Por fin se decidió, cuando yo, a mi vez, ya había decidido poner
tierra de por medio. Y cuando lo digo, me refiero al puro hecho de haber
considerado que lo vivido hasta entonces ya era suficiente. Sabía que
era inútil esperar algo nuevo, y que en mis circunstancias, yo sería
incapaz de cambiar. Hasta entonces, siempre había creído que la vida era
algo que viene determinado por situaciones y circunstancias en las que
uno no tiene prácticamente nada que decir, prisioneros por tanto de un
sino que se impone más allá del propio descontento. Como si, de alguna
manera, toda intervención para cambiar el rumbo de los acontecimientos
fuera en vano, marcados por un designio ajeno a nuestra propia voluntad.
Ella siempre supuso que yo era alguien llegado a su vida para
satisfacerla, o al menos darle el sentido del que creía carecer por sí
misma. Hasta el día que, por fin, decidí subirme al avión, supuso que yo
era un ángel cuya única misión era solucionar el destrozo de otros
amores, como si yo por mí mismo no fuera nadie más allá de ese cometido.
Por eso, ya una vez al otro lado del charco, su primera carta -en la
mía le había dado mi nueva dirección- me mostraba sobre todo su sorpresa
al saber que me había ido cuando tanto esperaba de mí. Sin embargo, al
final, poco antes de una despedida cariñosa, por primera vez me
preguntaba por mí y por mi vida, como si, por fin fuera consciente de
que yo era “alguien” fuera de ella misma y de sus intereses. Me
emocioné, es cierto, al leerla aquella tarde que salí a pasear cerca de
la playa al atardecer, y me metí en un bar de copas, a unos metros de
las olas que rompían plácidamente sobre la arena, cuya visión hizo que
por primera vez me invadiera una honda nostalgia de lo que había dejado
atrás.
Mi decisión era sin embargo firme, y a pesar de la
añoranza de Europa, sentía que allí, al otro lado del océano, podía
empezar algo nuevo, lejos de la amargura y la pesadumbre de un
continente que ya había dicho cuanto tenía que decir. Pensé, sin
embargo, en ella y en alguna medida en mi obcecación en no satisfacerla,
cuando con frecuencia había sentido ganas de rodearla con mis brazos y
estrecharla contra mí. Pero ahora, cuando sentía que la vuelta atrás ya
era imposible, era consciente de mi rechazo como una forma de venganza.
Quizás se trataba de no haber admitido que, después de todo, cada cual,
se aferra un papel que trata de realizar de una manera un tanto
inconsciente, que solo un hecho inesperado puede hacer que reconsidere,
como, a mi modo de ver, le había pasado a ella.
El mar poco a
poco fue cobrando el color púrpura que el sol de Poniente desde tierra
adentro iba trasladando a sus aguas, y cuando una joven mulata se sentó a
mi lado sin ni siquiera pedirme permiso, pero con una sonrisa que no
daba opción a la más pequeña de las dudas, supe que la felicidad no
consiste en una ardua tarea que uno ha de trabajarse día a día. Pensé en
Copacabana, en Pelé y en Jorge Amado, y supe de repente, que la vida
con frecuencia está donde menos se la espera.
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