En algún momento
de mi vida, decidí que lo que yo
necesitaba era una terapia. Me encontraba muy inseguro y tenía frecuentes
crisis de ansiedad que no sabía a qué obedecían. Iba tranquilamente por la
calle y sentía que mi corazón comenzaba a latir alocadamente, al tiempo que
tenía dificultades para respirar y me ponía a temblar sin control. Era muy
angustioso, y fue prácticamente lo primero que te conté. Me dijiste entonces
con seriedad, para mi asombro, que lo que me pasaba estaba muy claro: se
trataba de que había tenido dificultades para nacer, pues posiblemente el canal
del parto de mi madre era más estrecho de lo habitual, y mi angustia era la
reactualización de las dificultades que tuve para venir a este mundo. De
entrada, me sometiste a una serie de
sesiones de “rebirthing”, que al cabo de un tiempo se mostraron ineficaces, pues
por más que yo renacía en un medio acuático sin ningún tipo de problemas, al
poco de abandonar la clínica se sucedían los ataques, si cabe con más virulencia.
Abandonamos, pues el método y durante una temporada, en la misma línea, ensayamos “el grito primario”, sistema
terapéutico que por poco no me lleva a la tumba con una crisis de asma
funcional, después de gritar desaforadamente durante una hora para echar afuera
el pavor del tránsito natal. Las terapias posteriores se fueron moderando, y
nos dedicamos a analizar mis sueños, de los que como recordarás, llegué a completar diez libretas, resultado de
las cuales, fue tu conclusión de que realmente yo había sido un niño abandonado,
puesto que mi madre no me había proporcionado la ternura que cualquier madre
aporta a un hijo de corta edad. Y que, de hecho, no importaba demasiado la realidad
de que ella siempre hubiera estado allí, y no se pareciera en absoluto a la bruja de
Hansel y Gretel, pues había formas de maltrato más sutiles que sin duda yo
había padecido sin ser consciente. Por aquella época, ya habían pasado alrededor
de diez años desde el inicio, empecé a notarte un tanto crispada por el hecho
de que ninguna de tus soluciones me sirviera, y se repitieran mis ansiedades, aunque,
todo hay que decirlo, el orfidal hacía que fueran menos intensas. Opinaste
entonces que, verdaderamente, si no había por mi parte una voluntad decidida de
cambio, mi mejoría definitiva se te antojaba imposible. Al parecer, por lo que
sea, yo no quería reconocer mis
auténticas necesidades, y eso hacía prácticamente nula la posibilidad de una evolución positiva de mis síntomas, por
lo que decidiste que quizás lo que necesitaba era una terapia integral, que
reuniera no solo los aspectos psicológicos de mi enfermedad (hacías mucho
hincapié en que me reconociera como enfermo), sino los físicos, de manera que
entre ambos provocaran una síntesis integradora de mi personalidad, y alcanzase
así el bienestar que yo mismo me negaba.
No se me olvda que estuvimos varios días practicando terapias alternativas de
tipo bioenergético ó similares en una habitación anexa a tu consulta, de las
que recuerdo especialmente dos. En una me dijiste que tomara conciencia de mi
ano estando sentado, para lo cual me indicaste en varias ocasiones que lo
movilizara y prestara atención de sus contracciones ya que habitualmente lo ignoramos. Lo hice con
tal dedicación varios días seguidos, y lo único que obtuve fue un fuerte
escozor con prurito, que justificaste
por un empeño excesivo en la tarea. Otro día, me esperaste en la sala con un
tambor y unos palillos y me sugeriste, yo estaba empezando a torcer el gesto, que
durante media hora me paseara a lo largo y ancho tocándolo al ritmo que se me
antojara, pero sin detenerme, pues el resultado solo podía verse cuando uno
llega prácticamente a la extenuación. La verdad es que al cuarto de hora estaba
harto y lo único que tenía es un dolor de cabeza inenarrable. Ahora comprendo
que a los catorce años del comienzo de la terapia, aquello empezaba a ser para ti una carga insufrible, y
a partir de entonces te dedicaste con toda claridad a culparme de mis dolencias.
Estabas harta de aquella especie de hijo tonto que te había salido, que además
se quejaba y empezaba a considerar que solo el orfidal y el vino tinto, combinados
moderadamente, le sumergían en un estado medianamente placentero. Fue entonces
cuando recurriste, en mi opinión, a tu última terapia, y en las sesiones te
sentabas frente a mi en minifalda y abriendo las piernas, de forma que si no te
veía las bragas, era porque yo estaba
sentado a contraluz, aunque si no me equivoco las llevabas negras, caladas y
con encajes. Acertaste, y desde que nos
acostamos me encuentro mucho mejor, nunca me gustaste demasiado, pero te
aplicas en el lance, aunque debo decir que son los polvos más caros de mi vida.
No te voy a dejar: me debes varios millones, y me los voy a cobrar.
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