel tipo me cayó mal desde el
primer momento que le vi. Me lo había enviado Raquel porque ella no se
consideraba capaz de tratarlo. Las personas tan introvertidas como aquella no
le iban, y ante ellas se sentía inhibida, incluso tenía cierto miedo, como si
su silencio y sus monosílabos la intimidaran, pues pensaba que se trataba de
alguien verdaderamente perturbado y muy agresivo, que en un momento dado podía
causarle problemas, para los que se consideraba totalmente incapacitada. No
sabía como pasármelo sin provocarle un ataque
de ira, y me rogaba que hiciera todo lo posible para quedármelo, pues de
no ser así, lo iba a pasar muy mal, ya que estaba segura que regresaría para
pedirle explicaciones. Nada más verle, como dije más arriba, tuve la tentación
de despedirle sin contemplaciones. Todo en él me desagradaba, desde su cara de resabiado
hasta sus cuatro pelos colocados al bies tratando de hacer menos evidente una
calva que ya hacía inútil cualquier tratamiento. Sin embargo le hice pasar y le
dije que me contara qué le sucedía para
acudir a un psicólogo. Tardó un rato largo en contestarme, absolutamente
ajeno a mi pregunta, durante ese tiempo se dedicó a contemplar la consulta con
todo detenimiento, y me pareció que incluso trataba de averiguar el título en
el lomo de los libros de la biblioteca. Movía las manos nerviosamente, como si
trata de tranquilizarse o de enjugar un sudor nervioso. De pronto se giró hacia
mí y me dijo, totalmente ausente, “¿Cómo dice?”. Le repetí la pregunta, aunque
a punto estuve de mandarle a hacer puñetas, no te fastidia, pensé, el loco este
que viene en plan chuleta y además
pretende quedarse conmigo. Después de rehacerle la pregunta, volvió a
interesarse por mis estanterías, esta vez fijándose en los bilbelots y las
fotografías, incluso en un momento dado, se incorporó ligeramente y después de
mirar con detenimiento una estatuilla ecuestre que había adquirido en una
visita al hipódromo, me preguntó si se trataba de un caballo etrusco o persa, a
lo que, al borde de mi paciencia, estuve a punto de responderle que de un
familiar suyo a cuatro patas, pero acabé diciéndole que era una copia del
corcel de Taras Bulba en el Ermitage de San Petersburgo. Tras mi contestación
guardó un rato de silencio, algo que yo acepté distendido, viendo por donde
venían los tiros. Este gilipollas quería llevarme a su terreno y ser él quien llevara la voz cantante, por lo que
teniendo en cuenta de que todo tenía un límite, y que después de las sesiones,
yo hacía años que frecuentaba el gimnasio, y hacía pesas y entrenamiento
aeróbico, le dije que, dada su nula colaboración, la sesión había terminado, y
que puesto que allí no había testigos, y
que mi forma física era excelente, debía entregarme de inmediato setenta euros
y llamarme por teléfono si quería verme otro día, pues en caso contrario, iba a
salir de allí a la fuerza con algo más que malas maneras, si no se retrataba de
inmediato.
Octavio me llamó a los pocos días
solicitando una nueva entrevista y disculpándose vagamente por su actitud del
día anterior, que suponía había sido causada por su estado de ansiedad. Lo
acepté y le di cita para quince días después, pues tenía todas las horas
cogidas hasta entonces, y aunque me rogó que le buscara un hueco antes, fui
taxativo y le confirmé la fecha señalada como la única alternativa que tenía,
algo que finalmente aceptó aunque pareció afectado por la demora. La verdad es
que me estaba portando con él bastante mal, pues tenía horas de sobra para
recibirle incluso al día siguiente, pero quería que valorase la sesión y que no
la considerara poco menos como una visita al supermercado para hacer la compra.
De todas maneras no se me escapaba, para algo me servía mis años de
psicoanálisis didáctico, que también quería joderle un poco. No podía quitarme
de la cabeza su aire de autosuficiencia y su ridículo peinado a lo Anasagasti,
que me había empeñado en hacerlo desaparecer, tratando de convencerle de que debía
asumir su carencia de pelo para que se hiciera un rapado a lo Kojak, que le
sentaría mejor y estaba de moda. Me preguntaba por qué aceptaba a aquel tipo
por el que no sentía ninguna simpatía, y ni siquiera me valía el pretexto de
una posible defensa de Raquel, porque realmente no lo sentía así, por lo que
tuve que plantearme seriamente el objetivo de mi terapia con él. Finalment
llegué a la conclusión de que lo que en el fondo quería era darle caña, una
venganza personal de determinados personajes que habían existido en mi vida con
un parecido enorme a éste. Sin ir más lejos mi padre, por quien siempre sentí
una gran admiración al tiempo que una soterrada animadversión por su forma de
tratarme, pues ó simplemente me ignoraba ó me trataba como a un auténtico
lechuguino. No quise tampoco profundizar en mi relación apriorística con
Octavio, del que también me incomodaba ligeramente su nombre, pues aunque no
tenía nada contra Roma y sus emperadores, me parecía un tanto pretencioso y
fuera de lugar, por lo que supuse que su papaíto también tenía que haber sido
de aúpa. La situación para una terapia en condiciones, no eran desde luego la
idónea, sino más bien todo lo contrario, pero al menos contaba con la
conciencia de mi contratransferencia negativa, que siempre podía aclarar
ciertas situaciones engorrosas en el futuro, si la terapia continuaba. Por otro
lado, esta situación me permitiría a mi mismo elaborar determinados aspectos de
mi personalidad, que no lograba sacar adelante con mi propio terapeuta, como
por ejemplo, la importancia exagerada que doy al aspecto físico de las personas
que trato, hasta el punto que con frecuencia no importan lo que digan, sino
solo sus rasgos y formas de actuar y moverse, que en ocasiones me causaban una
antipatía profunda difícil de hacerla razonable. De esta manera, debo reconocer
que estaba dispuesto a empezar con el emperador romano de pacotilla, de una
manera muy poco convencional. De entrada, aunque permitiéndole un resumen lo
más sucinto posible de sus dificultades, pensaba tomar las riendas de a
situación de inmediato, no permitiéndole demasiadas bagatelas ni excursos
verbales, que en mi opinión, solo servirian para perder el tiempo. Iba a
agarrar al toro por los cuernos desde el primer día.
El tiempo de espera hasta la sesión de Octavio
se me hizo a mi mismo largo, pues no conociéndole en absoluto, debía reconocer que
tenía curiosidad en evaluar su evolución durante esos días de espera forzada, y
ver como lo había encajado. Me daba cuenta que tenía una curiosidad morbosa
hacia este individuo, lo que en un momento dado me hizo replantearme la
conveniencia de anular el tratamiento, pues era cada vez más consciente de que
más que querer ayudarle a él, era a mí a quien pretendía probar ante alguien
que paulatinamente se estaba convirtiendo en un objeto casi fóbico, con quien
sin duda tendría dificultades para relacionarme de una manera normal. La situación, sin embargo, suponía un
desafío al que no estaba dispuesto a renunciar. Quien sabe si mi experiencia
haría posible la formulación de nuevos enfoques de la terapia de orientación
psicoanalítica, y facilitaría una
ponencia en ese sentido, en un próximo Congreso de la Asociación Psicoanalítica
Internacional. Veríamos. Abrirle la puerta el día acordado, supuso para mí una
experiencia desagradable de entrada, pues de inmediato pude confirmar que
efectivamente su sola presencia física me molestaba, pero afortunadamente tras
unas palabras de saludo en el vestíbulo, le mandé tumbarse en el diván, desde
el que solo le veía parte de su perfil, y la cabeza, surcada
por sus cuatro repulsivos pelajos engominados. Antes de permitirle abrir la
boca, le dije sucintamente quien era yo, cual era el tipo de terapia que
practicaba, y algunas normas de nuestra relación que juzgaba conveniente
observar, para que las sesiones se desarrollaran adecuadamente. Le dije al
mismo tiempo que podía consultar mi web en internet, donde podía ponerse al
corriente de lo que yo en aquel momento le estaba adelantando. Para terminar mi
introducción, terminé diciéndole que yo practicaba un tipo de terapia breve, en
la cual debíamos marcarnos unos objetivos concretos en un plazo determinado,
finalizado el cual nos despediríamos fuera cual fuera el resultado. En este
punto me pareció escuchar una especie de gemido proveniente del diván, pero no
le hice demasiado caso, aunque me dio a entender que ese punto en concreto no
era de su agrado, pues posiblemente esperaba que le adoptase indefinidamente,
algo a lo que yo no estaba dispuesto en absoluto. Cuando le dejé hablar, apenas
llegó a decir algo coherente. Estaba mal, angustiado, fóbico, despersonalizado,
obsesivo y sufría ataques de pánico
frecuentes, pero sobre todo, no soportaba verse con la cabeza monda y lironda,
por lo que recurría a su absurdo peinado, desechando el uso del peluquín por
hortera, y recurría con frecuencia al empleo de todo tipo de gorros, boinas y
sombreros que ocultaran su cráneo. Aquí fui tajante y le dije que el próximo
día quería verle con la cabeza afeitada y lustrosa, y que si no se decidía, no
viniera, pues yo consideraba fundamental que aceptara su propia imagen aún en
los aspectos que juzgase más desfavorables. En principio pareció compungido,
pero pronto pude percibir que mi autoridad le sentaba bien, y que incluso
esbozó una medio sonrisa que pude percibir en la comisura de sus labios. Tenía
la impresión de que aquél hombre necesitaba que le guiaran ,incluso que le
ordenaran más que le aconsejaran ó templaran gaitas con él, y desde aquel
momento acepté a asumir el papel de Gran Timonel con aquel individuo, a quien,
al despedirme aquel día, empecé a considerar con mayor benevolencia.
Teníamos dos sesiones por semana,
suficientemente espaciadas para que a Octavio se le ocurriera algo que contar,
y porque de todas maneras era lo deseable en plan operativo. Durante un mes,
traté de que se diera cuenta donde estaba él situado y quien era yo, o para ser
más exactos, qué estaba yo dispuesto a hacer por él, cuales eran, grosso modo,
mis aptitudes y mis límites, y que siendo de alguna manera su director, no
estaba dispuesto a guiarle como a un borrego, pues le sobraba masa gris para
darse cuenta de lo que le pasaba. Tendría que acabar haciéndose cargo de sí
mismo, aunque se empeñara que otro le dijera qué era lo que tenía que hacer y
como salir del agujero, en donde en buena medida se había metido por si mismo
por no aceptarse como realmente era. ”Si rompes los cristales de un escaparate
o das de bofetadas al camarero de un bar, eres tú el responsable, o tus
neuronas o tu adrenalina, lo que se te ponga, pero ni yo, ni tu papá ni tu
mamá”, le dije un día un tanto exasperado cuando me habló de un impulso
irrefrenable a causar destrozos a troche y moche. ”Si sientes eso, tómate de
inmediato un par de orfidales y date un paseo: verás como resulta”, le acabé
diciendo, desmitificando de esta manera la ingesta de tranquilizantes que le
habían metido en la cabeza otros psico más ortodoxos. ”Mira, Octavio, conmigo
no vas a hallar la escena primaria, ni te vas a remontar a la época en que tu
mamá te destetó, ni siquiera al momento en que siguiendo un instinto asesino,
te uniste a la horda para cargarte a tu padre. Nada de Edipos ni historias
semejantes. Anna y el hombre de los lobos, a pesar de Freud, acabaron sus días
como cabras en un psiquiátrico, a ver si te enteras”. Lo cierto es que en
ocasiones yo me sentía arrebatado por impulsos de tipo mitinesco, y más que
hacerle recapacitar, me dedicaba a soltarle unos espiches furibundos en los que
ponía en entredicho las bases mismas de mi formación psicoanalítica, que por
aquel entonces empezó a fastidiarme más de la cuenta. Ese día, Octavio se
incorporó en el diván y se sentó, mirándome fijamente para decirme “Por fin he
encontrado a alguien que me habla con sinceridad y sin recurrir a los
academicismos de los ortodoxos, que me dejaban in albis”. Le ordené que se
sentara de inmediato, y que bajo ningún concepto llegara a suponerme un amigo
para salir de copas, pues a pesar de mis maneras desenvueltas y el estilo un
tanto procaz y barriobajero de mi lenguaje, no dejaba de ser su maestro, en
tanto no expirara nuestro contrato de cuatro meses. Nos habíamos fijado como
meta en su terapia, el abordaje de su angustia desde un punto de vista más
racional, de manera que sin dejar de sufrir los achuchones habituales, pudiera
llegar a considerarlos como algo “no tan malo”, lo que supuestamente sería el
primer paso para su desaparición. Un tanto contrito y contrariado, Octavio
volvió a tumbarse y suspiró como si lamentara algo, o acabara de hacer un
esfuerzo excesivo con resultados solo mediocres. En esos momentos, y tras
recobrar un poco el resuello, le dije que ya era suficiente por ese día y que
podía coger la gorra e irse. Para animarle y que no vagabundeara por las calles
de alrededor, como en alguna vez me contó que había hecho después de la sesión,
le dije que me encontraba satisfecho con el desarrollo de la terapia, pero que
sobre todo estaba muy contento con el nuevo aspecto de su cabeza, una vez
desembarazada de los cuatro pelos innobles que antes la adornaban, y le recordé
el gran éxito en la pantalla de Yul Brinner en los sesenta y setenta, en los
que llegó a ser Ramsés II.
A los pocos días recibí un correo de
Octavio, en el que me decía que había consultado mi página web, y que estaba
bastante entusiasmado por mi currículo, sobre todo al darse cuenta de que era
un terapeuta muy versátil, capaz de aplicar métodos distintos en función de los
pacientes, y que eso le gustaba. Que otra cosa hubiera sido si me hubiese
percibido como un psicoanalista escolástico, pues no estaba de acuerdo con los
enfoques rígidos de la personalidad humana, demasiado rica en su opinión para
tal tipo de abordajes. El día siguiente que nos vimos le vi aparecer un tanto
cariacontecido, algo que se debía, según me explicó de inmediato, a que
consideraba un atrevimiento haberme mandado el mensaje anterior, pues él no era
quien para opinar sobre mi enfoque terapéutico, y de hecho, estaría satisfecho
conmigo independientemente de mi versatilidad, pues lo mismo le hubiera
parecido si yo hubiese sido un filósofo perteneciente a la primera Patrística
cristiana. Tuve que pedirle que se callara, pues su locuacidad no nos llevaba a
ningún sitio. En mi opinión, le expliqué, el exceso de verbalizaciones
conduce es a una obnubilación de los
sentidos, como a mí empezaba a parecerme su discurso en aquellos momentos. A
continuación le indiqué se incorporara,
y se dirigiera al espejo de cuerpo entero que tenía en una esquina de la
habitación, y dándole un espejo de mano que solía utilizar mi madre en otros
tiempos cuando se acicalaba, le dije que sirviéndose de ambos, se auscultara el
cráneo con todo detenimiento, mientras yo me sentaba frente a él en una silla
de tijera oculta tras el aparador, y trataba de seguir sus evoluciones. Al
hacerlo parecía sufrir, y en algún momento observando alguna protuberancia ó
irregularidad de su cráneo, le oí quejarse como si acabara de ser consciente de
algo inasumible, cuando en realidad en
mi opinión, sus proporciones craneales eran bastante regulares, y podía
presumir de una cabeza que para sí quisieran todos los dolicocéfalos y algún
que otro emperador romano. No obstante, al observar que en cierto momento
comenzaba a gemir, le dije que era suficiente y que podía tumbarse, cosa que
hizo de inmediato, quedándose en silencio durante más de cinco minutos. Cuando
parecía reaccionar dispuesto a hacerme partícipe de sus emociones previas, le
dije que en mi opinión, ya era suficiente por ese día, y que estimaba más
adecuado que reflexionara en casa sobre lo experimentado, o incluso repitiera
el ejercicio y ampliara sus conclusiones, para lo que le presté el espejo de
mano de mamá, con la recomendación de que lo tratara con mimo, pues lo tenía en
mucho aprecio. Se negó en principio a levantarse e inició un amago de gimoteo
que corté de raíz: “¡te he dicho que te vayas!”, le grité fuera de mí, “¿ó es que debo
recordarte que voy al gimnasio todos los días?”.
Los días que siguieron a la última sesión con
Octavio fueron realmente extraños, y durante ellos experimenté una serie de
sentimientos que parecían inhabilitarme para la práctica terapéutica hasta tal punto, que decidí anular las
sesiones hasta recuperarme. Le dije a mi secretaria que llamase a los pacientes
y les avisara de la anulación hasta nuevo aviso, diciendo que tenía gripe. Sin
embargo, era consciente de que en los últimos tiempos estaba pasando por una
crisis personal que no sabía como solucionar, pues, de hecho, los consejos de
mi terapeuta parecían inútiles. En primer lugar, mi mente se hallaba totalmente
obsesionada con el caso de Octavio, al que por un lado trataba de ayudar, y por
otro de hundir aún más, y además, cada día me parecía más evidente la
inoperatividad de mi profesión, en la que había dejado de creer a pesar de mis
esfuerzos por recuperar la fe de otro tiempo. La verdad es que había comenzado
esta profesión como una manera de hacer algo en la vida, después de terminar
Psicología en la Complutense, y tras dos años de terapia con una señora
intrusista, que había abandonado su terapia a medias, cuando se dio cuenta que
era mucho más rentable hacer de terapeuta que de paciente, algo que me pareció
razonable, dada la crisis de fe, y la falta de confesores. Me había dedicado a
gente poco complicada, pues en el fondo yo no era sino un snob. Un dilettante
que realmente quería dar un sentido a su vida tratando a burguesitos, pero que
podía prescindir de un trabajo, porque siendo hijo único de familia rica, tenía
suficiente para vivir el resto de mis
días de la herencia en una cuenta corriente. Me consideraba ,no obstante a
estas alturas de mi vida como don Manuel Bueno, personaje de Unamuno, un
sacerdote cuya dificultad y drama consistía en que dudaba de Dios, algo que
ahora empezaba a pasarme a mí con el psicoanálisis, esencialmente porque no
veía en él una doctrina seria sino eminentemente literaria. Y porque, para
decir todo, la inmensa mayoría de mis pacientes acababan yéndose por
aburrimiento o agotamiento, aunque algunos mejoraran por el simple hecho de
tener un lugar donde desembuchar todo lo que no se atrevían a hacer en otro
lado. Pasé la mayor parte de esos días en la cama, no tenía ganas de levantarme
porque el mundo se me antojaba un sitio vulgar, en el que no tenía ganas de
pasar mucho más tiempo. Después de todo, llegué a pensar que el asunto
consistía no tanto en creer en algo, sino en aceptar lo que se cree sin
demasiadas preguntas. Darlo por bueno sin meterse en disquisiciones, ya sean
razonables ó retóricas. No meter por en medio la capacidad analítica de nuestra
mente, y abrazar lo que se nos presenta, como una manera de estar en el mundo
de la forma más idónea. Después de todo,
nadie ó casi nadie, pone en tela de juicio sus creencias de una forma seria,
las acepta y en todo caso busca lo que tienen de positivo para su existencia.
Llevaba ya cinco días en
la cama incapaz de hacer algo que no fuera darle vueltas al caso de Octavio,
aunque en realidad no sabía por qué, pues hasta ese momento todo transcurría
con bastante normalidad, y él parecía encontrarse algo mejor. Se sentía menos
ansioso y no había vuelto a sufrir ataques de pánico, si bien es cierto que se
tomaba no se qué medicación antidepresiva que le había mandado su psiquiatra
para ello. Algo me preocupaba, sin embargo, su cráneo no se me iba de la
cabeza, pues a pesar de estar de moda raparse, el hecho de ver durante una hora
la cruda realidad del casco de su masa gris, me producía un pavor insoportable,
como si tuviera delante de mí una calavera y por lo tanto la prueba irrefutable
del transcurrir del tiempo y la finitud de toda ilusión. Situarme ante la
conciencia de mi acabamiento se me hacía difícil de aguantar, y tampoco era
cuestión de decirle que en el diván se pusiera una boina, pues le confundiría y
haría patente mi obsesión. Sumergido en estas ideas me metí en internet, donde
pude encontrar gran cantidad de mensajes de mis pacientes, algunos preocupados
por mi salud y dándome ánimos, pero la mayoría quejumbrosos y e incluso
reprochándome mi bajo nivel de defensas. También había uno de Octavio que abrí
con cierta aprensión, pues no sabía como podía haber encajado la situación. Decía
así: “Querido Luis, espero que pronto te mejores. Te iba a proponer celebrar
una sesión por la web-cam, creo que a ambos nos vendría bien no prolongar la
espera demasiado. Comprendo que si tienes fiebre no podrá ser. Tengo la
impresión de que mi problema es también el tuyo, porque he visto la cara de
aprensión que tienes cuando “me miras el melón” (sic). Contéstame y en caso
afirmativo nos vemos por skype mañana a
las 19.00. Un saludo de tu paciente y admirador”. Me quedé perplejo y tuve que
tomarme un par de orfidales de inmediato con una copa de coñac. El hecho de que
me hubiera descubierto me dejaba totalmente desarmado y tampoco sabía como
podía evitar verle por internet al día siguiente, pues no era lógico que
tuviese fiebre cinco días después de mi baja. Me quedé profundamente dormido, y
cuando me desperté bordeando la medianoche, actué como un autómata. Me metí en
la duche, me enjaboné bien y me lavé la cabeza. A continuación, frente al
espejo del dormitorio, me corté el pelo con las tijeras de la cocina, se podía
decir que me trasquilé, y después me afeité la cabeza con crema y navaja hasta
dejármela monda y lironda como él. Tenía la impresión de vivir una especie de
ensoñación y no reconocerme en el espejo, pero al mismo tiempo me sentía de
alguna manera sumamente lúcido, como si el hecho de desprenderme de mi pelo, me
hubiera despejado y transportado a un lugar que siendo mi casa, era al mismo
tiempo la casa común de todos los dolientes. Mira por donde, me dije, los
terapeutas quizás nos complicamos excesivamente la vida y todo sea mucho más
sencillo: basta con cortarse el pelo de manera radical para que las neuronas
disfuncionales vuelvan a su sitio, y nos permitan llevar una vida satisfactoria
sin tener que recurrir a complejas teorías psicodinámicas. Al día siguiente a
la hora fijada, Octavio y yo nos vimos virtualmente, y según confesión mutua nos
sentimos estupendamente. Pudimos mirarnos el cráneo mutuamente sin ningún tipo
de desagrado, y quedamos para tomar una copa poco más tarde. Teníamos muchos
proyectos en la cabeza, de los cuales no era el menor crear un Gabinete de
Rasurados con fines exclusivamente terapéuticos. Dimos por terminada la
terapia. Él invitaba a cenar.
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