El hecho de que me hayan concedido el Premio
Nacional de Literatura de este año, a mí verdaderamente me tiene sin cuidado.
Yo no me presenté, y si a una serie de señores sesudos y supongo que bien
informados, se les ocurre que “Anatomía de un vagido” se lo merecía, no tengo
nada que objetar. Por otro lado, el dinero me vendrá bastante bien, pues mi
situación económica no es nada boyante como saben todos mis acreedores. En
cuanto a la obra en sí, que supongo que es lo que interesa a mis posibles
lectores, lo único que puedo decir es que parte de un hecho real. Hace años con
motivo de mi estancia en un hospital por motivos que no vienen al caso, me
dieron una habitación próxima a una sala de partos, y en plena noche, oí el
alarido de un recién nacido supongo que en el momento de venir al mundo, y me
quedé horrorizado, pensando que aquel chico lo estaba pasando muy mal. El
resto, como es natural, me lo inventé y tiene que ver con la vida del neonato,
que desde luego no fue un jardín de rosas. Su grito ya fue un aviso.
Es un relato que a mi me
parece bastante desagradable, pero después de todo, como tantas cosas en esta
vida. En su defensa diré que viendo el mundo que me rodea, lo que me hace mucha
gracia es el empeño colectivo en presentarnos como seres absolutamente risueños
y satisfechos. Luego se tira de la manta y pasa lo que pasa. Pero es un mal
endémico, todo el mundo se presenta como alguien feliz, o al menos, lo intenta.
Después de todo, debe ser lo natural, a nadie le interesa decir que su vida es
un asco o simplemente que las cosas van mal, esencialmente porque a poco que
insista, le van a retirar el saludo. No se trata tampoco de ir por la vida en
plan perdedor, ese papel que ahora tiene bastante éxito en algunos ámbitos y
provoca el afecto de bastante gente, unos porque se identifican y otros porque
saben que de ese modo tienen asegurada a su lado la presencia de una figura
protectora. No es mi caso, después de dos matrimonios y dos divorcios con malas
caras y abogados por en medio, prefiero la soledad, porque además comprendo que
con mi carácter y mi afición al vino no es fácil aguantarme. Con mis cinco
hijos me llevo bien, aunque a distancia; cuando los veo no tenemos mucho de que
hablar y prácticamente todos sus cónyuges me caen mal (algo que creo que es
recíproco), lo que no ayuda demasiado a la relación. Mi vida consiste en
ponerme a la máquina todas las mañanas después de desayunar, y tratar de
escribir lo que me venga la cabeza sin ningún plan previo. De hecho, en
ocasiones, cojo un libro al azar de la biblioteca, lo abro por cualquier
página, y con la primera palabra o frase que atino, comienzo a escribir de
forma automática. Cuando me atranco y las ideas dejan de fluirme, vuelvo a
hacer lo mismo, motivo por el cual algunos críticos tienen razón al decir que
mi prosa está hecha de retales. Y demasiado hago que a través de algunas
filigranas logro relacionar los párrafos, porque de buena gana empezaría otra
cosa. Ahí es donde tengo algún mérito, si se puede decir algo. Mi vida
habitual, una vez que he escrito, nunca más de dos horas seguidas, consiste
básicamente en ver programas de televisión que no tengan nada que ver con la
actualidad. Todo es un camelo y yo a mis años tampoco puedo hacer nada por
arreglarlo, así que veo teleseries cursis y programas sobre la naturaleza,
sobre todo los relacionados con insectos y bichos raros. Estoy cansado de
leones y elefantes, que además me dan mucha pena porque deben quedar poco más
de diecisiete de cada especie. Luego suelo pasear un rato por los alrededores
de mi casa o cojo un autobús al azar hasta algunos barrios depauperados del
extrarradio, donde almuerzo en compañía de trabajadores y gente humilde. Nunca
bebo menos de un litro de vino al día, en general un tempranillo, y hasta ahora
mi hígado no se ha quejado. En ocasiones al llegar a casa estoy un poco mareado
y me echo en el sofá dos o tres horas. Casi no leo, y cuando lo hago suelen ser
los periódicos gratuitos del metro y similares, y alguna revista de humor de
las pocas que quedan. Aún así me dan el Nacional de Literatura. De verdad que
en el fondo no lo entiendo, por lo que llego a pensar si también en ello hay
algo de camelo. Claro que si lo piensas, aquellos grandes escritores de la antigüedad
tampoco debían leer demasiado antes de Gutenberg y sin internet. Pero en fin,
de alguna forma se las compusieron. Y ya no quiero decir más. A partir de este
momento me voy a comportar como Salinger, que durante cincuenta años no dijo
esta boca es mía. Claro que mi silencio voluntario será más breve por razones
obvias.
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