Por la mañana, nada más abrir la puerta de la calle para salir, me
asalta una avalancha de ideas nuevas. Hasta ese instante dentro de casa,
todo ha transcurrido, sin embargo, con la normalidad habitual, incluso
con cierta desgana por mi parte, que me ha hecho transitar de aquí para
allá con una lentitud impropia de quien frecuenta el gimnasio, como es
el caso. Quizás se trata de que de alguna manera percibo que se avecina
unas batallas ya demasiado conocidas. Pero en cuanto salgo y me arriesgo
a la disyuntiva de la escalera o el ascensor (vivo en un segundo piso,
por eso dudo), el mundo exterior se abalanza sobre mi sin haber sido
invitado. Debía estar esperándome agazapado en el rellano.
Por
otro lado, no se trata de una invasión originada por los objetos y
enseres del lugar, sino por conceptos que solo parecen definirse y tomar
forma en ese preciso momento. Por ejemplo, yo no frecuento la filosofía
griega, para qué nos vamos a engañar, pero debo reconocer que lo
primero que pienso de un tiempo a esta parte es en Aristóteles. Y casi
de inmediato en Demócrito de Abdera. Supongo que tiene que ver con el
hecho de que de vez en cuando, para compensar los efectos de la crisis y
no tener un concepto negativo de los griegos, releo un viejo libro de
filosofía antigua que mi hijo abandonó en casa cuando terminó el
bachillerato, o como ahora se llame a la enseñanza secundaría. Pero lo
sorprendente del caso es que tales pensamientos no me trasladan a las
ideas de tan ilustres personajes, sino que en el primer caso, pronto se
me vienen a la cabeza María Callas y Jacqueline Kennedy, y en el
segundo, Anatolia y Estambul, otrora Constantinopla. No se me escapa que
mi mente ha hecho una transposición inmediata de papeles, y ha
atribuido el nombre del famoso sabio al multimillonario con el mismo
patronímico, que después de todo también tuvo algún tipo de sabiduría,
que si afortunadamente no le llevó a enunciar la teoría de las esferas
de cristal en la bóveda celeste, sí le proporcionó la cantidad de
dracmas suficientes para validar la hipótesis de la erótica del poder,
llevándose a la cama sin solución de continuidad, si no recuerdo mal, a
la mejor soprano de la historia y a la ex primera dama de los Estados
Unidos. “¡Ahí queda eso!” pensaría el tipo mientras las paseaba en uno
de sus yates por el mar Egeo o el océano Pacífico. ¡Qué cosas no
habrán oído las islas griegas o los mares del Sur de la boca de damas
tan distinguidas. Desde los gorgoritos desatados de la diva hasta los
secretos más recónditos de la política de EEUU, yacentes ya entonces en
un mausoleo del cementerio de Arlington! Se ha comentado mucho al
respecto, y hay quien afirma que en ambas ocasiones, cuando el
archifamoso naviero griego ponía todo su empeño, obligaba a ambas a que
llegado el momento culminante, fueran capaces de emplear sus mejores
recursos. En el caso de la Callas, al parecer, la exigía un alarido
equivalente a un do de pecho, lo que hacía que la tripulación ocupara
sus puestos para la emergencia de “abandono de buque”. Con Jacqueline, a
pesar de ser todo más sosegado por la falta de decibelios de su voz, se
cuenta de buena tinta que era exigida en otros menesteres casi de igual
rango, pues llegado el momento, debía de recitar de memoria el
preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos, lo que no por breve
deja de ser meritorio cuando se tiene la cabeza en otras actividades.
En cuanto a Demócrito, se trata de un error que por las razones que sea
ha arraigado en mi masa gris, y del que no soy capaz de desembarazarme.
Tal individuo, que ha pasado a la historia, por así decirlo como el
“inventor del átomo”, nació efectivamente en Abdera, ciudad costera de
Tracia, en Macedonia, al norte de Grecia, que yo sitúo obstinadamente al
otro lado del Bósforo, cerca de Estambul, lo que me lleva de inmediato a
ensoñaciones turcas de todo tipo, entre las que destacan el Gran Bazar,
La Mezquita Azul y Santa Sofía, para, dando un salto, situarme en
Capadocia. De aquí derivo, dadas mis lecturas divulgativas de física, al
átomo según la interpretación de Copenhague, lo que hace que al llegar a
la calle mi cabeza sea lo más parecido a un confuso amasijo de
electrones saltando de órbita en órbita. No sería la primera vez que
tengo que volver a casa, pero normalmente suelo vencer al malestar que
me invade recordando a Niels Böhr y Alfredo Einstein, aunque este último
me dirige inexorablemente a otro Alfredo. El famoso Di Stéfano. Creo
que necesito ayuda.
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