viernes, 9 de mayo de 2014

FAMILIA C

La familia C era llamada C debido posiblemente a la oscura decisión de un oscuro funcionario de la fábrica, de la que el señor C (aceptémoslo así) era el químico jefe desde poco después de su inauguración. No se trataba por lo tanto de algo referido a un lugar o a cualesquiera otra clasificación oficial, sino con toda probabilidad, a un antojo del antedicho individuo por raro que pueda parecer, pues en tal época a pesar de sus publicitados valores aún se admitían determinados caprichos de este tipo de trabajadores (adictos al régimen, por supuesto), por denominarlos de alguna manera. De hecho, en aquella colonia de viviendas, ninguna otra familia era reconocida por una letra, sino por los apellidos familiares, como suele ser habitual. En cualquier caso, antes de seguir adelante, se puede decir que quizás tal peculiaridad era debida a la especial idiosincrasia de la misma, compuesta por el químico aludido, su mujer, un chico ya talludo que no quería abandonar el domicilio paterno, una sirvienta permanentemente uniformada con el vestido inherente a su clase, con delantal y cofia, y un perro que por aquella época debía estar poco menos que en su senescencia, pero que conservaba íntegras al parecer sus facultades de cachorro que todavía espera todo de la vida. Lo más destacable del matrimonio era, si cabe decirlo así, esa misma sociedad que ellos integraban, que revestía determinados aspectos no tan frecuentes. Quiere esto decir que ambos presumían de formar parte de una entidad que por otro lado tenía poco de tal, pues sus actividades conjuntas eran prácticamente inexistentes. Aunque no vestían de gala en un sentido estricto, ambos daban la impresión de hacerlo habitualmente como si fueran a la ópera. Él con traje y corbata oscuros, y ella con un vestido de tarde (con pamela en el jardín) incluso cuando la canícula aconsejaría pasar directamente al traje de baño. Su relación era fundamentalmente no verbal, ya que raramente se dirigían la palabra, lo que puede ser interpretado en un doble sentido. Para  algunos supondría una falta absoluta de comunicación, y para otros sería la prueba fehaciente de una relación muy elaborada y sutil, en el que el empleo del lenguaje (por muchos panegíricos que se hayan hecho de esta facultad exclusivamente humana), supondría un tipo de relación proletaria que ellos rechazaban de plano.  El hijo era un tipo extraño en el sentido más convencional de la palabra, y no solo por su aspecto que le alejaba del común de los mortales, alto muy delgado y de color cetrino virando a ceniza, sino por su forma de ser, que hacía que en general la gente de su edad le evitara, y frecuentase a la gente mayor e incluso muy mayor, especialmente en el casino donde solía pasar todas las tardes, absolutamente ajeno a una actividad muy común entre la gente de su edad, conocida a través del verbo “trabajar”. Por lo que se sabe, sus padres no parecían reprochárselo, posiblemente porque su actitud coincidía con el concepto aristocrático de la existencia, basado en una cuenta corriente que lo justificase. En todo caso les gustaría que fuera más apuesto y levantara los hombros, lo que les dejaría en mejor lugar entre los habitantes del lugar, que podrían concluir que la estirpe viene de cuna y está directamente relacionada con la dotación genética. Al no ser así, y siendo ya el asunto de difícil solución, el matrimonio trataba de concentrarse en las escasísimas reuniones sociales que convocaba la Dirección de la empresa, a las que, eso sí, no faltaba, teniendo en cuenta que una cosa es presumir de pertenecer a la alta alcurnia carpetovetónica, y otra recoger el sobre mensual que entregaba el tesorero al señor C, más algún que otro no previsto, cuando el resultado de cuentas de la empresa arrojaba un saldo suficientemente favorable. Otra ocupación que ambos solían mantener por separado, era ocuparse del perro, con el que conversaban cada cual con su propio estilo, contándole las cuitas de sus propias vidas, que solían consistir por parte de ella en su necesidad de cambiar de vestidos, zapatos y pamela con mayor frecuencia, y por parte de él en su añoranza y deseo de regresar a otros tiempos, cuando sus antepasados ocupan varios chalets en la zona alta de la calle de Serrano y veraneaban en San Sebastián, no muy lejos de donde lo hacían los propios reyes. En su fuero interno, pensaban que Sabú de alguna forma transmitía al otro sus preocupaciones, y que de esta manera estarían al corriente de las mismas y obrarían en consecuencia. Desgraciadamente ignoraban que el animal dada su edad a pesar de su apariencia juvenil, no estaba ya para tales trotes, y que en ningún caso había sido capaz a través de su larga vida de aprenderse ni siquiera el alfabeto. Sabú, no, obstante, se desquitaba a su manera del agobio que le producían tales confesiones, y en cuanto estaba solo y su artrosis más que incipiente se lo permitía, corría desaforadamente por el jardín buscando enemigos imaginarios, sin duda como una reminiscencia de su época de lobo, en la que posiblemente llegó a perseguir bisontes. Aquel bicho me caía bien, y alguna vez que pude acercarme a él sin consecuencias negativas, pude apreciar su mirada inteligente y un tanto resignada, pues no debía resultarle sencillo aguantar una situación como la suya, en un ambiente tan falso como deprimente. Quizás el mero hecho de entenderle y captar su sufrimiento, por más que se pavoneara de una edad que no era la suya, le vejaba, y hacía que con frecuencia corriera tras de mí enfurecido, tratando de hincarme el diente, teniendo como tenía, en consonancia con sus amos, un concepto muy elevado de sí mismo.

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