Hay trenes que se alejan por la llanura y dejan tras de sí una estela
de humo melancólica, trenes que parece que nunca regresarán, hechos
como están para desaparecer en el horizonte. Otros, sin embargo, que se
adentran con furia en túneles excavados en la montaña al borde de un
precipicio, y que solo milagrosamente se salvan de la atracción del
abismo. Trenes hechos para los días lluviosos en los que el adiós se
hace aún más cruel, y añade al desgarro de la despedida, la premonición
de que no habrá más veces. Trenes que llegan al desierto, y permanecen
un tiempo indefinido en vía muerta, esperando que lleguen los ingenieros
y decidan continuar las obras, mientras, a lo lejos, las caravanas
pasan, y los hombres azules sonríen y muestran sus dientes blancos,
señalando el absurdo.
Hay trenes que recorren vacíos las
estaciones en busca de viajeros, trenes fantasmas desprovistos de toda
utilidad, con el único sentido de recordarnos que la vida es solo un
tránsito entre dos lugares desconocidos. Trenes colmados de pasajeros,
preguntando en las estaciones desiertas el destino de aquel convoy
incierto en los que fueron embarcados a la fuerza por hombres armados
con fusiles. Trenes que bajan de la montaña como balas, y cruzan las
estaciones como una exhalación, mientras los que esperaban solo pueden
agitar los pañuelos en señal de despedida. Trenes como amasijos de
hierros retorcidos, solo poblados por unas voces quejumbrosas y una
sangre impensada. Trenes que son siempre caminos, que cambian de
dirección al albur de las veleidades de un jefe de convoy enloquecido,
mientras los pasajeros ignoran la violencia que se les avecina.
Trenes
que llegan a Estambul procedentes de Londres, poblados por aristócratas
y aventureros, que alternan el té de las cinco con paseos mínimos por
los andenes, mientras la locomotora es objeto de atenciones, y los
mecánicos comprueban las ruedas y los enganches, pues el camino es
largo. Trenes hechos solo para los museos, donde los visitantes
inventarán mil aventuras inexistentes, mientras señalan los engranajes
como dientes de las ruedas. Mínimos trenes de madera donde los poetas
dejan volar la imaginación, acunados todavía por un traqueteo que para
nada recordará al tren flecha. Trenes absurdos ó entrañables, arrumbados
en los almacenes de las estaciones en lugares de difícil acceso,
escondidos por el Cuerpo de Ferroviarios , temerosos de que puedan
robarles un trozo de sus vidas, y en muchas ocasiones, su vida entera.
Trenes que uno recorre con los ojos cerrados, y tiene la impresión de
regresar a la infancia, cuando los abordabas de noche en un pueblo
minúsculo, que a lo mejor ya ha desaparecido de los mapas. Trenes solo
hechos para ser dibujados por los niños
siempre deseosos de
pintarlos. Transiberianos que recorren la estepa no lejos de la tundra, y
según pasan, inventan la nieve que ha de acompañarlos todo el viaje.
Trenes
que solo existen en la imaginación que no concibe que no siempre
existieron, y que después de todo, no dejan de ser un invento moderno,
cuando alguien descubrió la transformación de la energía calorífica en
movimiento. Trenes, no obstante, cargados de pioneros, caminos de hierro
que perseguían los salvajes, invadido su mundo por las locomotoras.
Trenes que ni siquiera son trenes, trenes metafóricos que designan
artefactos en los que se verifica el principio de continuidad y la
relación causa efecto. Trenes eléctricos que recorren incansables las
habitaciones familiares los días de fiesta, mientras el padre de familia
explica la urgencia del cambio de agujas para evitar el
descarrilamiento. Trenes absurdamente solo trenes, rígidos, silenciosos,
inertes sobre las estanterías. Trenes que son tranvías, ferrocarriles
subterráneos, trenes truncados, trenes traviesos. Pero al fin y al cabo,
solo trenes.
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