Esta necesidad, me digo, de enfrentarme a la pantalla en
blanco. O a la hoja en blanco, que diría alguien que ya podría ser
tenido por antiguo, como si de pronto, a través ella me fuera a llegar
una revelación. No escribir en ella simplemente lo que me venga a la
cabeza, sino esperar que por su mediación, algo nuevo me sea revelado.
Una aparición que no tenga que ver conmigo mismo, que no sea un
desarrollo más de mi cerebro. Algo procedente de un lugar ajeno, del
que, al fin y a la postre, tanto espero, desconociéndolo, sin embargo,
absolutamente. Clausurar de una vez por todas, esta epopeya que supone
el mero hecho de vivir, siempre avanzando hacia ninguna parte, como un
barón de Munchausen enloquecido, queriendo vencer a la gravedad
tirándome de los pelos. Como si camino de Damasco, una luz cegadora
fuera a manifestarse y decirme algo nuevo, convocarme a un lugar
diferente de mí mismo, que fuese lo más auténtico de cuanto soy.
Mediterráneos ó islas de coral ocultas que desconozco y que siempre
están ahí esperando a ser descubiertas. O quizás una voz poderosa, que
me llame por mi propio nombre, y me sumerja en lo que en la pantalla
solo percibo como una opacidad o un resplandor vano. Ser capaz por fin
de no ser nada, y por primera vez contemplarme en un espejo mágico, que
me devuelva algo más que mi simple reflejo: mi auténtica identidad,
perdida en esta maraña de signos que constituye el mundo que habito.
Necesito esa máquina que devore mi ego, y solo regurgite de mi lo que de
verdad merece la pena, si es que tal existe. Porque el problema solo
consiste en eso: ser capaz de percibirme como si fuera un ente ajeno a
mí mismo. Quien podrá, por fin devolverme al leopardo o la gacela que
fui, o a ese mar azul que ignoro a pesar de su belleza. Y la belleza de
la Grecia antigua. A las alturas inmarcesibles del Karakorum, donde ya
solo es posible la pureza del cielo. Quizás solo sea orgullo esta
pretensión de romper los espejos de una vez por todas, allí donde mi
silueta aún vagabundea como
una sombra de la que nunca podré
desprenderme. Un ente puro que sin embargo añora el simple hecho de
existir como un ser contingente, arriesgándose a la aniquilación, al
abismo de la nada. Quizás entonces vuelvan a habitarme únicamente las
onomatopeyas y los ruidos de la selva. Y me abandonen los diptongos, las
metáforas, las hipérboles y la gran cantidad de figuras gramaticales y
literarias que los alfabetos hicieron posible, quizás inútilmente. Y con
ellos a los versos endecasílabos y los sonetos: la poesía.
Arborescencias del mar de los Sargazos, helechos y coníferas del
Cretácico, cuando aun erraban mundo adelante los reptiles gigantes,
convertidos poco después en puro carbono en las selvas de Yucatán ¡Oh
impacto sagrado que viniste de más allá del cinturón de asteroides, y ni
aún así terminaste con los que están condenados a no conocerse!
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