martes, 17 de mayo de 2016

SIRENAS

Al poco de sentarme a comer en mi sitio habitual, me doy cuenta de que no he saludado a mi vecino de mesa, por lo que aprovecho un momento en el que tengo la impresión que mira hacia mi lado, y lo hago. Apenas me responde con un saludo un tanto hosco, con el que exclusivamente parece darse por enterado sin ni siquiera mirarme, por lo que durante unos instantes lamento mi educación o mi debilidad, porque es evidente que a tal individuo le tienen sin cuidado las formas de cortesía habituales. Algo molesto por su actitud, empiezo a comer sin poderme quitar de la cabeza la zafiedad del tipo, aunque trato de olvidarme centrándome en la sopa de puerros del primer plato. Con el rabillo del ojo, no obstante, sigo atento a la actitud del joven; se trata de un hombre de poco más de treinta años, vestido con el típico mono de trabajo, que como yo aprovecha el descanso para acercarse a un restaurante barato con un menú potable.
Me doy cuenta de que de la botella de vino de mesa corriente que sirven con el menú, le queda apenas una copa de las seis posibles, por lo que supongo tiene necesidad de beber por razones personales. O por puro hábito, que viene a ser lo mismo, y a su edad, ya empezaría a ser preocupante. Por momentos me parece que de vez en cuando me mira, pero soy incapaz de volver la cabeza para comprobarlo, temiendo de él una reacción violenta que, bien pensado, no tendría ningún sentido. Sigo comiendo con cierta parsimonia, esperando que se vaya, pues ya ha tomado incluso el postre y una copa de licor de yerbas, pero sigue en su sitio y no parece que tenga ninguna intención de hacerlo.
Poco después tengo la impresión de que me mira en plan desafiante, y empiezo a ponerme nervioso. Con el segundo plato, un pez espada riquísimo, soy incapaz de levantar la cabeza: tengo miedo y me siento culpable de haberle hecho algo humillante a aquel individuo. Tengo incluso ganas de decirle que me perdone, y de rogarle que se vaya, que comprendo que quizás no he sido con él todo lo
agradable que se puede ser con un vecino de mesa, pero que tenga la absoluta seguridad de que en próximas ocasiones no tendrá motivos para quejarse de mí. Tiemblo y casi tengo ganas de llorar bajo la que supongo la terrible mirada de aquél individuo, que me odia por motivos que ignoro, pero que su actitud hace evidentes. Termina por fin la botella de vino bebiendo del gollete y la vuelve a posar sobre la mesa golpeándola, como si por fin hubiera concluido algo que tenía que haber hecho antes o hubiera tomado una resolución definitiva, al tiempo que emite una especie de chasquido con la lengua. Seguimos en silencio. El restaurante está en esos momentos prácticamente vacío, excepto una mesa al fondo que apenas se distingue desde nuestro sitio. Los camareros, supongo que hartos de esperar, han desaparecido y el tipo aquel y yo nos encontramos solos en un mano a mano impensado que, sin embargo, tengo la impresión que él hace tiempo que esperaba, como si fuera algo que inexorablemente tendría que acabar sucediendo. Cuando voy a levantarme para pedir el postre, el obrero se dirige a mí y me dice sin ningún titubeo “he estado todo este rato pensando en cortarle el pescuezo de un tajo”, a lo que conservando la calma, y para mi asombro, soy capaz de responderle “A mí también se me ocurren a veces ideas parecidas. De hecho, cuando le he visto acariciar la hoja del cuchillo, yo tenía el mío preparado por si notaba en usted el mínimo movimiento sospechoso”. El tipo parece sorprendido, como si de alguna manera mi actitud hubiera frustrado un sueño largamente acariciado por él. En ese momento se levanta de improviso, posiblemente para irse, pero mi instinto defensivo y una ira súbita hacen que le clave de inmediato mi cuchillo en un costado.
Al instante aparece el camarero con mi café cortado habitual. Poco después oigo unas sirenas. Vienen por mí, pero me siento orgulloso.

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