lunes, 16 de mayo de 2016

INSTANTÁNEAS



 PRIMERA.- El cuervo revolotea alrededor de mi ventana. Podría ser una urraca, en la distancia el blanco de sus alas no es tan evidente. En cualquier caso, es obvio que no se trata de un alimoche.  El pájaro aparece y desaparece como por encanto llevado por la brisa de la tarde, y supongo que por sus impulsos naturales, siendo ambos de natural muy energéticos. Se posa con frecuencia sobre la verja un tanto desvencijada de mi vecino; se trata de un chalet antiguo de cuando esta calle aún no había sido invadida por las excavadoras, es pues un reducto de un tiempo que se escapa. Otra vez la melancolía, me digo, como si todo tiempo pasado hubiera sido mejor. Ilusiones retroactivas que nos permiten situarnos en la realidad con cierta sensación de superioridad y desapego. A todo esto, la urraca, o lo que sea, no ha vuelto a aparecer. Quien sabe si su reconocida inteligencia le ha aconsejado buscar otros horizontes. El día es gris y un tanto opaco, pero estas aves tienen un sexto sentido que les orienta allá donde el porvenir todavía es posible. FIN

SEGUNDA.- La antena de televisión se yergue a trescientos metros de mi casa, desprovista de toda belleza. Es tan rígida como alta, y nada hay en ella que destaque, a no ser que alguien valore las minúsculas antenas que coronan su mástil y sus plataformas. Además es blancuzca y se confunde con el cielo grisáceo de la tarde. Nada destaca en ella, y solo en su punta sobresale la espiga de un pararrayos, atenta a los atardeceres que finalmente se enturbian, y acaban descargando un aguacero con gran aparato eléctrico. No obstante, en algunas ocasiones me quedo mirándola ensimismado, pues sé que oculta mucho más de lo que su apariencia expresa. Espero de esta manera el zigzag de los electrones llenando la diferencia de potencial entre la nube y la tierra, ese instante mágico que ilumina el horizonte y nos dice, a pesar de nuestro escepticismo, que todo es aún posible. Luego, cuando el viento de la tormenta cesa y el rayo ha agotado su trallazo, cierro tranquilamente la ventana y me recojo en las tareas mínimas  de la casa, a las que trato de investir de un fulgor que aún persiste en mi memoria. FIN




TERCERA.- Llaman a mi puerta desde la calle, y cuando respondo con pereza esperando que se trate del cartero o de un vendedor de ilusiones, oigo una voz templada y un tanto monocorde que me recuerda que el tiempo pasa y que debería tomar las medidas oportunas. “Tempus fugit”, me dice en primer lugar, y a continuación, como si fuera una letanía bien aprendida, “carpe diem”, con lo cual supongo que se trata de un representante de algún nuevo credo, tratando de convencerme de su verdad. No obstante, algo en el tono de su voz me hace abrirle, y poco después dejarle entrar en casa. Es un tipo joven que aún no llega a los treinta, bien parecido, con una belleza ambigua, pues a sus rasgos indudablemente varoniles, añade detalles más propios de un gineceo, un cuerpo sensual que una se siente tentada de investigar. Unas manos delicadas que al hablar se pierden delante de sus ojos como mariposas, y sobre todo unos ojos extraordinarios, oscuros y profundos, en los que una puede perderse, como si detrás de ellos se escondiera la promesa de un porvenir dichoso. No puedo dejar de mirarle…
Sé que permanecimos así durante horas, en las que si no recuerdo mal, después de saludarnos no volvió a abrir la boca hasta que inopinadamente se levantó y se fue. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero aún le sigo esperando. FIN

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