Me encuentro en una ciudad, de eso no
cabe duda dada la proliferación de edificios y la existencia de calles entre ellos.
No obstante, vista desde el altozano donde me encuentro, y quizás por la evidencia
de un desierto de proporciones más que notables a su alrededor, tengo la
impresión de ser presa de una ilusión óptica, y tratarse quizás de un
espejismo. No es desde luego, un oasis, como suele ser frecuente para aquellos
que tras varios días de travesía sobre la arena, necesitan agua perentoriamente.
No se vislumbra un lago rodeado de palmeras ni se pueden ver, por lo tanto, a
los camelleros abrevando a sus animales. Parece una ciudad moderna, que si no fuera
por sus dimensiones modestas, un neófito tomaría por El Cairo, y otro poco
viajado, por cualquiera de las ciudades lujosa de los Emiratos Árabes, digamos
que Dubai. Pero no es así. El centro de la población es un inmenso edificio con
forma de cabeza humana, en la que se perciben a su alrededor miles de ventanas,
y una terraza que lo rodea en su totalidad. Asomados al atardecer, decenas de miles de personas,
parecen celebrar algo que no llego a adivinar, aunque es posible que se trate
de una despedida ritual del astro rey, a la que no estoy acostumbrado por
proceder de otras latitudes menos soleadas. En una de las galerías de los pisos
altos, se hacen evidentes a partir de cierto momento, grupos de deportistas que
aprovechan el perímetro del lugar y su buena iluminación, para mantener la
forma en las épocas del año donde en otras latitudes arrecia el frío, y las
bajas temperaturas impiden el entrenamiento. Destacan sobre todo los ciclistas,
con preferencia los pistards, que encuentran el lugar muy adecuado, pues el suelo está provisto de peralte. Luego,
cuando el muecín ya ha acabado sus prédicas, bajarán a la calle en grupos y
repondrán las calorías que les hacen falta a base de cuscús y cordero,
finalizando con unos dulces morunos con tantos hidratos de carbono, que
hubieran permitido al profeta completar la Hégira sin tocar el suelo. Me llaman
la atención algunos de entre ellos que, aprovechando supongo una apertura en el
muro que circunda la galería, salen disparados hacia lo alto en función de la
inercia de su fuerza centrífuga, y se pierden poco más allá sin que yo llegue a
ver el resultado de su osadía, cosa que sin embargo, no me es difícil de
imaginar, dado el peso no nulo de los deportistas y sus máquinas. En la parte
baja del singular edificio, erigido al parecer en conmemoración de la masa gris
de un cerebro que uno puede imaginar en su interior, parecen tener lugar
diversas celebraciones, siendo notable la afluencia de militares y de conjuntos
de bailarines, entre los que destacan los derviches. Por las calles laterales
afluyen a la plaza gentes de toda condición, vestida de manera que queda en
evidencia la existencia de clases sociales bien diferenciadas. Unos parecen
ataviados lujosamente con sedas, tafetanes, organdíes y damascos, y otros
visten con la humildad de los barrios periféricos. Al llegar allí, sin embargo,
mientras se eleva sobre sus cabezas la intrincada maraña de unos fuegos
artificiales de primera categoría, todos parecen responder a un mismo impulso,
y avenirse fraternalmente a la realización de un ritual que no logro precisar.
Decido bajar y unirme a la fiesta, aunque temo no ser bien acogido por razones
que no me atrevo a precisar, pero de las que me hago una somera idea.
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