Llegada la tarde,
me escondía en mi refugio de la terraza;
daba a poniente y el sol trasladaba
hasta ella la luz que el día le escatimó. En aquél lugar, no sé por qué fenómeno meteorológico,
encantamiento o casualidad que desmentían las estadísticas, la luz se hacía más
intensa al caer la tarde. No digo más
fuerte, y quizás más intensa no sea lo apropiado, aunque uno tuviera esa
sensación en contraste con la cicatería con la que se había prodigado durante
el día, en general abundante de cúmulos más o menos amenazadores. Quizás la
palabra adecuada sea “evidente”, la luz en la terraza era más evidente que
nunca al caer la tarde, y además era fiel a la cita no sé por qué extrañas
ataduras con aquel lugar, donde me sumergía y dejaba vagar mi imaginación, abstrayéndome
o dejando vagar la mirada a través de la amplia cristalera, casi a contraluz, en
una posición que otros hubieran juzgado incómoda, pero que a mí me parecía la más adecuada para las ensoñaciones
que me ocupaban a partir de entonces. Solía
tumbarme en una especie de hamaca de mimbre sobre unos cojines que acogían mi cuerpo con la
blandura que se espera cuando el momento va a prolongarse, y uno no quiere contrastes hirientes entre lo que
piensa y lo que siente.
A esa horas la
casa solía estar casi vacía o sus moradores desperdigados por las estancias de
otros pisos, así que sin demasiadas interferencias, mi mente se adentraba por los territorios del espíritu que aquél día
quisieran hacerse presentes. No tenía
temas fijos, aunque debo confesar que en general, pronto me dejaba invadir por
una melancolía soñadora, de la que era incapaz de precisar sus motivos. Incluso
en algunos momentos me perdía en evocaciones de otro tiempo y lloraba con una
tristeza dulcísima, si tal cosa es
posible. No se trataba de recuerdos
concretos, de relaciones conflictivas, o de amores fallidos. Era simplemente como si me alcanzase algo que
no podía definir envolviéndome con un
dolor que me era ajeno, y si no ajeno, sí desconocido, por más que intentase hacerlo
mío y de esa manera poder comprenderlo. En algunas ocasiones, tan profundo era
el sentimiento, que gemía mientras mi mirada se perdía por encima de los sauces
y el magnolio del jardín, hasta un horizonte de lomas suaves más allá de las
enormes chimeneas de la fábrica. Gemía, y sin embargo, al mismo tiempo, se
apoderaba de mí una dulzura inexplicable,
como si en ese momento, el mero hecho de vivir suscitara en mi interior una
emoción que me desbordaba. Respiraba y
cerraba los ojos, temiendo que mi emoción trascendiese más allá de la puerta. Quería
disfrutar todos los días de aquellaa posesión, que a pesar del dolor que me
invadía me trasladaba a una región donde el puro hecho de existir se hacía posible,
y no quería que nadie lo interrumpiese y se rompiera el hechizo.
El tiempo
parecía transcurrir lentamente mientras yo me demoraba en fantasías que nada
tenían que ver con mi mundo cotidiano. Entrecerraba los ojos y percibía colores
y sonidos llegados de no se sabe dónde, y hasta fragancias ajenas a los olores
familiares. E incluso en ocasiones creía
percibir con mis dedos texturas desconocidas que hacían volar mi imaginación a
lugares recónditos de Oriente.
Después me
quedaba dormido, y alguien me despertaba, aunque debo decir, que siempre con cautela,
como si mi sueño mereciera por parte de los demás un respeto del que tampoco
sabía sus causas: debían suponerme un
fantasioso que necesitaba aislarse para rehacerse, y que la noche que pronto
llegaba le acogiera con las fuerzas suficientes para, llegado el día, seguir
viviendo. En algunas ocasiones, pocas afortunadamente,
me despertaba de mi ensoñación bruscamente y a oscuras, como si el cielo y la
noche se hubieran desplomado de repente, y me hubieran enterrado en un lugar
del que desconocía la salida. A veces se acercaba el doctor y me tranquilizaba,
me decía palabras amables y ponía su mano en mi frente empapada de sudor, o me recitaba algún poema de Kavafis, que era
mi poeta preferido.
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