viernes, 20 de mayo de 2016

KAVAFIS



Llegada la tarde,  me escondía en mi refugio de la terraza; daba a poniente y  el sol trasladaba hasta ella la luz que  el día le escatimó.  En aquél lugar, no sé por qué fenómeno meteorológico, encantamiento o casualidad que desmentían las estadísticas, la luz se hacía más intensa al caer la tarde.  No digo más fuerte, y quizás más intensa no sea lo apropiado, aunque uno tuviera esa sensación en contraste con la cicatería con la que se había prodigado durante el día, en general abundante de cúmulos más o menos amenazadores. Quizás la palabra adecuada sea “evidente”, la luz en la terraza era más evidente que nunca al caer la tarde, y además era fiel a la cita no sé por qué extrañas ataduras con aquel lugar, donde me sumergía y dejaba vagar mi imaginación, abstrayéndome o dejando vagar la mirada a través de la amplia cristalera, casi a contraluz, en una posición que otros hubieran juzgado incómoda, pero que a mí  me parecía la más adecuada para las ensoñaciones que me ocupaban a partir de entonces.  Solía tumbarme en una especie de hamaca de mimbre sobre  unos cojines que acogían mi cuerpo con la blandura que se espera cuando el momento va a prolongarse,  y uno no quiere contrastes hirientes entre lo que piensa y lo que siente. 
A esa horas la casa solía estar casi vacía o sus moradores desperdigados por las estancias de otros pisos, así que sin demasiadas interferencias,  mi mente se adentraba por los  territorios del espíritu que aquél día quisieran hacerse presentes.  No tenía temas fijos, aunque debo confesar que en general, pronto me dejaba invadir por una melancolía soñadora, de la que era incapaz de precisar sus motivos. Incluso en algunos momentos me perdía en evocaciones de otro tiempo y lloraba con una tristeza dulcísima, si  tal cosa es posible.  No se trataba de recuerdos concretos,  de relaciones conflictivas,  o de amores fallidos.  Era simplemente como si me alcanzase algo que no podía definir  envolviéndome con un dolor que me era ajeno, y si no ajeno, sí desconocido, por más que intentase hacerlo mío y de esa manera poder comprenderlo. En algunas ocasiones, tan profundo era el sentimiento, que gemía mientras mi mirada se perdía por encima de los sauces y el magnolio del jardín, hasta un horizonte de lomas suaves más allá de las enormes chimeneas de la fábrica. Gemía, y sin embargo, al mismo tiempo, se apoderaba de mí  una dulzura inexplicable, como si en ese momento, el mero hecho de vivir suscitara en mi interior una emoción que me desbordaba.  Respiraba y cerraba los ojos, temiendo que mi emoción trascendiese más allá de la puerta. Quería disfrutar todos los días de aquellaa posesión, que a pesar del dolor que me invadía me trasladaba a una región donde el puro hecho de existir se hacía posible, y no quería que nadie lo interrumpiese y se rompiera el hechizo.
El tiempo parecía transcurrir lentamente mientras yo me demoraba en fantasías que nada tenían que ver con mi mundo cotidiano. Entrecerraba los ojos y percibía colores y sonidos llegados de no se sabe dónde, y hasta fragancias ajenas a los olores familiares.  E incluso en ocasiones creía percibir con mis dedos texturas desconocidas que hacían volar mi imaginación a lugares recónditos de Oriente.
Después me quedaba dormido, y alguien me despertaba, aunque debo decir, que siempre con cautela, como si mi sueño mereciera por parte de los demás un respeto del que tampoco sabía sus causas:   debían suponerme un fantasioso que necesitaba aislarse para rehacerse, y que la noche que pronto llegaba le acogiera con las fuerzas suficientes para, llegado el día, seguir viviendo.  En algunas ocasiones, pocas afortunadamente, me despertaba de mi ensoñación bruscamente y a oscuras, como si el cielo y la noche se hubieran desplomado de repente, y me hubieran enterrado en un lugar del que desconocía la salida. A veces se acercaba el doctor y me tranquilizaba, me decía palabras amables y ponía su mano en mi frente empapada de sudor,  o me recitaba algún poema de Kavafis, que era mi poeta preferido. 

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