martes, 24 de mayo de 2016

TERAPIAS



Aquel tipo me cayó mal desde el primer momento que le vi. Me lo había enviado Raquel porque ella no se consideraba capaz de tratarlo. Las personas tan introvertidas como aquella no le iban, y ante ellas se sentía inhibida, incluso tenía cierto miedo, como si su silencio y sus monosílabos la intimidaran, pues pensaba que se trataba de alguien verdaderamente perturbado y muy agresivo, que en un momento dado podía causarle problemas, para los que se consideraba totalmente incapacitada. No sabía como pasármelo sin provocarle un ataque  de ira, y me rogaba que hiciera todo lo posible para quedármelo, pues de no ser así, lo iba a pasar muy mal, ya que estaba segura que regresaría para pedirle explicaciones. Nada más verle, como dije más arriba, tuve la tentación de despedirle sin contemplaciones. Todo en él me desagradaba, desde su cara de resabiado hasta sus cuatro pelos colocados al bies tratando de hacer menos evidente una calva que ya hacía inútil cualquier tratamiento. Sin embargo le hice pasar y le dije que me contara qué le sucedía para  acudir a un psicólogo. Tardó un rato largo en contestarme, absolutamente ajeno a mi pregunta, durante ese tiempo se dedicó a contemplar la consulta con todo detenimiento, y me pareció que incluso trataba de averiguar el título en el lomo de los libros de la biblioteca. Movía las manos nerviosamente, como si trata de tranquilizarse o de enjugar un sudor nervioso. De pronto se giró hacia mí y me dijo, totalmente ausente, “¿Cómo dice?”. Le repetí la pregunta, aunque a punto estuve de mandarle a hacer puñetas, no te fastidia, pensé, el loco este que viene en plan chuleta y  además pretende quedarse conmigo. Después de rehacerle la pregunta, volvió a interesarse por mis estanterías, esta vez fijándose en los bilbelots y las fotografías, incluso en un momento dado, se incorporó ligeramente y después de mirar con detenimiento una estatuilla ecuestre que había adquirido en una visita al hipódromo, me preguntó si se trataba de un caballo etrusco o persa, a lo que, al borde de mi paciencia, estuve a punto de responderle que de un familiar suyo a cuatro patas, pero acabé diciéndole que era una copia del corcel de Taras Bulba en el Ermitage de San Petersburgo. Tras mi contestación guardó un rato de silencio, algo que yo acepté distendido, viendo por donde venían los tiros. Este gilipollas quería llevarme a su terreno y ser él  quien llevara la voz cantante, por lo que teniendo en cuenta de que todo tenía un límite, y que después de las sesiones, yo hacía años que frecuentaba el gimnasio, y hacía pesas y entrenamiento aeróbico, le dije que, dada su nula colaboración, la sesión había terminado, y que puesto  que allí no había testigos, y que mi forma física era excelente, debía entregarme de inmediato setenta euros y llamarme por teléfono si quería verme otro día, pues en caso contrario, iba a salir de allí a la fuerza con algo más que malas maneras, si no se retrataba de inmediato.
Octavio me llamó a los pocos días solicitando una nueva entrevista y disculpándose vagamente por su actitud del día anterior, que suponía había sido causada por su estado de ansiedad. Lo acepté y le di cita para quince días después, pues tenía todas las horas cogidas hasta entonces, y aunque me rogó que le buscara un hueco antes, fui taxativo y le confirmé la fecha señalada como la única alternativa que tenía, algo que finalmente aceptó aunque pareció afectado por la demora. La verdad es que me estaba portando con él bastante mal, pues tenía horas de sobra para recibirle incluso al día siguiente, pero quería que valorase la sesión y que no la considerara poco menos como una visita al supermercado para hacer la compra. De todas maneras no se me escapaba, para algo me servía mis años de psicoanálisis didáctico, que también quería joderle un poco. No podía quitarme de la cabeza su aire de autosuficiencia y su ridículo peinado a lo Anasagasti, que me había empeñado en hacerlo desaparecer, tratando de convencerle de que debía asumir su carencia de pelo para que se hiciera un rapado a lo Kojak, que le sentaría mejor y estaba de moda. Me preguntaba por qué aceptaba a aquel tipo por el que no sentía ninguna simpatía, y ni siquiera me valía el pretexto de una posible defensa de Raquel, porque realmente no lo sentía así, por lo que tuve que plantearme seriamente el objetivo de mi terapia con él. Finalment llegué a la conclusión de que lo que en el fondo quería era darle caña, una venganza personal de determinados personajes que habían existido en mi vida con un parecido enorme a éste. Sin ir más lejos mi padre, por quien siempre sentí una gran admiración al tiempo que una soterrada animadversión por su forma de tratarme, pues ó simplemente me ignoraba ó me trataba como a un auténtico lechuguino. No quise tampoco profundizar en mi relación apriorística con Octavio, del que también me incomodaba ligeramente su nombre, pues aunque no tenía nada contra Roma y sus emperadores, me parecía un tanto pretencioso y fuera de lugar, por lo que supuse que su papaíto también tenía que haber sido de aúpa. La situación para una terapia en condiciones, no eran desde luego la idónea, sino más bien todo lo contrario, pero al menos contaba con la conciencia de mi contratransferencia negativa, que siempre podía aclarar ciertas situaciones engorrosas en el futuro, si la terapia continuaba. Por otro lado, esta situación me permitiría a mi mismo elaborar determinados aspectos de mi personalidad, que no lograba sacar adelante con mi propio terapeuta, como por ejemplo, la importancia exagerada que doy al aspecto físico de las personas que trato, hasta el punto que con frecuencia no importan lo que digan, sino solo sus rasgos y formas de actuar y moverse, que en ocasiones me causaban una antipatía profunda difícil de hacerla razonable. De esta manera, debo reconocer que estaba dispuesto a empezar con el emperador romano de pacotilla, de una manera muy poco convencional. De entrada, aunque permitiéndole un resumen lo más sucinto posible de sus dificultades, pensaba tomar las riendas de a situación de inmediato, no permitiéndole demasiadas bagatelas ni excursos verbales, que en mi opinión, solo servirian para perder el tiempo. Iba a agarrar al toro por los cuernos desde el primer día.
 El tiempo de espera hasta la sesión de Octavio se me hizo a mi mismo largo, pues no conociéndole en absoluto, debía reconocer que tenía curiosidad en evaluar su evolución durante esos días de espera forzada, y ver como lo había encajado. Me daba cuenta que tenía una curiosidad morbosa hacia este individuo, lo que en un momento dado me hizo replantearme la conveniencia de anular el tratamiento, pues era cada vez más consciente de que más que querer ayudarle a él, era a mí a quien pretendía probar ante alguien que paulatinamente se estaba convirtiendo en un objeto casi fóbico, con quien sin duda tendría dificultades para relacionarme de una manera  normal. La situación, sin embargo, suponía un desafío al que no estaba dispuesto a renunciar. Quien sabe si mi experiencia haría posible la formulación de nuevos enfoques de la terapia de orientación psicoanalítica, y  facilitaría una ponencia en ese sentido, en un próximo Congreso de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Veríamos. Abrirle la puerta el día acordado, supuso para mí una experiencia desagradable de entrada, pues de inmediato pude confirmar que efectivamente su sola presencia física me molestaba, pero afortunadamente tras unas palabras de saludo en el vestíbulo, le mandé tumbarse en el diván, desde el que solo  le  veía parte de su perfil, y la cabeza, surcada por sus cuatro repulsivos pelajos engominados. Antes de permitirle abrir la boca, le dije sucintamente quien era yo, cual era el tipo de terapia que practicaba, y algunas normas de nuestra relación que juzgaba conveniente observar, para que las sesiones se desarrollaran adecuadamente. Le dije al mismo tiempo que podía consultar mi web en internet, donde podía ponerse al corriente de lo que yo en aquel momento le estaba adelantando. Para terminar mi introducción, terminé diciéndole que yo practicaba un tipo de terapia breve, en la cual debíamos marcarnos unos objetivos concretos en un plazo determinado, finalizado el cual nos despediríamos fuera cual fuera el resultado. En este punto me pareció escuchar una especie de gemido proveniente del diván, pero no le hice demasiado caso, aunque me dio a entender que ese punto en concreto no era de su agrado, pues posiblemente esperaba que le adoptase indefinidamente, algo a lo que yo no estaba dispuesto en absoluto. Cuando le dejé hablar, apenas llegó a decir algo coherente. Estaba mal, angustiado, fóbico, despersonalizado, obsesivo y sufría ataques de  pánico frecuentes, pero sobre todo, no soportaba verse con la cabeza monda y lironda, por lo que recurría a su absurdo peinado, desechando el uso del peluquín por hortera, y recurría con frecuencia al empleo de todo tipo de gorros, boinas y sombreros que ocultaran su cráneo. Aquí fui tajante y le dije que el próximo día quería verle con la cabeza afeitada y lustrosa, y que si no se decidía, no viniera, pues yo consideraba fundamental que aceptara su propia imagen aún en los aspectos que juzgase más desfavorables. En principio pareció compungido, pero pronto pude percibir que mi autoridad le sentaba bien, y que incluso esbozó una medio sonrisa que pude percibir en la comisura de sus labios. Tenía la impresión de que aquél hombre necesitaba que le guiaran ,incluso que le ordenaran más que le aconsejaran ó templaran gaitas con él, y desde aquel momento acepté a asumir el papel de Gran Timonel con aquel individuo, a quien, al despedirme aquel día, empecé a considerar con mayor benevolencia. 
Teníamos dos sesiones por semana, suficientemente espaciadas para que a Octavio se le ocurriera algo que contar, y porque de todas maneras era lo deseable en plan operativo. Durante un mes, traté de que se diera cuenta donde estaba él situado y quien era yo, o para ser más exactos, qué estaba yo dispuesto a hacer por él, cuales eran, grosso modo, mis aptitudes y mis límites, y que siendo de alguna manera su director, no estaba dispuesto a guiarle como a un borrego, pues le sobraba masa gris para darse cuenta de lo que le pasaba. Tendría que acabar haciéndose cargo de sí mismo, aunque se empeñara que otro le dijera qué era lo que tenía que hacer y como salir del agujero, en donde en buena medida se había metido por si mismo por no aceptarse como realmente era. ”Si rompes los cristales de un escaparate o das de bofetadas al camarero de un bar, eres tú el responsable, o tus neuronas o tu adrenalina, lo que se te ponga, pero ni yo, ni tu papá ni tu mamá”, le dije un día un tanto exasperado cuando me habló de un impulso irrefrenable a causar destrozos a troche y moche. ”Si sientes eso, tómate de inmediato un par de orfidales y date un paseo: verás como resulta”, le acabé diciendo, desmitificando de esta manera la ingesta de tranquilizantes que le habían metido en la cabeza otros psico más ortodoxos. ”Mira, Octavio, conmigo no vas a hallar la escena primaria, ni te vas a remontar a la época en que tu mamá te destetó, ni siquiera al momento en que siguiendo un instinto asesino, te uniste a la horda para cargarte a tu padre. Nada de Edipos ni historias semejantes. Anna y el hombre de los lobos, a pesar de Freud, acabaron sus días como cabras en un psiquiátrico, a ver si te enteras”. Lo cierto es que en ocasiones yo me sentía arrebatado por impulsos de tipo mitinesco, y más que hacerle recapacitar, me dedicaba a soltarle unos espiches furibundos en los que ponía en entredicho las bases mismas de mi formación psicoanalítica, que por aquel entonces empezó a fastidiarme más de la cuenta. Ese día, Octavio se incorporó en el diván y se sentó, mirándome fijamente para decirme “Por fin he encontrado a alguien que me habla con sinceridad y sin recurrir a los academicismos de los ortodoxos, que me dejaban in albis”. Le ordené que se sentara de inmediato, y que bajo ningún concepto llegara a suponerme un amigo para salir de copas, pues a pesar de mis maneras desenvueltas y el estilo un tanto procaz y barriobajero de mi lenguaje, no dejaba de ser su maestro, en tanto no expirara nuestro contrato de cuatro meses. Nos habíamos fijado como meta en su terapia, el abordaje de su angustia desde un punto de vista más racional, de manera que sin dejar de sufrir los achuchones habituales, pudiera llegar a considerarlos como algo “no tan malo”, lo que supuestamente sería el primer paso para su desaparición. Un tanto contrito y contrariado, Octavio volvió a tumbarse y suspiró como si lamentara algo, o acabara de hacer un esfuerzo excesivo con resultados solo mediocres. En esos momentos, y tras recobrar un poco el resuello, le dije que ya era suficiente por ese día y que podía coger la gorra e irse. Para animarle y que no vagabundeara por las calles de alrededor, como en alguna vez me contó que había hecho después de la sesión, le dije que me encontraba satisfecho con el desarrollo de la terapia, pero que sobre todo estaba muy contento con el nuevo aspecto de su cabeza, una vez desembarazada de los cuatro pelos innobles que antes la adornaban, y le recordé el gran éxito en la pantalla de Yul Brinner en los sesenta y setenta, en los que llegó a ser Ramsés II.
A los pocos días recibí un correo de Octavio, en el que me decía que había consultado mi página web, y que estaba bastante entusiasmado por mi currículo, sobre todo al darse cuenta de que era un terapeuta muy versátil, capaz de aplicar métodos distintos en función de los pacientes, y que eso le gustaba. Que otra cosa hubiera sido si me hubiese percibido como un psicoanalista escolástico, pues no estaba de acuerdo con los enfoques rígidos de la personalidad humana, demasiado rica en su opinión para tal tipo de abordajes. El día siguiente que nos vimos le vi aparecer un tanto cariacontecido, algo que se debía, según me explicó de inmediato, a que consideraba un atrevimiento haberme mandado el mensaje anterior, pues él no era quien para opinar sobre mi enfoque terapéutico, y de hecho, estaría satisfecho conmigo independientemente de mi versatilidad, pues lo mismo le hubiera parecido si yo hubiese sido un filósofo perteneciente a la primera Patrística cristiana. Tuve que pedirle que se callara, pues su locuacidad no nos llevaba a ningún sitio. En mi opinión, le expliqué, el exceso de verbalizaciones conduce  es a una obnubilación de los sentidos, como a mí empezaba a parecerme su discurso en aquellos momentos. A continuación  le indiqué se incorporara, y se dirigiera al espejo de cuerpo entero que tenía en una esquina de la habitación, y dándole un espejo de mano que solía utilizar mi madre en otros tiempos cuando se acicalaba, le dije que sirviéndose de ambos, se auscultara el cráneo con todo detenimiento, mientras yo me sentaba frente a él en una silla de tijera oculta tras el aparador, y trataba de seguir sus evoluciones. Al hacerlo parecía sufrir, y en algún momento observando alguna protuberancia ó irregularidad de su cráneo, le oí quejarse como si acabara de ser consciente de algo inasumible,  cuando en realidad en mi opinión, sus proporciones craneales eran bastante regulares, y podía presumir de una cabeza que para sí quisieran todos los dolicocéfalos y algún que otro emperador romano. No obstante, al observar que en cierto momento comenzaba a gemir, le dije que era suficiente y que podía tumbarse, cosa que hizo de inmediato, quedándose en silencio durante más de cinco minutos. Cuando parecía reaccionar dispuesto a hacerme partícipe de sus emociones previas, le dije que en mi opinión, ya era suficiente por ese día, y que estimaba más adecuado que reflexionara en casa sobre lo experimentado, o incluso repitiera el ejercicio y ampliara sus conclusiones, para lo que le presté el espejo de mano de mamá, con la recomendación de que lo tratara con mimo, pues lo tenía en mucho aprecio. Se negó en principio a levantarse e inició un amago de gimoteo que corté de raíz: “¡te he dicho que te vayas!”,  le grité fuera de mí, “¿ó es que debo recordarte que voy al gimnasio todos los días?”.
 Los días que siguieron a la última sesión con Octavio fueron realmente extraños, y durante ellos experimenté una serie de sentimientos que parecían inhabilitarme para la práctica terapéutica  hasta tal punto, que decidí anular las sesiones hasta recuperarme. Le dije a mi secretaria que llamase a los pacientes y les avisara de la anulación hasta nuevo aviso, diciendo que tenía gripe. Sin embargo, era consciente de que en los últimos tiempos estaba pasando por una crisis personal que no sabía como solucionar, pues, de hecho, los consejos de mi terapeuta parecían inútiles. En primer lugar, mi mente se hallaba totalmente obsesionada con el caso de Octavio, al que por un lado trataba de ayudar, y por otro de hundir aún más, y además, cada día me parecía más evidente la inoperatividad de mi profesión, en la que había dejado de creer a pesar de mis esfuerzos por recuperar la fe de otro tiempo. La verdad es que había comenzado esta profesión como una manera de hacer algo en la vida, después de terminar Psicología en la Complutense, y tras dos años de terapia con una señora intrusista, que había abandonado su terapia a medias, cuando se dio cuenta que era mucho más rentable hacer de terapeuta que de paciente, algo que me pareció razonable, dada la crisis de fe, y la falta de confesores. Me había dedicado a gente poco complicada, pues en el fondo yo no era sino un snob. Un dilettante que realmente quería dar un sentido a su vida tratando a burguesitos, pero que podía prescindir de un trabajo, porque siendo hijo único de familia rica, tenía suficiente  para vivir el resto de mis días de la herencia en una cuenta corriente. Me consideraba ,no obstante a estas alturas de mi vida como don Manuel Bueno, personaje de Unamuno, un sacerdote cuya dificultad y drama consistía en que dudaba de Dios, algo que ahora empezaba a pasarme a mí con el psicoanálisis, esencialmente porque no veía en él una doctrina seria sino eminentemente literaria. Y porque, para decir todo, la inmensa mayoría de mis pacientes acababan yéndose por aburrimiento o agotamiento, aunque algunos mejoraran por el simple hecho de tener un lugar donde desembuchar todo lo que no se atrevían a hacer en otro lado. Pasé la mayor parte de esos días en la cama, no tenía ganas de levantarme porque el mundo se me antojaba un sitio vulgar, en el que no tenía ganas de pasar mucho más tiempo. Después de todo, llegué a pensar que el asunto consistía no tanto en creer en algo, sino en aceptar lo que se cree sin demasiadas preguntas. Darlo por bueno sin meterse en disquisiciones, ya sean razonables ó retóricas. No meter por en medio la capacidad analítica de nuestra mente, y abrazar lo que se nos presenta, como una manera de estar en el mundo de la forma  más idónea. Después de todo, nadie ó casi nadie, pone en tela de juicio sus creencias de una forma seria, las acepta y en todo caso busca lo que tienen de positivo para su existencia.
Llevaba ya cinco días en la cama incapaz de hacer algo que no fuera darle vueltas al caso de Octavio, aunque en realidad no sabía por qué, pues hasta ese momento todo transcurría con bastante normalidad, y él parecía encontrarse algo mejor. Se sentía menos ansioso y no había vuelto a sufrir  ataques de pánico, si bien es cierto que se tomaba no se qué medicación antidepresiva que le había mandado su psiquiatra para ello. Algo me preocupaba, sin embargo, su cráneo no se me iba de la cabeza, pues a pesar de estar de moda raparse, el hecho de ver durante una hora la cruda realidad del casco de su masa gris, me producía un pavor insoportable, como si tuviera delante de mí una calavera y por lo tanto la prueba irrefutable del transcurrir del tiempo y la finitud de toda ilusión. Situarme ante la conciencia de mi acabamiento se me hacía difícil de aguantar, y tampoco era cuestión de decirle que en el diván se pusiera una boina, pues le confundiría y haría patente mi obsesión. Sumergido en estas ideas me metí en internet, donde pude encontrar gran cantidad de mensajes de mis pacientes, algunos preocupados por mi salud y dándome ánimos, pero la mayoría quejumbrosos y e incluso reprochándome mi bajo nivel de defensas. También había uno de Octavio que abrí con cierta aprensión, pues no sabía como podía haber encajado la situación. Decía así: “Querido Luis, espero que pronto te mejores. Te iba a proponer celebrar una sesión por la web-cam, creo que a ambos nos vendría bien no prolongar la espera demasiado. Comprendo que si tienes fiebre no podrá ser. Tengo la impresión de que mi problema es también el tuyo, porque he visto la cara de aprensión que tienes cuando “me miras el melón” (sic). Contéstame y en caso afirmativo  nos vemos por skype mañana a las 19.00. Un saludo de tu paciente y admirador”. Me quedé perplejo y tuve que tomarme un par de orfidales de inmediato con una copa de coñac. El hecho de que me hubiera descubierto me dejaba totalmente desarmado y tampoco sabía como podía evitar verle por internet al día siguiente, pues no era lógico que tuviese fiebre cinco días después de mi baja. Me quedé profundamente dormido, y cuando me desperté bordeando la medianoche, actué como un autómata. Me metí en la duche, me enjaboné bien y me lavé la cabeza. A continuación, frente al espejo del dormitorio, me corté el pelo con las tijeras de la cocina, se podía decir que me trasquilé, y después me afeité la cabeza con crema y navaja hasta dejármela monda y lironda como él. Tenía la impresión de vivir una especie de ensoñación y no reconocerme en el espejo, pero al mismo tiempo me sentía de alguna manera sumamente lúcido, como si el hecho de desprenderme de mi pelo, me hubiera despejado y transportado a un lugar que siendo mi casa, era al mismo tiempo la casa común de todos los dolientes. Mira por donde, me dije, los terapeutas quizás nos complicamos excesivamente la vida y todo sea mucho más sencillo: basta con cortarse el pelo de manera radical para que las neuronas disfuncionales vuelvan a su sitio, y nos permitan llevar una vida satisfactoria sin tener que recurrir a complejas teorías psicodinámicas. Al día siguiente a la hora fijada, Octavio y yo nos vimos virtualmente, y según confesión mutua nos sentimos estupendamente. Pudimos mirarnos el cráneo mutuamente sin ningún tipo de desagrado, y quedamos para tomar una copa poco más tarde. Teníamos muchos proyectos en la cabeza, de los cuales no era el menor crear un Gabinete de Rasurados con fines exclusivamente terapéuticos. Dimos por terminada la terapia. Él invitaba a cenar.

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