Cuando mi amigo
Emiliano y yo llegamos frente al edificio que tenía tantas ganas de que yo
viera, me encontré con un inmueble de
diez plantas, que de inmediato me
recordó al de una película morbosa e intrigante, Terciopelo Azul, y de
forma refleja me puse a tararear la sugerente y misteriosa canción de la
película, de la al final uno se queda sobre todo con el morbo de la Rosellini. Pero
él parecía indiferente, seguramente no
la había visto y prefirió concentrarse en su obsesión del momento: tenía la
certeza de que allí se alojaba una célula comunista y que, por lo tanto, nosotros
debíamos actuar con rapidez en previsión de males peores. ”Deben ser pocos-dijo-pero para alojarse en un edificio como este deben
ser muy peligrosos”. No entendí bien su pseudo silogismo, y tuve la impresión de que no tenía ni la menor idea de Aristóteles,
o que su sesera empezaba a tener fugas, y le convertían, precisamente a él, en un tipo peligroso, sobre todo teniendo en cuenta que el Partido
Comunista hacia más de treinta años que era legal en este país ¿Qué te parece
si entramos para echar un vistazo? me dijo hinchando ufano el pecho, como si
para ello se requiriera mucho valor. Le dije que estaba de acuerdo con toda
naturalidad, pero aparentando
reflexionar durante unos instantes, pues
a estas alturas ya he decidido seguirle el juego. ”Eres un tío valiente –se dirigió
a mí de nuevo- por eso quería venir contigo y no con ninguno de los badulaques
que tenemos por compañeros”. Un tanto atónito por el palabro, le seguí con gesto decidido, pues sé que Emiliano cuando empieza ciertos
períodos de originalidad extra, cambia
su léxico tratando de impresionar, aunque lo que suele conseguir es alertar al
otro de que está preparando algo raro, o que su mente ha comenzado una deriva
que en un momento dado, solo puede terminar con un golpe de kárate o una
llave de Jiu-jitsu, en las que fuimos
entrenados cuando nos hicimos agentes secretos. Claro que aquí el problema era
que mi amigo había sido expulsado hacía un par de años, y que sabía que tenía
una pistola que le abultaba en la sobaquera bajo la chaqueta. Intentaría
tranquilizarlo si observaba motivos que le impulsaran a emplearla, y si no lo
conseguía tendría que recurrir a las artes marciales reseñadas. Al entrar por la única puerta de la fachada, vimos que toda la primera planta estaba ocupada por unos enormes almacenes de
Carrefour, y que por lo tanto allí no
podía esconderse su célula, así que
decidió -le dejé tomar el mando- que había que coger el ascensor y empezar la
búsqueda desde el último piso hacia abajo. El Conserje nos preguntó a dónde íbamos, a lo que Emiliano tocándose la sobaquera por
encima de la americana le increpó ¡Policía, hostias, a usted
que coño le
importa! y no contento, añadió en tono imperativo ¡haga el favor de hacer bajar
a ese puto cacharro! El Conserje, como un flan,
obedeció obsequioso e incluso nos guió hasta la entrada del ascensor, lo que Emiliano le agradeció lisonjero
largándole cinco euros de propina ¡Tómese un vinito a nuestra salud, puede usted retirarse! Cuando quise darme
cuenta ya estábamos en el rellano del décimo piso, y para mi sorpresa, Emiliano se dirigió con
paso decidido a una de las puertas y llamó con cierta vehemencia, yo me mantuve a su lado a la expectativa, temiendo que iba a perder el control de la
situación, pues antes de que pudiera reaccionar sacó la
pistola y encañonó a la señora que nos había abierto. Al parecer
lo de su psicosis no había sido un simple pretexto para echarle de la Agencia
de Seguridad. Me hizo entrar delante de él ante el estupor de la abuela, a la
que tapó la boca con una pericia aprendida en el
Servicio. ”Hola, cariño, ya ves hoy en vez de vernos en el bar te
vengo a visitar por primera vez con un amigo muy amigo ¡culpable de que hoy
esté en la puta calle!”Siéntate en la cama y atiende”, continuó. Y luego dirigiéndose a mí “a ver,
capullo, saca el pajarito y enséñaselo
a mi novia… ¡que te lo saques, hostias! y
me apuntó con una pipa antidiluviana y posiblemente
estropeada, pero ante el cariz que
estaban tomando los acontecimientos, decidí no fiarme y obedecerle.
Me acordé
entonces del hijo puta de Dennis Hopper humillando a la hija de Ingrid Bergman, y dejé que los acontecimientos siguieran su
curso. La abuela no lo hacía mal y se empleaba a fondo. Emiliano nos miraba con cara de loco y gritaba
¡De esto se enteran en la Central y te echan también a ti! Lo que pasaba es que
sin cámara de fotos difícilmente podría convencer a alguien, además ella no me conocía, y en todo caso, había actuado coaccionado. Al terminar,
Isabella (así acordé llamar a aquella mujer en recuerdo de la Rosellini), se
quedó medio desmayada sobre la cama, y nosotros nos largamos por el montacargas
del otro lado del edificio. Lejos de
allí, en un bar de mala muerte, nos tomamos unos vinos, y el psicópata se lió a
voces ante el asombro general: “¡Me pusisteis superburro, chaval! ¡Los comunistas, no te jode…y se lo había creído! Yo me
consolé pensando que cosas peores habían hecho otros en muchos Servicios Secretos de todo el mundo. Y la inmensa mayoría seguían en nómina.
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