miércoles, 18 de mayo de 2016

CIELOS

Querido Javier, no sabes lo mal que lo estoy pasando estos días acordándome de ti. Eres un incrédulo, lo sé porque te he conocido durante el tiempo suficiente para entenderte, aunque tú no me hablaras de esas cosas; pero sólo te cuento lo que yo siento. El otro día, el día del tránsito, tú sabes, no temblaba solo por el dolor de mis pobres huesos, sino por el que sabía que iba a causarte al despedirnos definitivamente. Era algo esperado por ti hace bastante tiempo, y desde que lo supiste, no dejé ni un día de observar en tu mirada una tristeza que no podías ocultarme a pesar de tus cuidados y tu dedicación día tras día.
He sido tan feliz de conocerte y compartir contigo tantos momentos dichosos, que a pesar de los últimos tiempos y el final esperado, quisiera de todo corazón que para nada te sientas culpable de mi ausencia. A veces me he preguntado qué hubiera sido mi vida sin ti y tu familia, Chus y las niñas, que tan bien se portaron conmigo, incluso en los momentos en los que seguramente se me podrían reprochar bastantes cosas. Estoy en un lugar extraño y trato de acostumbrarme, aunque no estéis vosotros. Hay muchos como yo, y en general, parecen un tanto abatidos, pero los que ya son veteranos aquí, dicen que con el tiempo todo se va apaciguando, y a la postre, solo queda un sentimiento dulcísimo de amor por quienes nos han cuidado e hicieron que nuestros días a su lado hayan sido una especie de paraíso en la Tierra.
Siempre recordaré aquellas tardes maravillosas de primavera que me sacabas a pasear, cuando el mundo a tu lado parecía un lugar encantado solo hecho para aquellos instantes. Aunque tú no te dieras cuenta, y charlaras con otros ó te enfrascaras en tus libros o tu música, en ocasiones te miraba con algo más que puro orgullo, con la comprensión de tu bondad al estar conmigo y cuidarme tanto. Tú sabes que soy un samoyedo, de la estirpe de los huskies, esos perros de raza acostumbrados a tirar infatigablemente de los trineos, y en mi mente primitiva, en ocasiones se me representaba el esfuerzo sobre la nieve y el jadeo de largas jornadas, en las que de vez en cuando algunos morían reventados. Por eso, en ocasiones me resultaban incomprensibles tus buenas maneras, acostumbrado a la voz amable pero exigente de los inuits, y al chasquido del látigo. Aún recuerdo aquellos días de principio de verano en que decidías aliviarme de los rigores del calor, y me hacías pasar unos momentos de sonrojo, valga la expresión, cuando os dedicabais a trasquilarme como a una oveja, y al salir a la calle, tenía la sensación de ser poco más que un caniche. Luego os lo agradecía, y no me importaba haberme desprendido del pelo, después de todo, lo que a los de mi raza nos ha hecho famosos.
Sé que siempre quedará en nosotros esa punzada del dolor de la ausencia, pero también estoy seguro que charlarás conmigo algunos días, cuando el sol ya se ponga y regreses a casa sin mí, y sonrías recordando algunos momentos que vivirán para siempre en nosotros. Acuérdate de mí algunas tardes cuando llegue el invierno, y el dolor de estar vivo se haga evidente. Yo siempre me acordaré de ti, querido Javier, desde mi cielo.

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