La familia C era
llamada C debido posiblemente a la oscura decisión de un oscuro funcionario de
la fábrica, de la que el señor C (aceptémoslo así) era el químico jefe desde
poco después de su inauguración. No se trataba por lo tanto de algo referido a
un lugar o a cualesquiera otra clasificación oficial, sino con toda
probabilidad, a un antojo del antedicho individuo por raro que pueda parecer,
pues en tal época a pesar de sus publicitados valores aún se admitían
determinados caprichos de este tipo de trabajadores (adictos al régimen, por
supuesto), por denominarlos de alguna manera. De hecho, en aquella colonia de
viviendas, ninguna otra familia era reconocida por una letra, sino por los apellidos
familiares, como suele ser habitual. En cualquier caso, antes de seguir
adelante, se puede decir que quizás tal peculiaridad era debida a la especial
idiosincrasia de la misma, compuesta por el químico aludido, su mujer, un chico
ya talludo que no quería abandonar el domicilio paterno, una sirvienta
permanentemente uniformada con el vestido inherente a su clase, con delantal y
cofia, y un perro que por aquella época debía estar poco menos que en su
senescencia, pero que conservaba íntegras al parecer sus facultades de cachorro
que todavía espera todo de la vida. Lo más destacable del matrimonio era, si
cabe decirlo así, esa misma sociedad que ellos integraban, que revestía
determinados aspectos no tan frecuentes. Quiere esto decir que ambos presumían
de formar parte de una entidad que por otro lado tenía poco de tal, pues sus
actividades conjuntas eran prácticamente inexistentes. Aunque no vestían de
gala en un sentido estricto, ambos daban la impresión de hacerlo habitualmente
como si fueran a la ópera. Él con traje y corbata oscuros, y ella con un
vestido de tarde (con pamela en el jardín) incluso cuando la canícula
aconsejaría pasar directamente al traje de baño. Su relación era fundamentalmente
no verbal, ya que raramente se dirigían la palabra, lo que puede ser interpretado
en un doble sentido. Para algunos
supondría una falta absoluta de comunicación, y para otros sería la prueba
fehaciente de una relación muy elaborada y sutil, en el que el empleo del
lenguaje (por muchos panegíricos que se hayan hecho de esta facultad
exclusivamente humana), supondría un tipo de relación proletaria que ellos
rechazaban de plano. El hijo era un tipo
extraño en el sentido más convencional de la palabra, y no solo por su aspecto
que le alejaba del común de los mortales, alto muy delgado y de color cetrino
virando a ceniza, sino por su forma de ser, que hacía que en general la gente
de su edad le evitara, y frecuentase a la gente mayor e incluso muy mayor,
especialmente en el casino donde solía pasar todas las tardes, absolutamente
ajeno a una actividad muy común entre la gente de su edad, conocida a través
del verbo “trabajar”. Por lo que se sabe, sus padres no parecían reprochárselo,
posiblemente porque su actitud coincidía con el concepto aristocrático de la
existencia, basado en una cuenta corriente que lo justificase. En todo caso les
gustaría que fuera más apuesto y levantara los hombros, lo que les dejaría en
mejor lugar entre los habitantes del lugar, que podrían concluir que la estirpe
viene de cuna y está directamente relacionada con la dotación genética. Al no
ser así, y siendo ya el asunto de difícil solución, el matrimonio trataba de
concentrarse en las escasísimas reuniones sociales que convocaba la Dirección
de la empresa, a las que, eso sí, no faltaba, teniendo en cuenta que una cosa
es presumir de pertenecer a la alta alcurnia carpetovetónica, y otra recoger el
sobre mensual que entregaba el tesorero al señor C, más algún que otro no
previsto, cuando el resultado de cuentas de la empresa arrojaba un saldo
suficientemente favorable. Otra ocupación que ambos solían mantener por
separado, era ocuparse del perro, con el que conversaban cada cual con su
propio estilo, contándole las cuitas de sus propias vidas, que solían consistir
por parte de ella en su necesidad de cambiar de vestidos, zapatos y pamela con
mayor frecuencia, y por parte de él en su añoranza y deseo de regresar a otros
tiempos, cuando sus antepasados ocupan varios chalets en la zona alta de la
calle de Serrano y veraneaban en San Sebastián, no muy lejos de donde lo hacían
los propios reyes. En su fuero interno, pensaban que Sabú de alguna forma
transmitía al otro sus preocupaciones, y que de esta manera estarían al
corriente de las mismas y obrarían en consecuencia. Desgraciadamente ignoraban
que el animal dada su edad a pesar de su apariencia juvenil, no estaba ya para
tales trotes, y que en ningún caso había sido capaz a través de su larga vida
de aprenderse ni siquiera el alfabeto. Sabú, no, obstante, se desquitaba a su
manera del agobio que le producían tales confesiones, y en cuanto estaba solo y
su artrosis más que incipiente se lo permitía, corría desaforadamente por el
jardín buscando enemigos imaginarios, sin duda como una reminiscencia de su
época de lobo, en la que posiblemente llegó a perseguir bisontes. Aquel bicho
me caía bien, y alguna vez que pude acercarme a él sin consecuencias negativas,
pude apreciar su mirada inteligente y un tanto resignada, pues no debía
resultarle sencillo aguantar una situación como la suya, en un ambiente tan
falso como deprimente. Quizás el mero hecho de entenderle y captar su
sufrimiento, por más que se pavoneara de una edad que no era la suya, le
vejaba, y hacía que con frecuencia corriera tras de mí enfurecido, tratando de
hincarme el diente, teniendo como tenía, en consonancia con sus amos, un
concepto muy elevado de sí mismo.
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