lunes, 30 de mayo de 2016

PREMIOS




   El hecho de que me hayan concedido el Premio Nacional de Literatura de este año, a mí verdaderamente me tiene sin cuidado. Yo no me presenté, y si a una serie de señores sesudos y supongo que bien informados, se les ocurre que “Anatomía de un vagido” se lo merecía, no tengo nada que objetar. Por otro lado, el dinero me vendrá bastante bien, pues mi situación económica no es nada boyante como saben todos mis acreedores. En cuanto a la obra en sí, que supongo que es lo que interesa a mis posibles lectores, lo único que puedo decir es que parte de un hecho real. Hace años con motivo de mi estancia en un hospital por motivos que no vienen al caso, me dieron una habitación próxima a una sala de partos, y en plena noche, oí el alarido de un recién nacido supongo que en el momento de venir al mundo, y me quedé horrorizado, pensando que aquel chico lo estaba pasando muy mal. El resto, como es natural, me lo inventé y tiene que ver con la vida del neonato, que desde luego no fue un jardín de rosas. Su grito ya fue un aviso.
Es un relato que a mi me parece bastante desagradable, pero después de todo, como tantas cosas en esta vida. En su defensa diré que viendo el mundo que me rodea, lo que me hace mucha gracia es el empeño colectivo en presentarnos como seres absolutamente risueños y satisfechos. Luego se tira de la manta y pasa lo que pasa. Pero es un mal endémico, todo el mundo se presenta como alguien feliz, o al menos, lo intenta. Después de todo, debe ser lo natural, a nadie le interesa decir que su vida es un asco o simplemente que las cosas van mal, esencialmente porque a poco que insista, le van a retirar el saludo. No se trata tampoco de ir por la vida en plan perdedor, ese papel que ahora tiene bastante éxito en algunos ámbitos y provoca el afecto de bastante gente, unos porque se identifican y otros porque saben que de ese modo tienen asegurada a su lado la presencia de una figura protectora. No es mi caso, después de dos matrimonios y dos divorcios con malas caras y abogados por en medio, prefiero la soledad, porque además comprendo que con mi carácter y mi afición al vino no es fácil aguantarme. Con mis cinco hijos me llevo bien, aunque a distancia; cuando los veo no tenemos mucho de que hablar y prácticamente todos sus cónyuges me caen mal (algo que creo que es recíproco), lo que no ayuda demasiado a la relación. Mi vida consiste en ponerme a la máquina todas las mañanas después de desayunar, y tratar de escribir lo que me venga la cabeza sin ningún plan previo. De hecho, en ocasiones, cojo un libro al azar de la biblioteca, lo abro por cualquier página, y con la primera palabra o frase que atino, comienzo a escribir de forma automática. Cuando me atranco y las ideas dejan de fluirme, vuelvo a hacer lo mismo, motivo por el cual algunos críticos tienen razón al decir que mi prosa está hecha de retales. Y demasiado hago que a través de algunas filigranas logro relacionar los párrafos, porque de buena gana empezaría otra cosa. Ahí es donde tengo algún mérito, si se puede decir algo. Mi vida habitual, una vez que he escrito, nunca más de dos horas seguidas, consiste básicamente en ver programas de televisión que no tengan nada que ver con la actualidad. Todo es un camelo y yo a mis años tampoco puedo hacer nada por arreglarlo, así que veo teleseries cursis y programas sobre la naturaleza, sobre todo los relacionados con insectos y bichos raros. Estoy cansado de leones y elefantes, que además me dan mucha pena porque deben quedar poco más de diecisiete de cada especie. Luego suelo pasear un rato por los alrededores de mi casa o cojo un autobús al azar hasta algunos barrios depauperados del extrarradio, donde almuerzo en compañía de trabajadores y gente humilde. Nunca bebo menos de un litro de vino al día, en general un tempranillo, y hasta ahora mi hígado no se ha quejado. En ocasiones al llegar a casa estoy un poco mareado y me echo en el sofá dos o tres horas. Casi no leo, y cuando lo hago suelen ser los periódicos gratuitos del metro y similares, y alguna revista de humor de las pocas que quedan. Aún así me dan el Nacional de Literatura. De verdad que en el fondo no lo entiendo, por lo que llego a pensar si también en ello hay algo de camelo. Claro que si lo piensas, aquellos grandes escritores de la antigüedad tampoco debían leer demasiado antes de Gutenberg y sin internet. Pero en fin, de alguna forma se las compusieron. Y ya no quiero decir más. A partir de este momento me voy a comportar como Salinger, que durante cincuenta años no dijo esta boca es mía. Claro que mi silencio voluntario será más breve por razones obvias.  

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