Querido Javier, no sabes lo mal que lo estoy pasando estos días
acordándome de ti. Eres un incrédulo, lo sé porque te he conocido
durante el tiempo suficiente para entenderte, aunque tú no me hablaras
de esas cosas; pero sólo te cuento lo que yo siento. El otro día, el día
del tránsito, tú sabes, no temblaba solo por el dolor de mis pobres
huesos, sino por el que sabía que iba a causarte al despedirnos
definitivamente. Era algo esperado por ti hace bastante tiempo, y desde
que lo supiste, no dejé ni un día de observar en tu mirada una tristeza
que no podías ocultarme a pesar de tus cuidados y tu dedicación día tras
día.
He sido tan feliz de conocerte y compartir contigo tantos
momentos dichosos, que a pesar de los últimos tiempos y el final
esperado, quisiera de todo corazón que para nada te sientas culpable de
mi ausencia. A veces me he preguntado qué hubiera sido mi vida sin ti y
tu familia, Chus y las niñas, que tan bien se portaron conmigo, incluso
en los momentos en los que seguramente se me podrían reprochar bastantes
cosas. Estoy en un lugar extraño y trato de acostumbrarme, aunque no
estéis vosotros. Hay muchos como yo, y en general, parecen un tanto
abatidos, pero los que ya son veteranos aquí, dicen que con el tiempo
todo se va apaciguando, y a la postre, solo queda un sentimiento
dulcísimo de amor por quienes nos han cuidado e hicieron que nuestros
días a su lado hayan sido una especie de paraíso en la Tierra.
Siempre
recordaré aquellas tardes maravillosas de primavera que me sacabas a
pasear, cuando el mundo a tu lado parecía un lugar encantado solo hecho
para aquellos instantes. Aunque tú no te dieras cuenta, y charlaras con
otros ó te enfrascaras en tus libros o tu música, en ocasiones te
miraba con algo más que puro orgullo, con la comprensión de tu bondad
al estar conmigo y cuidarme tanto. Tú sabes que soy un samoyedo, de la
estirpe de los huskies, esos perros de raza acostumbrados a tirar
infatigablemente de los trineos, y en mi mente primitiva, en ocasiones
se me representaba el esfuerzo sobre la nieve y el jadeo de largas
jornadas, en las que de vez en cuando algunos morían reventados. Por
eso, en ocasiones me resultaban incomprensibles tus buenas maneras,
acostumbrado a la voz amable pero exigente de los inuits, y al chasquido
del látigo. Aún recuerdo aquellos días de principio de verano en que
decidías aliviarme de los rigores del calor, y me hacías pasar unos
momentos de sonrojo, valga la expresión, cuando os dedicabais a
trasquilarme como a una oveja, y al salir a la calle, tenía la sensación
de ser poco más que un caniche. Luego os lo agradecía, y no me
importaba haberme desprendido del pelo, después de todo, lo que a los de
mi raza nos ha hecho famosos.
Sé que siempre quedará en
nosotros esa punzada del dolor de la ausencia, pero también estoy seguro
que charlarás conmigo algunos días, cuando el sol ya se ponga y
regreses a casa sin mí, y sonrías recordando algunos momentos que
vivirán para siempre en nosotros. Acuérdate de mí algunas tardes cuando
llegue el invierno, y el dolor de estar vivo se haga evidente. Yo
siempre me acordaré de ti, querido Javier, desde mi cielo.
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