martes, 31 de mayo de 2016

CHINOS



Me estoy volviendo chino. Después de mirarme hoy al espejo con cierto detenimiento, ya no me cabe la menor duda. He permanecido muchos años temiendo que me llegara a suceder, pero siempre evité por todos los medios acabar confesándome la cruda realidad. Y que conste por anticipado que no tengo nada contra la raza amarilla. Es más, incluso la valoro por encima de las otras, pero perteneciendo a una familia de buena reputación, no podía por menos que pensar que esta variación, que ya se ha hecho evidente, pondría en entredicho el origen de alguien supuestamente perteneciente a un natural de Castilla la Mancha. Empecé a sospechar que algo me ocurría cuando en la adolescencia, mamá me hizo revisar con ella el album de fotografías familiar, y cada dos por tres, cuando yo aparecía, me miraba con cierta ternura y me decía “mira, el chinito”. No me hacía entonces demasiada gracia, aunque comprendía que lo hacía con la mejor voluntad, pero desde entonces no he dejado de mirarme al espejo con cierta aprensión, pues incluso con frecuencia los cristales de las puertas y escaparates me devuelven una imagen que ya he visto en infinidad de películas de la época con historias chinas o japonesas. Me hubiera gustado tener unos rasgos anglosajones o como mínimo claramente europeos, pero debo confesarme que siempre encontré en mi cara algunos detalles cuanto menos sorprendentes. Mi pelo lacio y negro ala de cuervo, unas facciones con los pómulos bien marcados y unos ojos oscuros y rasgados, empezaron pronto a levantar en mí serias dudas sobre mi origen peninsular. Miraba entonces a mis padres con atención, e incluso cuando no se daban cuenta, con todo detalle, tratando de hallar en ellos los rasgos que hicieran evidentes mi ascendencia, pero por más que lo intentaba no llegaba a percibir nada tranquilizador.
He estado durante mucho tiempo evitando mirarme en los espejos o haciéndolo solo de soslayo, como quien tiene prisa y no puede perder el tiempo con tales minucias. No ha sido fácil, porque uno se topa sin querer con todo tipo de superficies que le reflejan, y además es duro al cabo del tiempo tener solo una idea aproximada de uno mismo. Hoy decidí por fin afeitarme mirándome en un espejo a plena luz, y la sensación ha sido devastadora, pues ya no son solo los detalles mencionados más arriba los que se han hecho evidentes, sino que el color de  mi piel no me ha dejado el menor margen para la duda. En principio se lo he achacado a la luz demasiado intensa de unos neones que instalé recientemente, pero por más que he utilizado otras más tamizadas como alternativa, ha sido inútil, y no ha podido enmascarar mi procedencia asiática. Me extraña, eso es cierto, que mis allegados, amistades y conocidos no me hayan hecho notar nada, y ni siquiera hayan aprovechado mi aspecto para hacer chistes, ahora que los chinos se han puesto de moda por razones de mayor peso que las de sus famosos comercios de segunda fila o sus restaurantes. Aunque también podían haberlos aprovechado para relacionarme con el pato lacado y los rollitos de primavera, por no decir nada de las ratas que hace años, según las malas lenguas, abastecían sus mesas. Quizás sienten cierto pudor pensando que tal cosa podría desestabilizarme emocionalmente, o dan por hecho que soy una de las frecuentes mutaciones que aparecen en los organismos vivos, siguiendo leyes que Mendel obtuvo cruzando guisantes (algo que también pudiera ser utilizado como chiste).
No quiero deprimirme, siempre estuve muy unido a mamá, y en aquella época, cuando yo nací quiero decir, era prácticamente imposible encontrarse en España con gente de aquellas latitudes, y en ese sentido estoy tranquilo. Quien sabe si precisamente esta nueva identidad supone para mí una ventaja cara al futuro, en estos momentos en los que ya está claro que el dragón asiático se ha despertado. Después de todo, me digo, y en esto creo que le debo más a Sócrates que a Confuncio, si nuestra misión en la vida es llegar a conocernos a nosotros mismos, mi situación puede ser una oportunidad inmejorable para llegar a hacerlo. Y en ese sentido, para comenzar, debo confesarme que desde siempre he sentido una especial fascinación por el arroz, los palillos y las pagodas, signos evidentes de que mi personalidad no se limita a unas rasgos con tendencias mongoloides, sino a un espíritu ya inclinado hacia la gastronomía cantonesa, la revolución cultural y la extraña y apática belleza del oso panda.

AUTOBIOGRAFÍAS (capitulo 39)



Queridos hijos, no sabéis lo contento que me he puesto al recibir hoy, aunque sea con retraso, vuestro regalo de Navidad. No podía esperar nada mejor ni se os podía haber ocurrido algo más a propósito. La silla de ruedas motorizada que me habéis hecho llegar a la Residencia a través de El Corte Inglés, colma mis sueños, teniendo en cuenta que mi gran afición a la lectura puedo darla por finiquitada, pues tengo ya demasiadas dioptrías o lo que sea, como para intentar ver algo más que sombras y bultos. No os podéis imaginar con la emoción que Sor Amalia me dijo que mis hijos se habían acordado de mí a pesar de estar tan lejos, y me habían enviado un regalo maravilloso. Es en verdad una máquina estupenda, con capacidad de giro en ángulos muy cerrados, y propulsada por un motorcito eléctrico con dos horas de autonomía, que pienso aprovechar para ir a pasear a lo largo de la acera y por el parque cercano. Aunque no os lo creáis, me ha hecho igual ilusión que el primer coche, ya ni me acuerdo cuando. Además, tiene una serie de mandos muy bien colocados y fáciles de manejar, con los cuales puede conducir el trasto con toda tranquilidad. Incluso puedo mover el asiento y adaptarlo a diferentes posturas, pero sobre todo está muy bien acolchado, y es estupendo para mis nalgas, pues con el que hasta ahora me dejaban las monjitas, os confesaré que tenía el trasero hecho cisco, con llagas incluidas. Sabía que no me olvidaríais y que aunque estéis en Japón y Australia y nos veamos poco, adivinarías mis necesidades. Aunque pueda pareceros pesado, no sabéis realmente como cada mañana me echo encima del aparato y evoluciono a todo meter por los pasillos de la Residencia, que incluso Sor Caridad me ha dicho que tenga cuidado y conduzca con más prudencia, pues hay otros más impedidos que yo, y me los puedo llevar por delante. Después de desayunar nos reúnen en un salón grande que llaman Sala de Rezos, debe ser porque por la tarde a veces viene una de las monjas y nos liamos a avemarías, y un cura nos habla del momento tan importante de nuestras vidas, todas tan fecundas, dice, y como ahora debemos prepararnos para ver pronto la Faz del Señor. Yo como sabéis no me creo nada de esas paparruchas, y me paso el rato contemplando el panorama y moviéndome inquieto sobre mi máquina, dispuesto a salir zumbando en cuanto aquel individuo diga amén. Yo creo que a lo largo del tiempo que llevo aquí, ha ido cogiéndome cierta inquina, porque se ha dado cuenta que no pongo cara de bobo como los demás, y cuando no estoy de acuerdo con algo de lo que dice carraspeo con el único objetivo que comprenda que aquí no todos nos chupamos el dedo, y que si fuera por mí su Negocio se venía abajo, que ya está bien de zarandajas. Pero no me hago mala sangre, y veo que a muchos les vienen bien sus paparruchadas; el otro día incluso una señora Asunción, que tiene una artrosis galopante, se pudo poner en pie y dar unos pasos exclamando “¡milagro, milagro!”, con gran alboroto del personal. Bueno, hijos, que tampoco quiero daros la lata con mis cosas. Aquí estoy bien y las monjitas son simpáticas y buenas personas, que cualquier día de estos voy a misa, solo para demostrárselo, además en la iglesia hay buen ambiente. ¡Y reparten hostias gratis! Es una broma, ya sabéis que vuestro padre siempre tuvo un humor un poco ácido y fue siempre bastante irrespetuoso. Acordaros de mí antes de la próxima Navidad, aunque ya sé que estáis muy ocupados. Dentro de un momento me voy con mi bólido al Parque, donde puedo hacer auténticas diabluras con él, además el suelo es de gravilla y si me estampo no hay problema. Malo será que no acabe de cabeza en un seto. Un fuerte abrazo de papá.

TOROS



-Lo que hay es lo que hay, que te lo digo yo. Todo lo demás pura teoría, porque vamos a ver, lo de los toros. Pues ¡zas! Y al otro barrio. No te jode con los llorones. Lo que te digo. Luego van y viva Vietnam o Irak y la madre que les parió, pues deja en paz a Cúchares, joder, que ya te digo. ¿Y tú que opinas? Bueno, déjalo que me bacilas y me das mala espina. Vente conmigo al matadero, joder, verás que bonito hacen todos los animalitos en fila india hasta que llega el otro y ¡rasca! Si te vi no me acuerdo. Y luego dame rabo de toro. El cinismo, ya te digo. Que el toro sufre, pues que se joda, coño, que se ha pasado cuatro años comiendo margaritas y aquí estoy yo, en el paro y con cirrosis, y en el Seguro me dicen “pues no haberle dado al cuba libre, so cabrón. Que te has puesto morao y ahora vienes llorando”. Asimismo, como hay Dios, que me dijo el otro día un pájaro con bata en la Iguala. Si es que no puede ser Luismi, porque yo no soy un toro ¿o sí soy un toro? No me jodas, pues lo que te digo, peor que a un morlaco en el último tercio me han tratado. Te lo digo. ¡Pepe, ponme otra coca cola de las mías! Yo sin esto, Manolito, hubiera sido hombre muerto, más muerto de lo que estoy, quiero decir, porque a mí, banderillas y rejones me ha dado la vida hasta decir basta. No te jode el crío, ya sabes el chaval, que ahora va y me dice que o cambio o me echa de casa, el muy cabrón. ¿Pero qué le hice yo más que traerle al mundo? Con su madre claro, tú ya me entiendes. Vale, vale que ya es la última y déjame terminar que a mí estas cosas me alivian. Joder que es muy doloroso. ¡No te joden los toros! Que la parienta te acabe diciendo que se acabó, que está harta ¿harta de qué? Que en su día me llamaba el “percha” y el “sobrao”, y ahora va y se lía con un desastre, que lo único que va es a traerle problemas. No bebe como yo y qué, todo el día con las putas maquinitas dale que te pego y echando humo que no para, y ya tiene un enfisema que anda con la bombona esa. Que luego, lo que te digo, tu me entiendes Rafael, que no me venga con historias. Si palmó, palmó. Coño ¿no palman los toros? ¿y se quejan? Ni se quejan, que esos sí que tienen dos cojones y mueren con las botas puestas. Bueno, las botas y la leche, porque lo cierto es que al final da pena verlos como acericos, pero ¿y que? Mueren como héroes después de una vida feliz y de haberse montado a una pila de vacas. ¡No te jode! Ya me gustaría a mí palmar así, bien comido y bien follado, con perdón de la dama. Disculpe señora, pero es que cuando me encorajino, me encorajino. Y ya está. Que sí que ya me voy, que Pascual me está esperando en la Peña, que allí no me ponen pegas para trasegar lo que me venga en gana. Ni toros, ni enfisema, ni cirrosis ni leches. Aquí lo que hace falta es que venga un tío y ponga los güevos encima de la mesa-perdón señora- y diga: se acabó. O pintan bastos o estamos todos perdidos y España se va a la mierda. Te lo digo yo.

lunes, 30 de mayo de 2016

COCINAS



No entro mucho en la cocina. Entro, que duda cabe, pero no es un lugar en el que me entretenga más de lo imprescindible. Es natural, no sé cocinar y por lo tanto mi presencia entre sus cuatro paredes no tiene mucho sentido. Sin embargo no hay que engañarse, y en mi fuero interno sigo considerándola como el hogar por antonomasia, el lugar donde de niño pasaba buenos ratos al calor de la lumbre, o sumergido en los olores de los platos que preparaba mi madre para la familia. Allí, todo lo más, empleo con asiduidad el microondas para calentarme algunos platos preparados, y muy raramente la cocina de gas para hacerme una tortilla o elaborar unas lentejas o un arroz como Dios me da a entender. Digo esto porque estoy viviendo una experiencia extraordinaria precisamente en el lugar que menos frecuento, lo que no deja de ser una sorpresa mayúscula para mí, acostumbrado a mi estudio o al salón, donde, si debo ser sincero, me constituyo en el ser irremediablemente sedentario que soy desde los tiempos a los que mi memoria apenas tiene ya acceso. Esta mañana, al poco de levantarme he tenido la ocurrencia de beber un vaso de agua, y como es natural he entrado en la cocina, he abierto el grifo y me he servido un vaso largo, sin duda apremiado por la sed que me ha provocado haberme pasado de la raya ayer noche, que recibí la visita de un colega empeñado en que nos termináramos una botella de whisky que se trajo de una reciente visita a Escocia. Después de apurar el vaso de agua, me he dado cuenta de que el grifo aún goteaba y he intentado cerrarlo a fondo. Es algo que sucede con relativa frecuencia y que con la misma se arregla por sí solo, pero esta vez decidí ejercer de profesional y arreglarlo definitivamente. No quería soportar por más tiempo el goteo sobre el aluminio del fregadero, con una intensidad y persistencia semejante a la gota malaya, por lo que me puse manos a la obra y tras diversas manipulaciones creí haberlo logrado, hasta el momento en que de la cañería brotó un potente  chorro de agua que impactó contra mi cara de manera fulminante. A partir de ese momento los acontecimientos se precipitaron, y a pesar de mis intentos desesperados por taponar la fuga, todo se hizo inútil. Incluso al cerrar la llave de paso tuvo lugar algo parecido, haciendo inútil mi entusiasmo de fontanero aficionado. Con el agua ya casi a la altura de los tobillos, decidí que quizás era necio luchar contra la naturaleza desencadenada de la traída de agua, y acepté con resignación lo que el sino parecía tenerme destinado. Decidí seguir la afluencia de agua hasta sus últimas consecuencias, y observar hasta donde tal acontecimiento podía llevarme. No opuse resistencia, y cerré como buenamente pude la puerta de la cocina después de cortar la electricidad en el cuadro de distribución, cerca de la entrada de la casa. Al poco rato, una vez pasados los instantes de alarma y casi de pavor que me asaltaron en los primeros momentos, sentí que mi cuerpo se relajaba casi hasta el entumecimiento, según el nivel de las aguas seguía creciendo y alcanzaba ya mis rodillas. Aproveché esos momentos de estupor benévolo para taponar con cinta aislante y americana las fisuras de la puerta y la ventana, así como la rejilla de aireación del gas, instantes que, una vez alcanzada una estanqueidad casi perfecta, hicieron que las aguas empezaran a subir a gran velocidad, experimentando pronto el empuje vertical y hacia arriba que en su día preconizara con tanto acierto Arquímedes. Me desprendí de toda la ropa que llevaba encima, y pronto amagué con hacerme el muerto, algo que definitivamente conseguí cuando la superficie del líquido me llegó a la altura del pecho. Y en esa situación me encuentro en estos momentos, cuando no faltará más allá de medio metro para que el agua alcance el nivel del techo, momento para el que tengo previstas algunas soluciones que espero que no me fallen, pues la muerte por ahogamiento siempre me ha sofocado, valga la redundancia. Mientras llega el instante de abrir, si es que puedo, la ventana o de entornar la puerta, me entretengo en cavilaciones y fantasías evocadoras del Nilo y algunos oasis de renombre. Imagino camellos, palmeras y dátiles, e incluso visualizo el fondo marino cuando me decido a hacer alguna inmersión. La cocina ha cambiado notablemente, y ha adquirido a través de las aguas la delicuescencia de ciertos sueños, que recordamos vagamente al despertar como pertenecientes a una realidad que se nos escapa. Mi vista, ya no muy lejos del techo, abarca una superficie cuajada de elementos esencialmente culinarios, pero que para mí revisten ahora el encanto de un decorado surrealista en el que se entremezclan botellas oscilantes, cuencos y tupperwares, a la vez que papeles de varios colores y cubiertos y vajillas de plástico y madera. Los de plata, hundidos, casi parecen perlas. El suelo de la cocina se ha convertido en un fondo abisal en el que entreveo unas losetas fosforescentes, que me recuerdan a algunos seres tenebrosos de las simas marinas, al tiempo que entreflotando como submarinos, llego a entrever formaciones de diversos materiales que no llego a distinguir, pero que imagino como corales y siluros. Mi cabeza pronto tocará el techo, y oigo una especie de chisporroteo que no puedo adjudicar a la electricidad, que recuerdo haber cortado, por lo que supongo que se debe a fugas de agua hacia el pasillo y la terraza. Me acerco pues a la ventana, esperando tener la fuerza suficiente para entreabrirla aunque sea mínimamente y que pueda actuar como espiche. Rezo a un dios en quien no creo, pero que necesito urgentemente, y le pido con el mayor fervor del que soy capaz que origine con la ayuda del empeño que pondré en mi acción, el tsunami que me salvará la vida.  

ADIOSES



Mamá siempre fue muy menuda, pero viéndola por última vez, me pareció una muñeca de porcelana. Había llegado a última hora y apenas tuve tiempo para verla, porque el entierro estaba fijado para media hora después. Me avisaron tarde y salí en el primer avión que pude. Al parecer los acontecimientos se habían precipitado inesperadamente. Al ver a mi familia reunida en el tanatorio, lo que más me sorprendió fue su actitud: nadie parecía realmente afectado, y daban la impresión de estar asistiendo a un mero trámite. Es cierto que era algo esperado desde hacía tiempo, pero me impresionó percibir como nos blindamos en situaciones que de otra manera serían casi insoportables. Estoy seguro que yo mismo les transmití también esa sensación, pues  ya en el avión poco antes de aterrizar, algo en mi interior se cerró para no reconocer que aquello que estaba viviendo era un hecho real y no un sueño. Intenté abstraerme de aquellos pensamientos insidiosos, y conversé durante un rato con mis hermanos. Palabras rutinarias sobre su enfermedad, las complicaciones de los últimos momentos, los médicos que la atendieron, la funeraria, etc…, pero era evidente que todos tratábamos de alejar nuestros auténticos sentimientos de nuestras cabezas, como si tal cosa fuera la última estrategia a la que podíamos recurrir para no hundirnos.
Poco antes de que cerraran el ataúd, me acerqué de nuevo  y estuve contemplándola con mucho detenimiento, tratando de grabar en mi memoria hasta los mínimos detalles de su rostro, apenas alterados por la rigidez de su cadáver. Me llamó sobre todo la atención el hecho de que de alguna manera parecía sonreír, como si en el momento del tránsito hubiera percibido algo que la hacía feliz. No era la expresión habitual de mamá, normalmente seria y poco expresiva, sino de la mamá de los días dichosos, en los que nos volvía a ver tras un largo período de separación, o cuando recibía a sus nietos, nuestros hijos. Sentí en esos momentos unas ganas enormes de llorar y expresar allí mismo todo el amor que me suscitaba aquel ser del que me despedía, pero me contuve como pude a pesar del dolor que la represión provocó en mi pecho. Los otros también estaban a mi lado, y pude percibir que, como yo, trataban de disimular la emoción que les embargaba.
Me acordé también de papá, muerto hacía ya mucho tiempo, pero no fue nada parecido. De hecho dos de mis hermanos ni siquiera se presentaron por razones que nunca llegué a entender, aunque en alguna ocasión se habían disculpado vagamente aduciendo razones de lejanía o de dificultades para abandonar su trabajo. Allá ellos, después de todo nadie pueden obligar a otro a tener determinados sentimientos. Con mamá era diferente, estábamos todos y parecía que éramos conscientes de que con su muerte no sólo se moría ella, sino que la familia, ese grupo que a pesar de todo constituíamos, dejaba de existir como tal, y que en adelante cada cual tendría que enfrentarse a la soledad de su propia vida. Claro que, por otro lado, quizás aquella muerte podía provocar el efecto contrario, y a partir de entonces, trataríamos de estar más en contacto. El tiempo diría, aunque era evidente que nuestras miradas reflejaban en aquellos momentos una orfandad inesperada. Después, todo transcurrió rápidamente y enterramos a mamá en un nicho alquilado por una serie de años. Alguien propuso cenar juntos aquella noche, pero finalmente no fue posible y nos limitamos a tomar algo en una cafetería próxima. Había una cierta tensión en el ambiente, pues aquello, a pesar de esperado, suponía al mismo tiempo una situación nueva que nadie sabía como manejar adecuadamente. Nos despedimos con cierta precipitación, como si todos nos viéramos urgidos a abandonar aquel lugar enseguida para calibrar lo que había sucedido, o más posiblemente para decirnos que no había pasado nada.
Por mi parte decidí pasar la noche en un hotel de las cercanías a pesar del ofrecimiento de alojamiento del único hermano que vivía allí. Tenía ganas de estar solo y no dar ocasión a las conversaciones sin sentido sobre los tópicos que se manejan en situaciones semejantes, teniendo en cuenta, además, que no mantenía relaciones cercanas con él y su familia desde hacía años. Me dio tiempo sin embargo a alquilar un coche y salir a la carretera, tenía necesidad de sumergirme en mis propios pensamientos que paradójicamente sentía placenteros y apaciguadores, como si la pérdida de mamá me hubiera devuelto una calma inexplicable en aquellos momentos. No volví al hotel. Circulé despacio por una de las rondas periféricas de la ciudad, sintiendo al cruzarme con los vehículos que venían de frente el estrecho margen que nos separa de la otra vida. Encendí la radio y conduje hasta el amanecer. Fue solo un día.

LLUVIAS



J aflojó el paso. Cuando apenas le quedaban ya unos metros para llegar a la casa, se sintió de repente invadido por una sensación que según avanzaba, empezaba a dejarle paralizado. Intentó proseguir a pesar de que en aquellos momentos las piernas parecían  no querer obedecerle y se asustó. Hasta entonces había tenido las cosas claras y había actuado con resolución, pero un sentimiento de vacuidad se apoderó en esos momentos de él de una forma incontrolable, que hizo que paulatinamente acortara el paso, y acabase apoyándose en uno de los árboles que bordeaban la acera. Empezó a temblar y sintió que el corazón se le disparaba en el pecho. Se sentía extraño, y todo lo que hasta ese momento le había impulsado a actuar con determinación, le pareció algo sin sentido, como si su cabeza se hubiera despoblado de la emoción que le había hecho tomar aquella decisión. Incluso tuvo la sensación de que en esos instantes no podía precisar las verdaderas razones que le habían empujado a cometer aquella locura.
Se vio a sí mismo desde afuera: un pobre desgraciado con un ataque de celos que quería tomarse la justicia por su mano. Pero no fue imaginarse en los boletines de información de la televisión o la prensa del día siguiente lo que parecía haberle detenido, después de todo, uno de los cientos de crímenes pasionales que tienen lugar cada año en el país, sino algo mucho más sutil e insidioso que le había desarmado completamente. Se sentía incapaz de razonar, y por lo tanto, tampoco era el temor a las consecuencias del asesinato que quería cometer, lo que le había sumido en aquella sensación invalidante de extrañamiento. Cuando al cabo de un rato se recuperó un poco, pudo por fin darse cuenta de qué se trataba.
Eran cerca de las diez de la noche de un miércoles a finales de mes, cuando se aventuró por las calles espaciosas, solitarias y un tanto inquietantes de aquella urbanización. Llovía ligeramente pero con persistencia, y el viento agitaba con violencia las ramas de los árboles: ese era el marco que jalonaba su marcha hacia el chalet donde su mujer, Suzanne, y su amigo John, consumaban una traición que ahora sabía que se prolongaba ya durante varios meses. Era darse cuenta del absurdo de su situación lo que le desconcertaba, un hombre solo lejos de su casa acudiendo a una cita a la que no había sido convocado, y que en el fondo no tenía nada que ver con él mismo. Eso era verdaderamente lo que le tenía perplejo, la conciencia de que todo aquello le era en buena medida ajeno, y que solo su necesidad de sentirse vivo le había impulsado a ello. Al tiempo que oía sus zapatos chapotear sobre la calle mojada, se le hizo evidente que, a pesar de la ira y el rencor que había sentido durante los días posteriores a que alguien le hubiera contado la verdad, en aquellos momentos, todo el decorado que él mismo había montado para sentirse importante se caía con estruendo. Vio a Suzanne y a John como dos perfectos desconocidos, dos figuras de una pieza teatral, de la que sólo le interesaba su escenografía: la oscuridad de la calle y el ambiente sórdido que parecía haberse adueñado del ambiente. Al sentirse solo, tuvo de repente miedo y decidió no dar un paso más hacia la vivienda a la que se dirigía. De hecho, pensó que alguien podía salir en cualquier recodo o de detrás de los setos y parterres y atacarle. Fue una sensación breve pero intensa, que de le hizo apresurar el paso en dirección contraria. Afortunadamente se le pasó enseguida, y decidió seguir caminando con calma hacia la parada del autobús donde se había apeado poco antes.
No le importaba sentir como las gotas de agua caían con creciente intensidad sobre los hombros y la cabeza. Sentía como si en aquel breve periodo de tiempo, su vida hubiera dado un giro radical, y las cosas que hasta entonces le habían interesado, hubieran perdido todo su sentido. Le inquietaba no obstante verse a sí mismo en aquellas circunstancias: solo en una ciudad extraña en la que nada se le había perdido. Se sentía también aliviado, como un personaje de una tragedia que se hubiera desprendido en un instante de una pesada carga, y al hacerlo, hubiera perdido su verdadera identidad. Al levantar la cabeza ya cerca de la parada del autobús y ver su sombra  reflejada sobre la calle a la luz de una farola, sintió un escalofrío, como si de hecho no fuera la suya.

AUSENCIAS



Cuando Luisito faltó al colegio durante más de una semana no me asusté, después de todo por entonces era bastante corriente que los niños se pusieran malos con cierta frecuencia. Recuerdo, no obstante, que cuando su ausencia se empezó a prolongar más de la cuenta empecé a sentirme algo inquieto, más que nada porque era mi amigo preferido, pero sobre todo porque sin él los partidos de fútbol en el patio tenían menos aliciente. Era el mejor y el que marcaba más goles, con lo cual nuestro equipo comenzó a sufrir serios reveses. De todos modos, no sé por qué le llamo Luisito, cuando para mí, y de hecho para todos era Luis, nuestro delantero goleador, casi un héroe. Posiblemente se deba a que, incluso sin quererlo, de una forma inconsciente, acabamos nombrado a todo cuanto conocemos con el nombre que le asignan nuestros mayores, y aún recuerdo como si fuera hoy el día al regresar a casa del colegio, mi madre me dijo que Luisito se había ido al cielo y que no volvería a verle en algún tiempo. Decían que yo era un niño precoz, incluso creo que en alguna ocasión oí decir que raro para mi edad, y cuando mamá me dijo eso, lo primero que sentí fue una profunda decepción, pues no concebía los partidos de fútbol sin él, pero si debo ser sincero, toda la vida se me hacía a partir de ese momento un tanto incomprensible, por lo que debido, digo yo, a mi precocidad, le pregunté que cuanto tiempo exactamente iba a permanecer en aquel lugar a donde había ido o le habían llevado, momento en el que mamá miró hacia otro lado y murmuró algo ininteligible para mí, pero que yo guiado por mi necesidad de volverle a ver, interpreté como “no demasiado”. El hecho, sin embargo, como a todo el mundo le resulta comprensible, es que Luis no volvió nunca a pesar de mis preguntas a mamá que poco a poco se fueron distanciando, supongo ahora que para su tranquilidad, pues cada vez que lo hacía podía darme cuenta de que mostraba una creciente intranquilidad, y hasta un punto de enfado, como si yo ya hubiera comprendido que el regreso de mi a migo del alma era imposible. Si debo ser sincero, a partir de cierto momento yo empecé a sospechar algo, sobre todo cuando murió mi abuelo, aunque en mi interior no podía comprender como era posible que un niño pudiera seguir la misma suerte que aquel viejo al que visitábamos de vez en cuando. Francamente me resultaba incomprensible, aunque aquel hecho me confirmara la posibilidad de que Luis se hubiera ido definitivamente. En muchas ocasiones estuve a punto de preguntarle a mi padre si mis sospechas tenían algún fundamento y Luis y el abuelo se encontraban ahora juntos en algún lugar, precisamente en ese lugar al que habían llamado cielo, pero finalmente no me decidía e iba dejando transcurrir los días, pues era evidente que a mamá no le hubiera gustado en absoluto mi pregunta y no era cuestión de impacientarla aún más. Según pasaba el tiempo fui olvidando a Luis, aunque en ocasiones estando en el recreo su imagen parecía sonreírme cuando nuestro equipo marcaba un gol o simplemente después de una buena jugada. Al abuelo lo olvidé pronto, porque estaba seguro que estaría bien en cualquier sitio al que hubiera ido, porque la verdad es que cuando le visitábamos siempre estaba en una silla de ruedas y no parecía demasiado contento, aunque la verdad es que cuando me veía siempre me cogía la cabeza con sus manos y me revolvía el pelo después de darme un beso. Tiempo después, un día mamá me sorprendió diciéndome que íbamos a llevarle unas flores al abuelito y que le gustaría que la acompañara. El abuelo era su padre y fuimos al cementerio los dos solos, papá aquellos días estaba fuera. Yo no sabía exactamente que era el cementerio, pero cuando entramos en aquel lugar tranquilo y lleno de árboles no me pareció un mal sitio para visitarlo, a pesar de la presencia de gente bastante seria con aspecto de estar triste. Cuando nos paramos frente a la tumba del abuelo, mamá me dijo “mira el abuelito está ahí”. Yo miré asombrado aquella lápida de mármol con su nombre donde me dijo que dejara las flores. Yo entonces, como si fuera un rayo, me acordé de Luis y comprendí que jamás volvería, intenté contenerme y aunque sentí un dolor agudo en el pecho, no pude impedir echarme a llorar desconsoladamente. Mamá me abrazó y me dijo que no llorara que ya estaba muy feliz en el cielo, y entonces comprendí para siempre que el cielo es un lugar debajo de la tierra, y que Luis también estaba allí.

CARNICERIAS



Algunas tarde cuando vuelvo a casa después del trabajo demasiado fatigado, me echo en la cama y apenas puedo levantarme para cenar. Flavia y los chicos tienen paciencia y parecen comprenderme, porque poco después me reciben sonrientes en la mesa, conscientes de que hago todo lo posible para traer un dinerito a casa y mantener la familia a flote. Flavia quisiera ayudarme pero le resulta imposible. Su poliomelitis infantil ha sido demasiado cruel con ella, y nunca le ha sido fácil encontrar trabajo, aunque en ocasiones le salgan algunas oportunidades en pequeños negocios donde puede echar una mano en labores secundarias, teniendo en cuenta que tampoco es una experta en informática, lo que le facilitaría mucho las cosas. A pesar de su edad, estamos en ello y le pago a un buen profesional que la ponga al día y le permita trabajar sentada, donde sus dificultades con las piernas no tienen importancia.
Otras tardes, nada más regresar, todos saben que no cuentan conmigo en absoluto. Ha sido un día demasiado duro y ni siquiera tengo humor para compartir con ellos el rato que todavía queda para irnos a dormir. Esos días me encierro enseguida en mi habitación privada, Flavia y yo dormimos en habitaciones separadas, y después de un pequeño descanso tumbado en la cama tratando de recuperar el resuello, y devolver mi respiración y pulsaciones a los valores habituales, procedo a reconstituirme para poder seguir funcionando al días siguiente con normalidad. Me siento frente a la mesa de roble macizo, que forma parte de mi estudio al fondo de la habitación, y procedo a abrirme en canal como si fuera una res del matadero municipal. Me sirvo para ello de un cuchillo de grandes dimensiones que podría sin duda ser empleado para el ganado, y en ocasiones me ayudo con algo parecido a una navaja cabritera para las vísceras y los menudillos. Trato de situar el abdomen sobre la mesa aupado sobre un taburete de patas altas, y una vez conseguido procedo a mi eventración, que aunque pudiera ser embarazosa para un no entendido. A mí con la práctica me parece de lo más natural, teniendo en cuenta que manejo con facilidad los órganos y no se me escapan los líquidos, provisto como estoy en esos momentos de los recipientes y utensilios adecuados. En primer lugar llega el esófago, al que le sigue el estómago y poco después los intestinos delgado y grueso con el recto, con los que procedo a una limpieza exhaustiva y pormenorizada, que deja lo que habitualmente llamamos mondongo listo para reinstalarse en su lugar, una vez cerrada la herida y efectuadas las suturas pertinentes. El hígado, el páncreas, los riñones, el hígado y el bazo vienen después y sufren un proceso similar, aunque normalmente más limpio y menos aparatoso, recolocándolos a su vez en sus alojamientos correspondientes, listos para realizar sus funciones habituales como órganos fundamentales del funcionamiento de mi organismo. El corazón y los pulmones, estando más relacionados con la amígdala cerebral, y por tanto en procesos eminentemente emocionales y afectivos, no los toco o en todo caso les doy un pequeño retoque en superficie, pues nunca está claro como podrían reaccionar si son manipulados como vísceras. Procedo en todo momento con suma limpieza, y al poco de terminar me considero un hombre nuevo, algo que al día siguiente toda mi familia me corrobora por la mañana al levantarse y verme de buen humor, y según dicen, con buena cara. Ellos no están en el intríngulis de la operación que ha tenido lugar, teniendo en cuenta que he procedido en todo momento con sigilo, y que tengo los elementos quirúrgicos a buen resguardo en un lugar que ni podrían sospechar.
Salgo pues de nuevo al mundo como un automóvil después de una revisión a fondo, en la que todas sus partes han sido reconstituidas, adquiriendo el valor de una mercancía recién estrenada. Ni que decir tiene que en mi habitación nada denota el intenso trabajo a que he sometido a mi organismo, y que los desechos orgánicos de todo orden, líquidos incluidos, han desaparecido después de un proceso minucioso  de imposible detección. Pero hoy soy consciente que debo moderar mi afición a la fontanería interna, porque Flavia y los chicos entusiasmados por lo que desconocen. Piensan que la causa de mi apariencia renovada por la mañana solo se debe a las consecuencias de un sueño reparador, sin considerar en lo más mínimo que quien se presenta ante ellos sonriente y hasta en ocasiones exultante, ha sufrido una operación quirúrgica de alto riesgo, que no difiere en mucho de las labores que se llevan a cabo en una carnicería o un matadero. Tengo previsto, no obstante, para un futuro más o menos inmediato, la inclusión de todos mis órganos sensoriales, y esencialmente de mi cerebro, al que creo que seré capaz de desprender de ciertas adherencias con las que ha ido contaminándose con el paso del tiempo en su discurrir en contacto con el mundo exterior. Estaré entonces cerca de ser el hombre nuevo, el paradigma buscado con ahínco por tantos sabios y jefes de estado, deseosos del mundo feliz al que aspiran desde el comienzo de los tiempos. Luego vendrá la inclusión de los tejidos y las células, donde el trabajo sobre su ADN será fundamental cara a un futuro que, visto lo visto, no podrá ser otra cosa que halagüeño.

NIVELES



Aunque los dos viven a distinto nivel, forman parte del mismo sistema nervioso, y por lo tanto tienen información precisa de todo cuanto acontece en cualquiera de ellos. No obstante, en ocasiones podría decirse que cada cual, posiblemente debido a consecuencias de su evolución que no son del caso, parecen haber adquirido una autonomía que a pesar de estar íntimamente relacionados, les hace actuar de forma independiente. Tal cosa se hace evidente en determinados momentos, y dado que yo he asumido la responsabilidad de las acciones de ambos, con frecuencia me meten en problemas que no existirían si se pusieran de acuerdo y actuaran de mutuo acuerdo. Mi irritación hace que en ocasiones tome con uno u otro medidas enérgicas, pero lo cierto es que solo funcionan a corta plazo, y en cuanto les dejo a su aire, vuelven a retomar su actitud habitual. Podría aceptarlo definitivamente y transigir con sus devaneos individuales o sus desacuerdos, pero tal cosa sería renunciar a mi supuesta jurisdicción, y aceptar que me han vencido definitivamente, algo a lo que no estoy dispuesto. Hay ocasiones en el que su falta de entendimiento se hace más evidente, pues si, por ejemplo, a la hora del almuerzo uno insiste en comerse un bistec de ternera, el otro decide cualquier cosa siempre que sea de cuchara. Estas diferencias me hacen en ocasiones tener que actuar siguiendo pareceres disímiles, y la verdad es que tengo que esforzarme para hacerlos compatibles, aunque afortunadamente hasta la fecha he logrado que sus diferencias no me originen una dificultad insalvable. Bien es cierto, no obstante, que con frecuencia yo optaría por una de ambas opciones, pero teniendo claro a fecha de hoy de la importancia de la alimentación, soy incapaz de decantarme hacia uno u otro lado. Si somos lo que comemos, y en ello coinciden no solo cocineros y gastrónomos interesados, sino médicos, dietistas y endocrinólogos, será preciso atender a ambos. Al menos eso es lo que acabo diciéndome, atorado en una disyuntiva de la que no sabría salir escorándome hacia uno de los lados, sin cierto complejo de culpa. Bien es cierto que la hora del almuerzo complica claramente la situación, pues debo atender a dos niveles no siempre al alcance de mis manos de forma precisa, y debo esmerarme para que con o sin servilleta la cosa no pase a mayores. Mientras uno se empeña con frecuencia en alimentos sólidos y energéticos que precisan de una masticación insistente y hasta virtuosa, el otro se inclina por los purés, los caldos o los alimentos líquidos de fácil digestión, para los que emplea, según el caso, cubertería cóncava de diferentes tamaños, o si llega a ser preciso, la pajita para sorber o la inclinación adecuada del recipiente. Otras situaciones suponen asimismo diferencias en las que debo intervenir para tomar la decisión que me parece más adecuada para el momento aunque me mortifique, pues siendo uno de ellos más que estrictamente hermafrodita, bisexual, debo decidir en qué sentido me parece más adecuada su actuación, y decidirme por la carne o el pescado definitivamente.

EMBARCACIONES



No sé que pinto yo por estos parajes, pero el hecho es que al parecer me encuentro en el delta del Mekong. Y si no es exactamente allí, en un lugar parecido. O al menos eso es lo primero que se me ocurre. En cualquier caso,  superada la sorpresa inicial, paseo sobre unas tarimas flotantes que hacen las veces de camino entre las embarcaciones y las casas de madera, en donde al parecer transcurre la vida social y de relación de esta gente, indudablemente china o como mínimo oriental, ya que nunca he logrado precisar la procedencia de los asiáticos, pues igualmente podría tratarse de japoneses, coreanos o filipinos. Los birmanos y tailandeses son algo más oscuros.
Me llaman la atención dos embarcaciones, que decido comprar de inmediato a pesar de no tener ni un céntimo, aspecto que en esos momentos no considero primordial, teniendo en mente que para mí el trabajo tiene un valor igual o superior al capital, y estoy dispuesto a bregar de sol a sol si es preciso. La primera de dichas embarcaciones tiene forma rectangular, y está atravesada por una especie de rulos de junco, que deben servir de bancadas para los tripulantes y los remeros; la segunda recuerda a las embarcaciones que utilizo Thor Heyerdal para llegar desde la Polinesia a América, hechas de tallos de papiro. Y también a una embarcación vikinga, pero con una proa más modesta. No muy lejos alcanzo a ver unos champanes, pero no me interesan. Decidido a seguir adelante con mi proyecto y discuto el precio con el propietario, pero de inmediato me encuentro con el primer problema: no hablamos el mismo idioma,  y por más gestos que hago tratando de hacerle ver mi deseo, aludiendo al dinero  o trabajo necesarios, no me entiende. E incluso es posible que me malentienda, o que mi propuesta le parezca una tomadura de pelo, pues  parece irritarse, y mirándome con cara de pocos amigos, emite una serie de sonidos guturales y me amenaza con un arma blanca que de entrada tiene toda la pinta de un kris malayo, de lo que deduzco que debo de encontrarme más al sur de lo previsto, posiblemente en una de las islas de Indonesia. No obstante trato de tranquilizarle, porque tengo cierto apego a mis huesos a pesar de ser una persona cierta edad, pero eso no parece convencerle, y aunque a continuación le largo un pequeño espiche sobre la equivalencia entre capital y trabajo, no atiende a razones, y hace que me de a la fuga, corriendo sobre aquella especie de parquet flotante, con una soltura y equilibrio que para sí quisieran muchos jóvenes.
Logro finalmente despistarle tras varias fintas y cambios de dirección, y olvido totalmente la situación, interesándome rápidamente por la fauna marina del lugar. Alguien me informa en seguida en perfecto castellano, que esencialmente está compuesta por barracudas y tiburones. Tal hecho me hace pensar que estoy en un reducto filipino ajeno al imperio yanqui, en donde todavía el español es considerado como lengua oficial. Sofocado aún por la carrera y calibrando si en adelante la pesca puede constituirse en uno de mis objetivos futuros, me siento en el borde de la tarima flotante, con los pies dentro del agua. Al rato observo que dónde antes tenía los mencionados pies, ahora no poseo más que dos excrecencias colgantes que dejan mucho que desear y me hacen añorar a los muñones de algunas películas de Buñuel. No recuerdo nada más. Si vuelvo a ponerme en contacto con ustedes y no me desplazo en silla de ruedas, esta historia solo se trataba de un sueño desagradable. En caso contrario, la situación era más grave de lo previsto, y solo me cabe despedirme de ustedes un tanto apesadumbrado esperando que alguien bien informado pueda en un futuro más o menos inmediato, informarles de la equivalencia de capital y trabajo según Keynes. Y de los inconvenientes de la pesca de altura sin la indumentaria adecuada.

COMIENZOS



Creo que ha llegado el momento de ponerse manos a la obra. En estos últimos tiempos siento un hormiguillo interior que me impulsa a dar el primer paso, y de esa manera cambiar el rumbo de mi vida. Sin embargo, no es fácil por dos motivos. El primero, porque toda esta inercia de mi inactividad durante los últimos años, hace que al poco de iniciar cualquier tarea, me sienta terriblemente fatigado. Y no se trata de un cansancio fisiológico sino de orden psíquico, pues mi cabeza se desactiva y, como es natural, al poco tiempo el resto de mi cuerpo la sigue. Lo segundo es lo más grave, pues cuando me decido, aún no he podido llegar a definir qué es lo que quiero. Inicio un movimiento, tomo una decisión o empiezo cualquier actividad que creo que me va a servir para reiniciar mi vida, y al rato me doy cuenta de que no se trata de eso. Es una sensación angustiosa, pues en cualquier momento dejo lo que tenga entre manos y me siento en cualquier lugar, incapaz de seguir ni un instante más. Permanezco de tal guisa perplejo durante un largo rato en una actitud próxima a la catatonia, durante el cual mi mente se ve en exclusiva ocupada por una conocida frase de un famoso pensador español refiriéndose a una no menos famosa república: “ no es esto, no es esto”. Sigo en esta actitud bastante tiempo durante el que siento que mi cuerpo se desmadeja, y es frecuente que acabe hecho un ovillo sobre el sofá, de donde solo me levanto para continuar las tareas rutinarias de un pobre hombre adocenado.
Me hubiera gustado ser escritor, me suelo decir con frecuencia, y enseguida me traslado al ordenador o cojo el primer lápiz que tengo a mano, y comienzo a pergeñar una historia de la que en esos momentos tengo el convencimiento que podría marcar un hito semejante a “El Quijote” o “La vida es sueño”, buscando para ello frases que de inmediato capten al futuro lector, y le hagan meterse de inmediato en la trama. Concretamente he llegado a construir dos que imagino podrían dar lugar a un nuevo concepto de la narrativa. Son estas: “Una tarde después de una siesta poco reparadora, Gregorio Fernández se encontró convertido en un algoritmo de imposible resolución” y “En un lugar del que tengo una vaga idea, vivía un caballero cuya principal virtud consistía en calzar escarpines y comerse los hollejos de las uvas, dejando la pulpa”. Si debo ser sincero, ambas me hacen recordar ciertas lecturas que hice de adolescente, pero que no logro traer a la cabeza por muchas vueltas que le doy. De todas maneras, debo confesar que esta puede ser una elección condenada al fracaso, pues por más que lo pretendo, nunca llego a rellenar más de folio y medio a doble espacio, e invariablemente las últimas líneas consisten en una serie de ecuaciones matemáticas o sentencias que tengo recogidas en un pequeño diccionario de proverbios y refranes.
Tendré que abdicar de esta querencia, y buscar en otro lado una orientación que permita dar a mi vida un cambio definitivo y feliz. A pesar de todo, pienso que muchos serían unos escritores razonablemente buenos, yo incluido, si pudiera fabricar (ser inventor es otro de mis grandes proyectos) una máquina “extractora de pensamientos”, de tal manera que adaptada a la cabeza a través de un mecanismo pudiera trasladar al soporte que se considere más adecuado, el flujo discursivo incesante que habita nuestro cerebro, algo que superaría con mucha a la escritura automática, y que introduciría un nuevo paradigma en el mundo de la literatura. El tiempo dirá.
Y luego, en días que no tienen nada que ver con una concepción intelectual  del mundo, me inclino por profesiones que tienen más de oficios que de otra cosa. Son desde luego trabajos que le deben todo, en cualquier caso, a la mecánica newtoniana, y nada a la relatividad ni la física de partículas. Me gustan labores en los que mi cuerpo se pueda ejercitar vigorosamente bien por la insistencia en movimientos enérgicos y reiterativos o, al contrario, por otras en los que la delicadeza, la precisión y los matices constituyan su núcleo. En este sentido intenté durante unos días hacerme herrero, a cuyo efecto me hice con un yunque y monté una pequeña fragua en un local que alquilé en una zona rústica de los alrededores, pero al poco tiempo la persistencia de los golpes y el calor procedente del horno me hicieron desistir, considerándome a partir de ese momento como un hombre no apto para esfuerzos excesivos en ambientes no adecuados. Pude, sin embargo, ejercer como relojero y ebanista, trabajos en los que alternaba el arreglo de los escapes de áncora con los barnices aplicados a muñequilla sobre maderas nobles, pero llegó un  momento en que fui incapaz de diferenciarlos, originándome una confusión mental absoluta, que me hizo incorporar un reloj suizo de alta precisión a la pata de una silla Luis XV, con las consecuencias previsibles, pues el reloj intentó actualizar su calendario y se puso a la hora correcta, pero del siglo XVIII. Luego pensé que tal hecho era irrelevante, pero los dueños de ambos artículos pusieron objeciones.
No desisto sin embargo de encontrar en cualquier momento una actividad que por fin traiga a mi caletre el sosiego que la vida cotidiana me niega, pues andar por casa en pijama y con batín me causa un descontento que debo paliar urgentemente, si no quiero que pensamientos insidiosos y negativos empiecen a poblar mi mente. No descarto el rafting, el puenting, el parapente ni el vuelo sin motor, aunque quizás debiera empezar a considerar que la propia labor de búsqueda sea una finalidad en sí misma, teniendo en cuenta que debidamente publicitado, incluso podía ser un trabajo bien remunerado. Estoy en ello, y empiezo a pensar en abrir un comercio con tal finalidad. De hecho, ya he empezado a comprar los muebles.

TÚNICAS



No sé que sentido puede tener el hecho de que últimamente sueñe con mucha frecuencia que me encuentro solo en medio del desierto. Y no se trata exclusivamente de un desierto en el sentido más clásico, el de arena y grandes dunas, sino, además, de otros de configuraciones variadas, desde amplias mesetas pedregosas hasta terrenos áridos azotados por vientos violentos, y alterados aquí y allá por elevaciones rocosas. Quizás la característica más común es la ausencia de vegetación, o como mucho la proliferación de cactus y chumberas, y con frecuencia la de una hierba rala y raquítica luchando con heroísmo para sobrevivir a la sequía, que es la característica principal de todos ellos. Es posible que haciendo una interpretación metafórica y un tanto freudiana, me estén hablando de un empobrecimiento de mi psique, o de una soledad que debo tratar de contrarrestar acercándome a los demás. No siento yo, a fuer de ser sincero, que el estado de devastación de mi sistema límbico sea para tanto, y aunque es cierto que en ocasiones permanezco varios días sin salir de casa ni decir esta boca es mía, mantengo por otro lado el flujo suficiente de conexiones con el mundo exterior para considerarme una persona medianamente equilibrada. No creo que permanecer cinco horas diarias viendo la televisión, y otras tantas aplicándome con el ordenador sean suficientes para que salten todas las alarmas. De hecho, mis sueños en los últimos tiempos contienen algunos elementos vitalizadores e incluyen lo que, a mi modesto entender, puede representar una aproximación a los demás. El otro día, sin ir más lejos, soñé que estaba en un desierto, sorprendentemente llamado Castilla la Vieja, en el que se encontraban diversas personas conocidas, y especialmente dos, mi madre y mi hermana. Lo de mi madre no es sorprendente, lo de mi hermana sí, porque no tengo ninguna; claro que ya se sabe que en los procesos oníricos se dan todo tipo de alteraciones de la vida real. Desde luego era un desierto particular, que coincidía en su aspecto con la de dicha región, denominada así en tiempos de la dictadura, por lo que tenía bastante poco de desierto considerado este en el sentido más arriba mencionado, pues no sólo podían vislumbrarse grandes cadenas montañosas cubiertas de vegetación, sino que en las llanuras eran frecuentes los campos de trigo, maíz y avena. También las poblaciones de tipo intermedio y una cabaña bovina y lanar abundante diseminada por el terreno. Pero en el sueño se trataba sin duda de un desierto. Mi madre se dedicaba a faenas que yo trataba de discernir a lo lejos, aunque no me resultaba fácil. En todo caso se trataba de labores relacionadas con los trabajos de la granja. Mi hermana, una chica talludita pero de buen ver, se paseaba arriba y abajo con una especie de túnica tornasolada, abierta lateralmente a lo largo de las piernas y subiendo por los costados hasta cerca de las axilas, lo que ella misma seguramente consideraba impropio, pero que al parecer no podía dejar de hacer. Parece ser, según el relato que el sueño desarrolla, que ambas vivían en una especie de granja, propiedad de unos cubanos venidos a la península ibérica como consecuencia de su guerra de independencia, pues se consideraban más españoles que antillanos, y desde luego, mucho más que americanos.
Son pues varios los elementos que parecen animar mis sueños últimamente, con independencia de que se trate de desiertos, ya sean el del Sahara, el de Atacama o el de Gobi. Las interpretaciones son múltiples, y mi psicoanalista tiene suficiente material de trabajo para varios meses, dada la ausencia también absoluta de fauna autóctona, especialmente camellos. Quizás no deba complicarme la vida y suponer que se trata de restos diurnos sin ningún significado, y que mis neuronas descargan el tedio o la tensión que me producen los aparatos electrónicos. Voy a rebajar a tres las horas de audiencia de televisión e internet. Quizás así consiga soñar con jardines umbrosos y con vergeles en los que se cultiven frutos de temporada, y siempre, siempre, la uva moscatel.

CIUDADES



Me encuentro en una ciudad, de eso no cabe duda dada la proliferación de edificios y la existencia de calles entre ellos. No obstante, vista desde el altozano donde me encuentro, y quizás por la evidencia de un desierto de proporciones más que notables a su alrededor, tengo la impresión de ser presa de una ilusión óptica, y tratarse quizás de un espejismo. No es desde luego, un oasis, como suele ser frecuente para aquellos que tras varios días de travesía sobre la arena, necesitan agua perentoriamente. No se vislumbra un lago rodeado de palmeras ni se pueden ver, por lo tanto, a los camelleros abrevando a sus animales. Parece una ciudad moderna, que si no fuera por sus dimensiones modestas, un neófito tomaría por El Cairo, y otro poco viajado, por cualquiera de las ciudades lujosa de los Emiratos Árabes, digamos que Dubai. Pero no es así. El centro de la población es un inmenso edificio con forma de cabeza humana, en la que se perciben a su alrededor miles de ventanas, y una terraza que lo rodea en su totalidad. Asomados al  atardecer, decenas de miles de personas, parecen celebrar algo que no llego a adivinar, aunque es posible que se trate de una despedida ritual del astro rey, a la que no estoy acostumbrado por proceder de otras latitudes menos soleadas. En una de las galerías de los pisos altos, se hacen evidentes a partir de cierto momento, grupos de deportistas que aprovechan el perímetro del lugar y su buena iluminación, para mantener la forma en las épocas del año donde en otras latitudes arrecia el frío, y las bajas temperaturas impiden el entrenamiento. Destacan sobre todo los ciclistas, con preferencia los pistards, que encuentran el lugar muy adecuado, pues  el suelo está provisto de peralte. Luego, cuando el muecín ya ha acabado sus prédicas, bajarán a la calle en grupos y repondrán las calorías que les hacen falta a base de cuscús y cordero, finalizando con unos dulces morunos con tantos hidratos de carbono, que hubieran permitido al profeta completar la Hégira sin tocar el suelo. Me llaman la atención algunos de entre ellos que, aprovechando supongo una apertura en el muro que circunda la galería, salen disparados hacia lo alto en función de la inercia de su fuerza centrífuga, y se pierden poco más allá sin que yo llegue a ver el resultado de su osadía, cosa que sin embargo, no me es difícil de imaginar, dado el peso no nulo de los deportistas y sus máquinas. En la parte baja del singular edificio, erigido al parecer en conmemoración de la masa gris de un cerebro que uno puede imaginar en su interior, parecen tener lugar diversas celebraciones, siendo notable la afluencia de militares y de conjuntos de bailarines, entre los que destacan los derviches. Por las calles laterales afluyen a la plaza gentes de toda condición, vestida de manera que queda en evidencia la existencia de clases sociales bien diferenciadas. Unos parecen ataviados lujosamente con sedas, tafetanes, organdíes y damascos, y otros visten con la humildad de los barrios periféricos. Al llegar allí, sin embargo, mientras se eleva sobre sus cabezas la intrincada maraña de unos fuegos artificiales de primera categoría, todos parecen responder a un mismo impulso, y avenirse fraternalmente a la realización de un ritual que no logro precisar. Decido bajar y unirme a la fiesta, aunque temo no ser bien acogido por razones que no me atrevo a precisar, pero de las que me hago una somera idea.

SANTIDADES



Queridísimos hijos, hola, buenos días, soy el Papa. Ya sabéis, Su Santidad el Obispo de Roma. O al revés, que últimamente no sé donde tengo la cabeza: el Obispo de Roma, su Santidad el Papa. Esto que os envío no es, como ya podréis suponer, una homilía ni mucho menos una Pastoral, y para nada de nada una Encíclica No hablo por lo tanto ex cátedra, y lo que sigue no son sino unas cuantas confidencias y reflexiones de vuestro Pastor para darse a conocer, y para serviros de ayuda en lo que humildemente pueda. Ya veis, hijos míos, soy un ser humano como cualquier otro, aunque, en ocasiones, cubierto de oro y armiño, me sienta un tanto incómodo y violento al dirigirme a vosotros, independientemente que me recibáis con vuestros mejores avíos o de  vestidos de trapillo. Si he de deciros la verdad, yo no siquiera me hice cura por vocación: en aquella época y en aquel lugar, había razones suficientes para que unos padres menesterosos, como era mi caso, enviaran a sus hijos al seminario. Así se entiende todo. Pero la gracia del Señor te llega de la forma más inesperada y aquella fue la mía, hasta el punto que veinte años después de ordenado ya era obispo, lo que quiere decir que ya vivía en algo parecido a un palacio o al menos así lo llamaban. O quizás eso sucedió cuando no mucho después fui nombrado Arzobispo, que en ocasiones se me va la cabeza y no recuerdo las cosas con precisión.  Como veréis una carrera bastante meteórica para un niño de pueblo, muy bien dotado, todo hay que decirlo, para los estudios y los idiomas, que llegué a saber hasta siete, y estudié Teología. Si he de ser sincero, ya entonces me empecé a preguntar el por qué de la necesidad de todos aquellos arreos con que me iban cargando según iba subiendo en el escalafón, anillos, casullas, estolas, báculos, tiaras y todo tipo de prendas de cabeza, guantes de cabritilla, etc, que francamente me parecían excesivos, como si fuera el ajuar de una novia de la alta sociedad, que nunca tiene suficiente. Yo, si os he de ser sincero, y os sirve para algo, nunca comprendí tal necesidad ni la relación que podía haber entre aquel buen judío que un día entro en Jerusalén montado en un burrito, y el cura sobresaliente en el que yo me había convertido, y que tenía que seguir un protocolo estricto del que cuidaban un grupos de curillas que ya entonces eran más papistas que el papa. Como sabéis, hace ya tiempo que llegué a lo máximo, y desde entonces se ha multiplicado mi ajetreo, porque hay lo que sabéis que se llama Curia, que no para de inventarme actos, viajes y discursos, que en ocasiones tengo la impresión que más que pastor de un rebaño de ovejas, soy Presidente Director general de una Gran Empresa, que anda de aquí para allá para que los asuntos de la misma no se le vayan de las manos. Pero ya os he advertido que a veces mi cabeza flojea, por lo que quizás no debierais hacerme demasiado caso en estas confesiones privadas, porque ahora que caigo, resulta que  no sólo soy eso, sino Jefe de Estado, con todo lo que ello significa de boato y parafernalia representativa. Imaginaos, yo que tranquilamente hubiera vivido en un pisito de los suburbios, y me hubiera dedicado a mi labor pastoral entre unos cuantos feligreses. Pero no hay manera. La maquinaria oficial está echada a rodar hace mucho tiempo, y a ver quien es el listo que le mete palos en las ruedas, porque se puede quedar sin manos. Ni brazos. Ya sabéis. De salud ando regular, para qué queréis que os diga otra cosa, los achaques típicos de la edad, que pasados los ochenta se multiplican, y a la artrosis que en ocasiones me hace ver las estrellas cuando debo permanecer de pie más de diez minutos, se une desarreglos estomacales y prostatitis crónica, que como seguramente no ignoráis hace que tenga que ausentarme cada dos por tres. Al parecer tendré que resignarme a entrar en el quirófano de nuevo, con toda la prevención que le tengo, pues aunque nunca se dijo nada, pero cuando me operaron de vesícula por poco me quedo allí por un asunto de anestesia, y voy a ver la Faz del Señor antes de tiempo. Claro que tampoco me hubiera preocupado demasiado, y después de todo hubiera dejado una plaza libre y correría el escalafón, que tengo noticias, dada mi longevidad, ya hay Cardenales que se impacientan. Algunas noches, cuando me acuesto, leo ciertos párrafos de la Biblia, sobre todo de la vida de Nuestro Señor, que digo yo que debería ser nuestra inspiración, y lo cierto es que por más que lo intento, cada vez veo menos parecido entre la suya y la mía. En concreto lo que no deja de inquietarme, es que se me diga y yo acepte, que soy su representante en la Tierra, y no veo yo de qué manera. Claro que tampoco tengo demasiado tiempo para mis reflexiones, porque enseguida viene uno de esos curas que andan todo el día detrás de mí o la monjita esa tan simpática, Sor Caridad, si no recuerdo mal, y me dicen que sería prudente que fuera apagando la luz porque al día siguiente “tenemos muchas cosa que hacer, Santísimo Padre”. Me da un poco de vergüenza, además, que me llamen “Santísimo”, porque yo se muy bien todas mis debilidades, tan humanas como las de cualquiera de vosotros, aunque os cueste creerlo. En algunas ocasiones, incluso repaso el Antiguo Testamento y me asusto, porque allí no sólo se habla mucho de la vida de los hombres, pero sí bastante del Universo y de fenómenos asombrosos, con los que al parecer, siendo quien soy, yo debería tener algo que ver. Después de todo no deja de asombrarme ser el representante de Cristo en el mundo, y por lo tanto de Dios, que hizo todas esas maravillas a las que se refiere el Génesis. Me siento insignificante, y si he de deciros la verdad, modestamente no creo que yo tenga nada que ver con todo eso. Antes de cerrar los ojos y quedarme dormido, aún tengo tiempo de reflexionar un rato, y en ocasiones tengo miedo de estar cometiendo el mayor de los pecados, el del orgullo, creerme alguien tan importante: nada más y nada menos como para ser la persona que habla con Dios y transmite a los hombres sus mensajes. Son momentos de intensa angustia para mí, y en algunas ocasiones, cuando estoy seguro que ya estoy solo, enciendo por un instante la luz en la cabecera de la cama, y miro mis ojos fatigados en un espejito que tengo cerca de mí, y lloro y me pregunto como he podido llegar hasta aquí y cometer este horrible, inconmensurable pecado.

PREMIOS




   El hecho de que me hayan concedido el Premio Nacional de Literatura de este año, a mí verdaderamente me tiene sin cuidado. Yo no me presenté, y si a una serie de señores sesudos y supongo que bien informados, se les ocurre que “Anatomía de un vagido” se lo merecía, no tengo nada que objetar. Por otro lado, el dinero me vendrá bastante bien, pues mi situación económica no es nada boyante como saben todos mis acreedores. En cuanto a la obra en sí, que supongo que es lo que interesa a mis posibles lectores, lo único que puedo decir es que parte de un hecho real. Hace años con motivo de mi estancia en un hospital por motivos que no vienen al caso, me dieron una habitación próxima a una sala de partos, y en plena noche, oí el alarido de un recién nacido supongo que en el momento de venir al mundo, y me quedé horrorizado, pensando que aquel chico lo estaba pasando muy mal. El resto, como es natural, me lo inventé y tiene que ver con la vida del neonato, que desde luego no fue un jardín de rosas. Su grito ya fue un aviso.
Es un relato que a mi me parece bastante desagradable, pero después de todo, como tantas cosas en esta vida. En su defensa diré que viendo el mundo que me rodea, lo que me hace mucha gracia es el empeño colectivo en presentarnos como seres absolutamente risueños y satisfechos. Luego se tira de la manta y pasa lo que pasa. Pero es un mal endémico, todo el mundo se presenta como alguien feliz, o al menos, lo intenta. Después de todo, debe ser lo natural, a nadie le interesa decir que su vida es un asco o simplemente que las cosas van mal, esencialmente porque a poco que insista, le van a retirar el saludo. No se trata tampoco de ir por la vida en plan perdedor, ese papel que ahora tiene bastante éxito en algunos ámbitos y provoca el afecto de bastante gente, unos porque se identifican y otros porque saben que de ese modo tienen asegurada a su lado la presencia de una figura protectora. No es mi caso, después de dos matrimonios y dos divorcios con malas caras y abogados por en medio, prefiero la soledad, porque además comprendo que con mi carácter y mi afición al vino no es fácil aguantarme. Con mis cinco hijos me llevo bien, aunque a distancia; cuando los veo no tenemos mucho de que hablar y prácticamente todos sus cónyuges me caen mal (algo que creo que es recíproco), lo que no ayuda demasiado a la relación. Mi vida consiste en ponerme a la máquina todas las mañanas después de desayunar, y tratar de escribir lo que me venga la cabeza sin ningún plan previo. De hecho, en ocasiones, cojo un libro al azar de la biblioteca, lo abro por cualquier página, y con la primera palabra o frase que atino, comienzo a escribir de forma automática. Cuando me atranco y las ideas dejan de fluirme, vuelvo a hacer lo mismo, motivo por el cual algunos críticos tienen razón al decir que mi prosa está hecha de retales. Y demasiado hago que a través de algunas filigranas logro relacionar los párrafos, porque de buena gana empezaría otra cosa. Ahí es donde tengo algún mérito, si se puede decir algo. Mi vida habitual, una vez que he escrito, nunca más de dos horas seguidas, consiste básicamente en ver programas de televisión que no tengan nada que ver con la actualidad. Todo es un camelo y yo a mis años tampoco puedo hacer nada por arreglarlo, así que veo teleseries cursis y programas sobre la naturaleza, sobre todo los relacionados con insectos y bichos raros. Estoy cansado de leones y elefantes, que además me dan mucha pena porque deben quedar poco más de diecisiete de cada especie. Luego suelo pasear un rato por los alrededores de mi casa o cojo un autobús al azar hasta algunos barrios depauperados del extrarradio, donde almuerzo en compañía de trabajadores y gente humilde. Nunca bebo menos de un litro de vino al día, en general un tempranillo, y hasta ahora mi hígado no se ha quejado. En ocasiones al llegar a casa estoy un poco mareado y me echo en el sofá dos o tres horas. Casi no leo, y cuando lo hago suelen ser los periódicos gratuitos del metro y similares, y alguna revista de humor de las pocas que quedan. Aún así me dan el Nacional de Literatura. De verdad que en el fondo no lo entiendo, por lo que llego a pensar si también en ello hay algo de camelo. Claro que si lo piensas, aquellos grandes escritores de la antigüedad tampoco debían leer demasiado antes de Gutenberg y sin internet. Pero en fin, de alguna forma se las compusieron. Y ya no quiero decir más. A partir de este momento me voy a comportar como Salinger, que durante cincuenta años no dijo esta boca es mía. Claro que mi silencio voluntario será más breve por razones obvias.  

viernes, 27 de mayo de 2016

SUDORES



Apenas despunta el alba, ya estoy preparado para los embates del nuevo día, como si fuera un caballero medieval listo para las justas. No me ducho, pues a pesar del trabajo que se me avecina, prefiero llevar conmigo el aroma de tu piel. Me hará sin duda recordar, llegado el momento, por quien lucho y cual es el sentido del riesgo al que voluntariamente me someto. No quiero decir con esto que se me pueda considerar como un cruzado camino de Jerusalén, pero sí que cuando todo mi ser se implica en  una misión superior, el resto carece de importancia. Cristo ante todo, eso es evidente, pero no puedo dejar de pensar en ti y sentir ante tu ausencia, pese a mi fervor, una herida lacerante, como si fuera la lanza que le alcanzó en el Calvario en un costado. Salgo pues temprano de casa, y me enfrento al nuevo día como un reto, para el que solo me infunde ánimos saber que llevo conmigo la palabra del Señor y tu huella olorosa. En los bolsillos sólo llevo la cruz y una Biblia, suficientes, a mi modesta forma de entender, para que las personas sencillas quieran acogerse al abrazo del Redentor. Los hay de corazón duro, que al poco de dirigirles la palabra me echan con cajas destempladas, o hacen un gesto significativo de fácil interpretación, llevándose el dedo de una mano a la sien. Otros me prestan atención durante unos segundos, pero enseguida se disculpan por la prisa que tienen, y los más expeditivos me contestan de inmediato que no son creyentes, e incluso que son ateos. A estos últimos les compadezco, pero es inútil insistir, pues tienen tan imbuida su concepción materialista del mundo, que sería gastar energía en vano tratar de hacerles ver la enorme tragedia que supondría que lo que afirman, la inexistencia de un ser superior. En ocasiones, tras toda una mañana abordando a los peatones, y llamando a los timbres de las casas, me siento un tanto abatido, y llego a plantearme abandonar mi misión ante la escasa eficacia de mis desvelos, pero es entonces cuando recurro a mi fe inconmovible y recuerdo al Señor muriendo por nosotros, y poco después siento que la esperanza y el coraje renacen en mí como insuflados por una energía que sólo puede llegar de lo alto. Me acuerdo en esos instantes de ti, y me siento reforzado en una fe que parecía tambalearse por momentos, y es entonces cuando busco con ansiedad un lugar donde refugiarme y meditar. Normalmente, no muy lejos de donde me hallo, suelo encontrar alguna iglesia, convento o capilla y una vez allí, busco un rincón apropiado, donde por increíble que parezca me acuerdo de ti concentrándome en los últimos instantes que etuvimos juntos. Normalmente, como bien sabes, es en la puerta de casa donde sueles despedirme, y donde, ignorando frecuentemente la trascendencia de mi misión, tratas de disuadirme y hacerme volver a la cama.
“Las siete de la mañana no son horas de partir hacia Tierra Santa”, sueles decirme con una pizca de ironía, que cuando tienes demasiado sueño transformas en un cortante: “nunca me ha gustado el proselitismo, cada cual debe seguir su camino sin que gente como tú intente tirarle de las solapas para enseñarle el camino verdadero”. Lo dices porque en esos momentos no eres demasiado consciente de tus palabras, y sé que luego te arrepientes, cuando sabes que no me he duchado para tenerte más cerca de mí durante toda la jornada. Las Hermanitas de los Pobres suelen dejarme entrar en las capillas de sus conventos y Casas de acogida. Me conocen de sobra y valoran mi actividad. Me dicen que están convencidas de que si hubiera mucha gente como yo, no habría tantos necesitados a los que atender. Yo no les digo nada y les agradezco su apoyo, aunque si debo decir la verdad, no puedo dejar de pensar que, al mismo tiempo, tal bonanza vaciaría sus comedores de gente menesterosa y se quedarían sin profesión, o en todo caso el Papa tendría que buscarles otro empleo. No resulta sencilla esta misión evangelizadora, que en ocasiones ni los propios eclesiásticos llegan a entender, pues entre ellos incluso hay quienes piensan que más que una ayuda, supongo un mal ejemplo para la comunidad de los fieles y, en general, que no doy a la población laica o descreída la imagen que pretende la Iglesia. En cierta ocasión me llegó un requerimiento del señor Obispo de la diócesis para que fuera a verle, pero renuncié a hacerlo, pues tenía claro que quería reconvenirme por mi actitud independiente. Me da igual lo que piense el clero; mi misión es suficientemente importante para pasar de ellos y buscar mi única referencia en el Crucificado. Después de todo, estoy seguro que lo que les molesta e inquieta de mí, no es tanto lo que digo sino mi aspecto un tanto descuidado, siempre vistiendo de trapillo, con unos pantalones demasiado usados, nunca raídos, y una cazadora de cuero muy vieja y bastante deteriorada, pero a la que tengo un cariño que no pretendo disimular. Bien es cierto que en eso coinciden con Maruja, mi mujer, que siempre me repite la misma cantinela, e incluso en ocasiones gruñe y me llama desastrado, pero estoy seguro que en su fuero interno se siente orgullosa de mí, un hombre de convicciones firmes al que no le importa el aspecto externo. Aviados estaríamos, pienso a veces, si sólo se tratara de dar una imagen correcta y aseada, y en esos momentos trato de imaginar a los pescadores de Galilea y al Divino Pastor vestidos de frac o levita, o simplemente de traje con chaqueta y corbata. Me da la risa y añoro la pobre indumentaria de aquellas gentes, que tenían bastante con una túnica y unas pobres sandalias cubiertas por el polvo del camino. Allá ellos, me digo, si han llegado a la conclusión de que las apariencias son tan importantes. Yo considero que lo fundamental es el mensaje, y ese sí que trato de que resulte bien claro y me esfuerzo, cuando por fin consigo que alguien me escuche, en que mi dicción sea la adecuada y que mis palabras transmitan con sencillez lo fundamental de la doctrina. A algunos tengo la impresión que les extraña mi lenguaje, tan pulcro y desprovisto de todo barroquismo y amaneramiento, pues en el fondo les halaga ser engatusados por quienes hacen de los adornos y los circunloquios, una forma de aproximación habitual. El conceptismo de mi lenguaje les debe parecer excesivamente seco e incluso desabrido, olvidando que la verdad no requiere de metáforas  ni encajes de bolillo. Reconozco que con frecuencia el día se me hace largo, sobre todo en invierno, pues aunque tengo previsto acudir a lugares donde descansar un rato, hay ocasiones en las que no encuentro acomodo, y cuando la lluvia o el frío aprietan, debo andar de aquí para allá sin rumbo fijo, pues en esas condiciones tratar de abordar a la gente sería una pérdida de tiempo. Suelo comer en algunos de los comedores para pobres, donde nunca me han puesto la mínima objeción para utilizar sus servicios, aunque estoy seguro que no me confunden con esa gente, pues algo en mi aspecto y actitud les debe decir que soy de otra clase. Y conste que digo esto con humildad, pues en el fondo yo también me siento un indigente, pero, llegado el caso, conviene tener las cosas claras.
Suelo estar de vuelta en casa a eso de las seis de la tarde, poco antes de que Maruja vuelva, por lo que aún tengo tiempo de calentarle un café, que me agradece cuando afuera hace frío y llega destemplada, aunque nunca me dé las gracias. En ocasiones, después de comer me meto en algunos de los bares de los alrededores, donde soy de sobra conocido, y suelo trabar conversación con alguno de los clientes, a los que abordo con cautela pero con decisión, hablándoles de Dios Nuestro Señor y de la iniquidad de un mundo que lo ignora. Para ello, suelo echar mano de la Biblia y el crucifijo, que deposito sobre la barra o la mesa con sumo cuidado, casi con unción, para que vean en mis ademanes el respeto que me inspiran y no se sientan asaltados. Algunos tratan de zafarse de inmediato, debiendo considerar mi proximidad como un asedio, ignorantes del beneficio que mi amistad puede procurarles, pero no pocos se ven tentados por una copita de cazalla o un clarete de Jumilla que les ofrezco según las horas, y se prestan a oírme con una benevolencia que poco después, arrastrados por mi verbo en colaboración con los alcoholes, puede incluso convertirse en entusiasmo, y ganas de ayudarme en mi afán evangelizador. Cuando me paso y me doy cuenta que voy a llegar a casa en condiciones poco apropiadas que no serían vistas por mi mujer con buenos ojos, suelo enchufarme un carajillo bien cargado, que me quita el dolor de cabeza y aclara mis meninges, que recobran casi de forma instantánea su clarividencia habitual. Aunque lo cierto es que en los últimos tiempos este afán de asepsia alcohólica me resulta un tanto inútil, pues Maruja, debo de ser sincero conmigo mismo, regresa a las tantas, siempre argumentando que en el taller de costura donde trabaja, la faena se ha multiplicado en los últimos tiempos, y debe prolongar su jornada casi hasta la media noche. Tengo mis dudas, y aunque es posible que en un taller así haya épocas con exceso de labor, con demasiada frecuencia tengo la impresión de que no se trata de eso, pues al poco de llegar se mete en la cama sin demasiadas explicaciones y sin ni siquiera ni cenar, algo que me resulta extraño, pues no creo que a las costureras les den la cena en el trabajo. Si a ello se le añade que no es raro que nada más entrar en casa, sienta un intenso olor a un perfume hasta ahora desconocido para mí, y cuyo objetivo a esas horas no parece que sea para seducirme, tengo por natural que cuando poco después ya duerme profundamente, sienta cierta congoja y apriete nerviosamente la Biblia y el crucifijo, que aún no he sacado de los bolsillos, deseando que pronto llegue el día siguiente y pueda emprender de nuevo mi misión evangelizadora. Antes de acostarme me ducho, aunque en los últimos tiempos empiezo a dudar, y temo llevar conmigo al día siguiente un perfume que no es el suyo.

DESPERTADORES



Como estaba previsto el despertador son a las dos y media de la madrugada, en el preciso momento en el que me dirigía apresuradamente a los Servicios de un bar de carretera, donde me había detenido por razones imperiosas, pero donde de igual manera podría haberlo hecho en otras circunstancias, pues no pongo remilgos a acudir a aliviaderos cuando la necesidad aprieta. Lo cierto es que más allá de las circunstancias precisas del sueño, el puro hecho de despertar supuso para mí una desilusión, pues con frecuencia mis devaneos oníricos me deparaban situaciones muy agradables, fuera cual fuera la motivación que me hubiera conducido a ella. A pesar de todo, apunté el sueño en la libreta que desde hacía tiempo dejaba sobre la mesilla de noche, pues pensaba que llegado el momento no estaría mal escribir un libro de relatos o algo parecido inspirado en ellos. Hacía ya unos meses que había decidido que interrumpir mi descanso nocturno intempestivamente, podría suponerme no sólo el mal rato inicial, sino a la larga el descubrimiento de alguna verdad superior, pues era algo así como sorprender al cerebro en el momento que este ha depuesto en buena medidas sus defensas, y podía trasladarme algún tipo de conocimiento inabordable en estado de vigilia. Sabía que durante el periodo del sueño conocido como REM, las interrupciones bruscas no parecían ser aconsejables según los psiquiatras y los expertos en psicología dinámica. Ni al parecer del mismísimo mago de Viena, que consideraba que la interpretación de los mismos era la “vía regia hacia el inconsciente”. Cada loco con su tema, pensaba yo por entonces, después de veinte años de psicoanálisis ortodoxo sin resultados evidentes, pero sabiendo ya, de todos modos, que sus dos pacientes más famosos habían fallecido tiempo después de su supuesta curación, en dos casas de salud, vulgo psiquiátricos. Lo cierto era, sin embargo, que pese a mi novedosa estrategia indagatoria, mis despertares nocturnos no me estaban aportando una sabiduría que mereciese la pena, pues con frecuencia me quedaba dormido casi de inmediato hasta el próximo timbrazo (solía programar dos por noche), y en otras ocasiones permanecía alerta como una lechuza sin nada que hacer, lo que intentaba paliar recurriendo a un estudio minucioso de cualquier objeto de la habitación, o mirando fijamente el granulado tipo gotelé de la pared de enfrente, incapaz de pegar ojo. En determinadas ocasiones, recurría a la lectura de textos de escritores clásicos, preferentemente filósofos, que a veces actúan como somníferos de primera calidad, pero ni aún así conseguía dormirme de nuevo. A ello debo sin duda la lectura de cabo a rabo del “Ulises” y el” Finnegans Wake”, de J. Joyce, y de “La crítica de la razón pura” de Kant, lo que hizo que estuviera quince días de baja por algo parecido a un estrés postraumático. A decir verdad, con cierta frecuencia el segundo timbrazo del despertador me sorprendía despierto y totalmente despejado en el sofá del salón, donde intentaba distraerme con la televisión y sus espantosos programas de madrugada. A ello le debo el haber sido lo suficientemente ingenuo como para adquirir, vía internet, una bicicleta estática, que fui incapaz de montar, al venir las piezas por separado y las instrucciones de montaje exclusivamente en alemán, sin que nadie me contestara en el número de teléfono de la referencia. Me lo tomé con calma y bastante filosofía, como otro de los chascos que mi sistema de despertares intermitentes me estaba proporcionando, e intenté abordar el problema del devenir, que esas noches se me hacía eterno, recurriendo a ojear “Ser y Tiempo” de Heidegger, llegando a la conclusión de que si ese tipo no había sido un ideólogo nazi, merecía haberlo sido. Con la idiotez que alcancé después de intentar leer las diez primeras páginas, cualquier payaso con flequillo, bigotito y botas de montar, podría haberme convencido de la inminencia de los mil años del III Reich.  En ocasiones no podía aguantar más y me tomaba un ansiolítico, lo que hacía que cuando poco después volvía a sonar la alarma, me incorporase en la cama con serios problemas de identidad, pues los diacepanes que tomaba eran de efecto casi fulminante, y un susto de tales características al poco rato, me provocaba ataques de pánico y arritmias, que trataba de calmar duchándome con agua caliente durante diez minutos. Poco después, todavía jadeando, me volvía a acostar con la impresión de haber accedido a niveles superiores de conciencia, pues al cerrar los ojos en la ducha, creía percibir un resplandor que no era de este mundo. Pero, a decir verdad yo no pretendía una accesis mística ni una iluminación más o menos esotérica, sino el hallazgo de fenómenos concretos al estilo Einstein. Una nueva Teoría de la Relatividad, reforzada con elementos matemáticos en los que la masa, la energía y la velocidad de la luz no fueran los únicos de una formula sin par, sino que dieran cabida a otros parámetros, como por ejemplo el brazo de palanca o el concepto de “gasto” en la mecánica de fluidos. No lograrlo me sumía con frecuencia en estados de estupor, que me inhabilitaban para otra cosa que no fuera escribir compulsivamente en Word ensayos de pequeño formato, poemas de rima libre y haikus inspirados en la estética japonesa de la era Heian. Cuando lograba desperezarme y salir de mi postración, eran con frecuencia las siete de la mañana, hora a la que me levanto habitualmente y me preparo para ir al trabajo, que está a no menos de tres cuartos de hora en automóvil sin levantar el pié del acelerador. Me metía, pues, de nuevo en la ducha, costumbre esta adquirida de niño, y de la que no puedo prescindir antes de ponerme de nuevo la ropa interior, y al salir sentía que mi carne estaba a punto de convertirse en un pastel de gelatina, pues dos duchas en tan corto intervalo de tiempo, con la temperatura del agua a cuarenta grados, me transmitía una sensación de entumecimiento que no me abandonaba hasta la hora de comer. Finalmente, he llegado a la conclusión de que las servidumbres de mi búsqueda nocturna son superiores a las ganancias, pues las experiencias que hasta ahora he vivido, no me aportan ventaja alguna, a no ser unas notables ojeras de interpretaciones encontradas. Hay quienes ven en ellas la prueba definitiva de mi vida de crápula, y quienes opinan que, sean lo que sean, añaden a mi rostro, un tanto anodino de natural, un cierto encanallamiento que me halaga, y me estimula para insistir en mi teoría de los despertares abruptos.