Afortunadamente,
la vida en ocasiones, y lo digo yo que todavía soy una persona sin mucha
experiencia, recurre a situaciones impensadas o truculentas para hacer que los acontecimientos
vuelvan a la normalidad por unos procedimientos que ni siquiera podíamos
prever. Aunque, a decir verdad no era ese exactamente mi caso, pues yo tenía la
impresión que el amigo Bartolomé no podía permanecer demasiado tiempo en el
lugar que él mismo había diseñado, y que mi madre parecía creerse a pies
juntillas.
Habíamos quedado
para vernos en mi casa el fin de semana siguiente, algo que podía parecer como
la entrada definitiva del sudanés en el ámbito familiar, y que se me perdone
esta pretenciosidad, estando mi familia compuesta en exclusiva por mi madre y
yo misma. Todo parecía, pues, dispuesto, y de hecho debo confesar que el
viernes me había acercado al supermercado para hacer alguna compra fuera de lo
habitual en homenaje a la nueva pareja, y más precisamente a Bartolomé, que al
parecer había conquistado el corazón de mamá, cuando el pobre Antonio en su
hogar subterráneo, aún podría tener algo que objetar.
Sin embargo, una
llamada el sábado por la tarde, justo cuando empezaba a recuperarme de la
siesta después de una mañana agotadora en la peluquería, recibí una llamada de
mamá diciéndome que se suspendía todo, porque “el cabrón del negro ha
desaparecido con todo el equipaje” (sic). En resumidas cuentas: parece ser que
aquel tipo de la Sorbona nada, sino un cabo primera originario de Guinea
Ecuatorial, que había sido expulsado de la Armada por turbios asuntos sexuales
a bordo de su barco. Al parecer, estaba destinado en la Enfermería de a bordo,
y fue sorprendido pasando revista de higiene a la marinería motu proprio, es
decir por cuenta propia. Llamaba al personal libre de servicio, y en un aparte
les hacía enseñarle lo que me podía imaginar, con objeto de verificar su
higiene y estado de revista, lo que como mínimo suponía que con sus propias
manos descapullara y sopesara el instrumento de sus subordinados.
Mamá, aunque al
principio gimoteó un poco, enseguida se recuperó y dijo que afortunadamente
Dios, o “quien sabe si tu propio padre” (sic), había venido en su ayuda, pues
lo que nunca hubiera imaginado era que aquel hombre tan sensible fuera un
bujarrón de tomo y lomo. No me contó con detalle como se enteró de todo eso,
pero por los pocos datos que me dio creo que fue al registrar la maleta del
senegalés aprovechando que había salido, después de que por la noche le
sorprendiera soñando y hablando en perfecto castellano.
Las cosas, pues,
han vuelto, a la normalidad, aunque a decir verdad, ahora más que nunca echo de
menos al pobre de Antonio, mi padre, que a pesar de no ser un hombre con muchas
luces y no tener ni idea de poesía, era al menos un tipo honesto al que no se
le hubiera ocurrido recurrir a una cátedra en la Sorbona, y mucho menos a
sopesar los atributos de sus amistades, por decir lo menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario