Sabía que acabaría
sucediendo y que mi afición a investigar el subsuelo me llevaría a tener que
hacer frente a situaciones embarazosas. No se trataba únicamente de arriesgarme
a sufrir una caída peligrosa, sino a realizar hallazgos para los que más me
hubiera valido permanecer en la superficie. No obstante, tiempo atrás y de una
forma impensada, al transitar por una zona de la población donde los sótanos
son frecuentes, sentí un impulso irrefrenable de bajar y ver si allí podían
encontrarse elementos originales o
sorprendentes. Ya con anterioridad me había pasado lo mismo con los áticos y
las buhardillas, que me demostraron que en esos lugares se refugia gente de lo
más común, pero también personajes singulares, seres soñadores y con frecuencia
con la cabeza a pájaros. No fue por lo tanto nada nuevo encontrar en los
sótanos gente especial, por lo general varones sesudos e introvertidos que
habían hecho del estudio de la filosofía su forma de vida. Eran, por lo
general, hombres de mediana edad cuyo único objetivo era hallar el sentido de
la existencia, al que dedicaban largas horas sumergidos entre incunables,
legajos y pergaminos antiguos. Existiendo variantes, y no pudiéndose decir de
ningún modo que todos respondían al mismo patrón, el mero hecho de vivir por
debajo de nivel por donde el resto de los mortales pasea la suela de sus
zapatos, les había dotado de algunas características físicas comunes, pero
sobre todo, desagradables. Destacaban, entre otras, por tener una estatura muy
por debajo de la media, posiblemente como expresión de un cierto síndrome de
aplastamiento, una voz grave y un tanto cavernosa por razones obvias, y una
ausencia casi total de cuello, lo que les confería un aspecto que recordaba sin
lugar a dudas a el de un sapo. El tono
grisáceo y un tanto húmedo y verrugoso de su piel colaboraba a tal impresión.
Entre toda esta gente, sin embargo, destacaban algunos personajes que nada
tenían que ver con los anteriores, siendo su presencia reconfortante, al
demostrar que no se estaba produciendo una mutación generalizada entre los
habitantes del subsuelo. Precisamente en la calle mencionada más arriba,
sobresalía a determinadas horas la presencia de un antiguo suboficial de la
Armada que, navegante en tiempos pretéritos en buques de vela alrededor de todo el
mundo, aún conservaba en su rostro la melanina que el sol, la intemperie, y en
especial el yodo y el salitre de los océanos, habían trasladado a su piel.
Poseedor de una voz aflautada e incluso
un tanto meliflua para quien se supone que ordenó innumerables maniobras del
velamen, su presencia suponía una ráfaga de aire fresco en aquellos lugares,
donde de anochecida se percibía un intenso croar, más propio de las ranas que
de los sapos. Batracios anuros, no
obstante, ambos. Los días lluviosos o desapacibles se calaba su gorra
reglamentaria, y solía apostarse en lo alto de las escaleras que conducían a su
casa, dando toda la impresión de estar oteando el horizonte, por si se barruntaran
tormentas para las que era preciso estar preparado. En tales ocasiones, daba
gloria verle con su mostacho color canela y su pipa de espuma labrada con la
cabeza del Dios Neptuno, elevándose desde ella unas volutas de humo procedentes
de la combustión de un tabaco, comprado posiblemente en las tabernas de los
muelles de las antiguas colonias holandesas de Malasia. Tengo pues a estas alturas de mi existencia,
una idea bastante aproximada del tipo de vida que uno puede esperar en los
niveles superiores e inferiores. Me queda ahora investigar la que se encuentra
entre ambos mundos, que me temo sea mucho previsibles, no siendo de esperar la presencia
de cormoranes ni batracios, y mucho menos de insectos xilófagos.
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