Mamá siempre fue muy menuda, pero viéndola por última vez, me pareció una
muñeca de porcelana. Había llegado a última hora y apenas tuve tiempo para
verla, porque el entierro estaba fijado para media hora después. Me avisaron
tarde y salí en el primer avión que pude. Al parecer los acontecimientos se
habían precipitado inesperadamente. Al ver a mi familia reunida en el tanatorio,
lo que más me sorprendió fue su actitud: nadie parecía realmente afectado, y
daban la impresión de estar asistiendo a un mero trámite. Es cierto que era
algo esperado desde hacía tiempo, pero me impresionó percibir como nos
blindamos en situaciones que de otra manera serían casi insoportables. Estoy
seguro que yo mismo les transmití también esa sensación, pues ya en el avión poco antes de aterrizar, algo
en mi interior se cerró para no reconocer que aquello que estaba viviendo era
un hecho real y no un sueño. Intenté abstraerme de aquellos pensamientos
insidiosos, y conversé durante un rato con mis hermanos. Palabras rutinarias
sobre su enfermedad, las complicaciones de los últimos momentos, los médicos
que la atendieron, la funeraria, etc…, pero era evidente que todos tratábamos
de alejar nuestros auténticos sentimientos de nuestras cabezas, como si tal
cosa fuera la última estrategia a la que podíamos recurrir para no hundirnos.
Poco antes de que cerraran el ataúd, me acerqué de nuevo y estuve contemplándola con mucho detenimiento,
tratando de grabar en mi memoria hasta los mínimos detalles de su rostro,
apenas alterados por la rigidez de su cadáver. Me llamó sobre todo la atención
el hecho de que de alguna manera parecía sonreír, como si en el momento del
tránsito hubiera percibido algo que la hacía feliz. No era la expresión
habitual de mamá, normalmente seria y poco expresiva, sino de la mamá de los
días dichosos, en los que nos volvía a ver tras un largo período de separación,
o cuando recibía a sus nietos, nuestros hijos. Sentí en esos momentos unas
ganas enormes de llorar y expresar allí mismo todo el amor que me suscitaba
aquel ser del que me despedía, pero me contuve como pude a pesar del dolor que
la represión provocó en mi pecho. Los otros también estaban a mi lado, y pude
percibir que, como yo, trataban de disimular la emoción que les embargaba.
Me acordé también de papá, muerto hacía ya mucho tiempo, pero no fue nada
parecido. De hecho dos de mis hermanos ni siquiera se presentaron por razones
que nunca llegué a entender, aunque en alguna ocasión se habían disculpado
vagamente aduciendo razones de lejanía o de dificultades para abandonar su
trabajo. Allá ellos, después de todo nadie pueden obligar a otro a tener
determinados sentimientos. Con mamá era diferente, estábamos todos y parecía
que éramos conscientes de que con su muerte no sólo se moría ella, sino que la
familia, ese grupo que a pesar de todo constituíamos, dejaba de existir como
tal, y que en adelante cada cual tendría que enfrentarse a la soledad de su
propia vida. Claro que, por otro lado, quizás aquella muerte podía provocar el
efecto contrario, y a partir de entonces, trataríamos de estar más en contacto.
El tiempo diría, aunque era evidente que nuestras miradas reflejaban en
aquellos momentos una orfandad inesperada. Después, todo transcurrió
rápidamente y enterramos a mamá en un nicho alquilado por una serie de años.
Alguien propuso cenar juntos aquella noche, pero finalmente no fue posible y
nos limitamos a tomar algo en una cafetería próxima. Había una cierta tensión
en el ambiente, pues aquello, a pesar de esperado, suponía al mismo tiempo una
situación nueva que nadie sabía como manejar adecuadamente. Nos despedimos con
cierta precipitación, como si todos nos viéramos urgidos a abandonar aquel
lugar enseguida para calibrar lo que había sucedido, o más posiblemente para
decirnos que no había pasado nada.
Por mi parte decidí pasar la noche en un hotel de las cercanías a pesar
del ofrecimiento de alojamiento del único hermano que vivía allí. Tenía ganas
de estar solo y no dar ocasión a las conversaciones sin sentido sobre los
tópicos que se manejan en situaciones semejantes, teniendo en cuenta, además, que
no mantenía relaciones cercanas con él y su familia desde hacía años. Me dio
tiempo sin embargo a alquilar un coche y salir a la carretera, tenía necesidad
de sumergirme en mis propios pensamientos que paradójicamente sentía
placenteros y apaciguadores, como si la pérdida de mamá me hubiera devuelto una
calma inexplicable en aquellos momentos. No volví al hotel. Circulé despacio
por una de las rondas periféricas de la ciudad, sintiendo al cruzarme con los
vehículos que venían de frente el estrecho margen que nos separa de la otra
vida. Encendí la radio y conduje hasta el amanecer. Fue solo un día.
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