Al poco de sentarme a comer en mi sitio habitual, me doy cuenta de
que no he saludado a mi vecino de mesa, por lo que aprovecho un momento
en el que tengo la impresión que mira hacia mi lado, y lo hago. Apenas
me responde con un saludo un tanto hosco, con el que exclusivamente
parece darse por enterado sin ni siquiera mirarme, por lo que durante
unos instantes lamento mi educación o mi debilidad, porque es evidente
que a tal individuo le tienen sin cuidado las formas de cortesía
habituales. Algo molesto por su actitud, empiezo a comer sin poderme
quitar de la cabeza la zafiedad del tipo, aunque trato de olvidarme
centrándome en la sopa de puerros del primer plato. Con el rabillo del
ojo, no obstante, sigo atento a la actitud del joven; se trata de un
hombre de poco más de treinta años, vestido con el típico mono de
trabajo, que como yo aprovecha el descanso para acercarse a un
restaurante barato con un menú potable.
Me doy cuenta de que de
la botella de vino de mesa corriente que sirven con el menú, le queda
apenas una copa de las seis posibles, por lo que supongo tiene necesidad
de beber por razones personales. O por puro hábito, que viene a ser lo
mismo, y a su edad, ya empezaría a ser preocupante. Por momentos me
parece que de vez en cuando me mira, pero soy incapaz de volver la
cabeza para comprobarlo, temiendo de él una reacción violenta que, bien
pensado, no tendría ningún sentido. Sigo comiendo con cierta parsimonia,
esperando que se vaya, pues ya ha tomado incluso el postre y una copa
de licor de yerbas, pero sigue en su sitio y no parece que tenga ninguna
intención de hacerlo.
Poco después tengo la impresión de que me
mira en plan desafiante, y empiezo a ponerme nervioso. Con el segundo
plato, un pez espada riquísimo, soy incapaz de levantar la cabeza: tengo
miedo y me siento culpable de haberle hecho algo humillante a aquel
individuo. Tengo incluso ganas de decirle que me perdone, y de rogarle
que se vaya, que comprendo que quizás no he sido con él todo lo
agradable
que se puede ser con un vecino de mesa, pero que tenga la absoluta
seguridad de que en próximas ocasiones no tendrá motivos para quejarse
de mí. Tiemblo y casi tengo ganas de llorar bajo la que supongo la
terrible mirada de aquél individuo, que me odia por motivos que ignoro,
pero que su actitud hace evidentes. Termina por fin la botella de vino
bebiendo del gollete y la vuelve a posar sobre la mesa golpeándola, como
si por fin hubiera concluido algo que tenía que haber hecho antes o
hubiera tomado una resolución definitiva, al tiempo que emite una
especie de chasquido con la lengua. Seguimos en silencio. El restaurante
está en esos momentos prácticamente vacío, excepto una mesa al fondo
que apenas se distingue desde nuestro sitio. Los camareros, supongo que
hartos de esperar, han desaparecido y el tipo aquel y yo nos encontramos
solos en un mano a mano impensado que, sin embargo, tengo la impresión
que él hace tiempo que esperaba, como si fuera algo que inexorablemente
tendría que acabar sucediendo. Cuando voy a levantarme para pedir el
postre, el obrero se dirige a mí y me dice sin ningún titubeo “he estado
todo este rato pensando en cortarle el pescuezo de un tajo”, a lo que
conservando la calma, y para mi asombro, soy capaz de responderle “A mí
también se me ocurren a veces ideas parecidas. De hecho, cuando le he
visto acariciar la hoja del cuchillo, yo tenía el mío preparado por si
notaba en usted el mínimo movimiento sospechoso”. El tipo parece
sorprendido, como si de alguna manera mi actitud hubiera frustrado un
sueño largamente acariciado por él. En ese momento se levanta de
improviso, posiblemente para irse, pero mi instinto defensivo y una ira
súbita hacen que le clave de inmediato mi cuchillo en un costado.
Al
instante aparece el camarero con mi café cortado habitual. Poco después
oigo unas sirenas. Vienen por mí, pero me siento orgulloso.
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