sábado, 17 de mayo de 2014

CAMPOS DOS

A pesar de no estar en mejores condiciones que la de la abuela, aquella casa al menos parecía un lugar habitado por gente normal. Quiero con esto decir que cada cosa estaba en su sitio y todo bastante limpio, dando la impresión de que aquellas mujeres no se dejaban llevar por los desastres de aquel tiempo. No dimos demasiadas explicaciones de nuestra procedencia, ni ellas afortunadamente nos preguntaron más que cuatro banalidades, que no supusieron ningún problema para nosotros. La chica pelirroja era muy tímida pero simpática y parecía encantada de poder echarnos una mano, su madre apenas habló pero parecía recibirnos con agrado, como si en el fondo nuestra presencia les aliviara de una soledad que debía resultarles bastante agobiante. Emilia, que así se llamaba la joven, tenía un defecto de nacimiento en el labio superior, pero a nosotros nos resultaba gracioso, quizás porque era la primera vez que veíamos a alguien con labio leporino. Procuramos ser amables y ayudarlas en todo lo que estaba a nuestro alcance, cuidando el ganado, cortando leña, fregando los platos y limpiando, algo que ellas nos agradecían con una sonrisa y dándonos de comer, que era lo máximo a lo que podíamos aspirar en aquellos momentos. Al día siguiente de nuestra llegada, Emilia nos condujo a un cobertizo en donde nos quería enseñar algo especial, a lo que ambos accedimos suponiendo que se trataba de una sorpresa agradable. Para nuestra perplejidad y emoción, al poco de llegar se recostó sobre un montón de paja y se levantó la falda, diciéndonos que quería que investigáramos allí abajo, que los dos le gustábamos mucho y que deseaba que nosotros fuéramos los primeros. Jurgen y yo estuvimos con ella más de una hora haciendo turnos, y pronto tuvimos claro que de primera vez nada, porque no sucedió lo previsible en tales casos, según las noticias que teníamos de tales acontecimientos. Aquella chica parecía insaciable, y solo lo dejamos cuando nos pareció oír las voces de su madre llamándonos, esperando que nuestra ausencia no le hubiera hecho sospechar nada. Afortunadamente pareció ser así, y se conformó con la explicación que le dio Emilia, todavía jadeante, de que habíamos estado atendiendo al ganado. Tenían una vaca y dos cabras, a las que había que ordeñar todos los días, además de las inevitables gallinas. No tenían cerdos, lo que para nosotros supuso un cierto alivio, recordando la masacre que sus congéneres hicieron con la abuela. Al día siguiente Emilia tuvo que irse todo el día a la ciudad para hacer la compra y resolver algunos asuntos legales, al menos eso fue lo que nos dijo su madre cuando se levantó. Para nuestra sorpresa no era la vieja que casi nos pareció al principio, sino una mujer madura bastante guapa y con un tipo estupendo, que hizo que mi hermano y yo nos miráramos sorprendidos como si se tratara de una aparición. Desayunamos con ella que no se molestó en vestirse, sino solo en echarse una especie de bata por encima, a través de la cual podíamos adivinar un cuerpo fuera de lo común, por lo que durante buena parte del tiempo permanecimos en silencio temiendo que adivinara nuestros pensamientos. Y debió ser así, pues en el momento en que nos disponíamos a recoger la mesa, nos acercó con sus manos a su lado e hizo que recostáramos las cabezas sobre ella, luego se sacó los pechos y nos pidió que mamáramos todo lo que quisiéramos, que nada más vernos supo que éramos unos buenos chicos con muchos problemas y muy necesitados, y que de esa manera quería resarcirnos de todos los malos ratos que sin duda debíamos haber pasado. Y que aunque solo fuera por eso,  quería que nos alimentáramos hasta hartarnos. Al terminar, nos tranquilizó y nos dijo que ya sabía lo del día anterior con Emilia, que no debíamos preocuparnos ni pensar mal de ella, porque era una hija maravillosa que se merecía todo, aunque como era natural, ella no pudiera proporcionárselo. Luego se quito la bata y se volvió a meter en la cama, dijo que se sentía muy feliz por haber podido ayudarnos, y poco antes de dormirse de nuevo, nos confesó que verdaderamente a ella no le pasaba nada, y que si estaba así, era porque le gustaba que la cuidaran y su hija se prestaba a ello. No obstante cualquier día se iba a levantar y recomenzar su vida habitual, que había interrumpido apenas hacía dos meses.

Cuando Emilia regresó de la ciudad la recibimos como si no hubiera pasado nada, algo que si se piensa con cierto detalle tenía bastante de cierto, porque verdaderamente su madre, según su parecer, solo había hecho una obra de caridad. Estuvieron un rato hablando entre ellas sobre algunos temas de los que la hija se había ocupado en a ciudad. Parecían contentas y tuvimos la impresión de que cruzaba entre ellas ciertas miradas de complicidad, como si ambas estuvieran al corriente de sus actividades con nosotros y las aprobaran. Era evidente que nos consideraban dos pobres desgraciados con quienes todos los cuidados son pocos. Esa noche dormimos los cuatro en la misma cama, una especie de jergón enorme en el que hasta entonces dormían ellas, y en el que nos admitieron como si de tal manera quisieran incorporarnos a su familia. Madre e hija dormían juntas y casi abrazadas. Nosotros en la otra punta nos interrogábamos sobre lo extraña que puede llegar a ser la vida en ciertas circunstancias. Jurgen se durmió antes que yo, y estuve durante un rato contemplando su perfil contra la luz del rescoldo que aún se mantenía en la chimenea. Tuve entonces la clara sensación de que los cuatro nos elevábamos sobre el suelo, y que desde lo alto, yo podía contemplar todo lo que nos había ocurrido durante aquel tiempo como si estuviera ocurriendo en aquellos precisos momentos. Pude ver a mamá despidiéndose de nosotros al dejarnos en casa de la abuela, y a esta con cara de loca cuando se dio cuenta de que se iba a morir. Recordé a los cerdos y las gallinas. Y a Emilia fuera de sí en el cobertizo y a su madre dándonos de mamar como si fuéramos dos críos. Cuando estaba a punto de dormirme tuve aún tiempo de ver una vez más la cara de mi hermano, y por primera vez sentí una punzada de pánico en la boca del estómago al darme cuenta de que era alguien diferente de mi mismo. Y que por lo tanto, a partir de ese momento, los dos estábamos solos en el mundo.  FIN DEL SEGUNDO CAPÍTULO.

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