viernes, 27 de mayo de 2016

XILÓFAGOS



Sabía que acabaría sucediendo y que mi afición a investigar el subsuelo me llevaría a tener que hacer frente a situaciones embarazosas. No se trataba únicamente de arriesgarme a sufrir una caída peligrosa, sino a realizar hallazgos para los que más me hubiera valido permanecer en la superficie. No obstante, tiempo atrás y de una forma impensada, al transitar por una zona de la población donde los sótanos son frecuentes, sentí un impulso irrefrenable de bajar y ver si allí podían encontrarse  elementos originales o sorprendentes. Ya con anterioridad me había pasado lo mismo con los áticos y las buhardillas, que me demostraron que en esos lugares se refugia gente de lo más común, pero también personajes singulares, seres soñadores y con frecuencia con la cabeza a pájaros. No fue por lo tanto nada nuevo encontrar en los sótanos gente especial, por lo general varones sesudos e introvertidos que habían hecho del estudio de la filosofía su forma de vida. Eran, por lo general, hombres de mediana edad cuyo único objetivo era hallar el sentido de la existencia, al que dedicaban largas horas sumergidos entre incunables, legajos y pergaminos antiguos. Existiendo variantes, y no pudiéndose decir de ningún modo que todos respondían al mismo patrón, el mero hecho de vivir por debajo de nivel por donde el resto de los mortales pasea la suela de sus zapatos, les había dotado de algunas características físicas comunes, pero sobre todo, desagradables. Destacaban, entre otras, por tener una estatura muy por debajo de la media, posiblemente como expresión de un cierto síndrome de aplastamiento, una voz grave y un tanto cavernosa por razones obvias, y una ausencia casi total de cuello, lo que les confería un aspecto que recordaba sin lugar a dudas a el de un  sapo. El tono grisáceo y un tanto húmedo y verrugoso de su piel colaboraba a tal impresión. Entre toda esta gente, sin embargo, destacaban algunos personajes que nada tenían que ver con los anteriores, siendo su presencia reconfortante, al demostrar que no se estaba produciendo una mutación generalizada entre los habitantes del subsuelo. Precisamente en la calle mencionada más arriba, sobresalía a determinadas horas la presencia de un antiguo suboficial de la Armada que, navegante en tiempos pretéritos en buques de vela alrededor de todo el mundo, aún conservaba en su rostro la melanina que el sol, la intemperie, y en especial el yodo y el salitre de los océanos, habían trasladado a su piel. Poseedor de una voz aflautada  e incluso un tanto meliflua para quien se supone que ordenó innumerables maniobras del velamen, su presencia suponía una ráfaga de aire fresco en aquellos lugares, donde de anochecida se percibía un intenso croar, más propio de las ranas que de los  sapos. Batracios anuros, no obstante, ambos. Los días lluviosos o desapacibles se calaba su gorra reglamentaria, y solía apostarse en lo alto de las escaleras que conducían a su casa, dando toda la impresión de estar oteando el horizonte, por si se barruntaran tormentas para las que era preciso estar preparado. En tales ocasiones, daba gloria verle con su mostacho color canela y su pipa de espuma labrada con la cabeza del Dios Neptuno, elevándose desde ella unas volutas de humo procedentes de la combustión de un tabaco, comprado posiblemente en las tabernas de los muelles de las antiguas colonias holandesas de Malasia.  Tengo pues a estas alturas de mi existencia, una idea bastante aproximada del tipo de vida que uno puede esperar en los niveles superiores e inferiores. Me queda ahora investigar la que se encuentra entre ambos mundos, que me temo sea mucho previsibles, no siendo de esperar la presencia de cormoranes ni batracios, y mucho menos de insectos xilófagos.

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