A partir de cierto momento la familia tuvo claro que
debía poseer una propiedad en las afueras y vivir allí, no porque en realidad
fueran partidarios del campo abierto o de los horizontes despejados, sino
porque en el fondo se sí misma, pensaba que toda la gente bien debía vivir en
un lugar que no estuviera sujeto a las agobios de la gran ciudad, donde sin duda
existían barrios respetables, sino porque contribuía a darle un cierto estatus,
imprescindible entre los de su clase. En resumidas cuentas, la familia
consideraba que vivir intramuros constituía claramente una falta de gusto e
incluso una vulgaridad. Lo cierto, no obstante, es que en su fuero interno
lamentaba despedirse de las comodidades que supone el hecho de tener todo a
mano, e incluso de la proximidad de ciertos lugares con encanto, difícilmente
repetibles entre los miles de adosados exactamente iguales, y el entramado de
vías de acceso de película americana venidas a menos, donde pretendían mudarse.
Finalmente, la familia tomó la decisión de seguir adelante con su proyecto, movida
sin duda por otras que se habían lanzado poco antes a la aventura del extrarradio,
y que enseguida les contaron de las maravillas de las barbacoas los fines de
semana, y las tardes divertidas en las grandes superficies, apenas a diez
minutos en coche. Además, allí se
estrenaban las mismas películas que en la ciudad, y los niños podían divertirse
en espacios ad hoc, mientras ellas podían dedicarse a ver algo de ropa, y los
productos especiales que los grandes supermercados les ofrecían para sus
selectas despensas. José y María, que tal eran los nombres de lo que hasta aquí
se ha venido denominando como familia, estaban orgullosos de haber sido capaces
de tomar esa decisión, sabiendo que a pesar del sacrificio que podía suponerles
la lejanía de la ciudad, ingresaban en una sociedad ante la que se abría el futuro,
y podía incluso llegar a equipararles con las personalidades que al otro lado
del charco huyeron de la vulgaridad del down town. De esta manera lucirían un
bronceado que la nueva ubicación favorecía, y para el que serían precisas
varias horas en los parques atestados del centro, o asistir de forma continuada
a los polideportivos municipales, algo que estaba muy bien para el pueblo llano
en el sentido marxista de la expresión, pero no para los triunfadores, entre
los que se contaban. María, al poco de mudarse, decidió que era el momento de
dejarse el pelo muy corto, algo un tanto sorprendente pues aunque ya no era una
jovencita y tenía una melena de la que podía presumir, en esos momentos le
parecía vulgar y un tanto adocenada, ya que todas sus vecinas las llevaban
prácticamente idénticas. Además, siendo una persona con tendencias
intelectuales, creía de esta manera colaborar a un revival de los años sesenta,
en los que el pelo “a la garçonne” estuvo muy de moda con el existencialismo
(se acordaba de la pobre Jean Seberg). Pensaba que era una forma clara de
diferenciarse de las vecinas, y de esta sutil manera, incluso de tildarlas de
horteras. José, por su lado, hombre de gustos corrientes y nada sofisticado,
era un apasionado del jogging, pronto se
encontró un tanto perdido en aquel desierto de cemento y jardineras, pero se
las ingenió para diseñar recorridos diferentes que le estimularan. Alternaba
los totalmente llanos, en los que la diferencia de nivel no era superior a la
que puede tener la playa de San Juan en Alicante medida entre sus dos extremos,
es decir: cero (teniendo en cuenta, además, que el nivel 0 en la península se
cuenta precisamente a nivel del mar en esta bonita ciudad levantina). Otros
días, sin embargo, cuando se sentía más en forma, incluía en su recorrido la
subida reiterada a una especie de iglesia en lo alto de una loma, donde a veces
se detenía y entraba para rezar. Allí daba gracias a Dios por su buena
situación familiar, incluyendo en sus oraciones un ruego por la mejoría de sus
habituales dispepsias, y otro para que su equipo ganara el campeonato nacional
de Liga. La iglesia de hecho no era católica, sino protestante, de los Adventistas
del Séptimo Día, que al parecer esperan la llegada inminente del Redentor, algo
que a él no le parecía tan evidente, pero que aceptaba como un mal menor, y en
cualquier caso, le parecía útil para que sus plegarias llegaran adonde fuese
necesario con mayor rapidez. En cualquier caso, esta afición a los paseos le
convenció de la conveniencia de utilizar gafas de sol, pues ya fuera temprano
por la mañana, o por la tarde a la vuelta del trabajo, el sol estaba en una
posición que las hacían recomendables. Dudó un tiempo si utilizar unas pequeñas
como en su día hicieron algunos científicos e intelectuales de la UCLA, de los
que él en alguna medida, siendo ingeniero, se consideraba parte, o decidirse por
las modernas, grandes y compactas, que había visto usar a algunos deportistas
de élite, decantándose por estas últimas que en su opinión daban de él una
imagen mucho más al día. El adosado era de los grandes, y cara al futuro cabía
la posibilidad de comprar el que estaba a su lado, pues en el contrato de venta
se especificaba en una cláusula (por otro lado, más que discutible), que en
caso de que el número de hijos superara la media docena, tendrían prioridad si
los vecinos ponían el suyo a la venta. La familia, en este sentido, no se había
puesto límites, teniendo en cuenta que su fe en el Altísimo les impedía
utilizar medios reguladores de la natalidad. A María, de hecho, le horrorizaban
los preservativos, y le parecía increíble que en una época en la que el ser
humano había llegado a la Luna, no hubiese inventado un método natural menos
grotesco. En cualquier caso, siendo cinco ya los hijos a bordo, José no
descartaba que en pocos años la descendencia no bajase de diez, algo que
verdaderamente le horrorizaba y le daba ánimos, llegado el momento, a controlar
las eyaculaciones, recurriendo sin demasiado esfuerzo al afamado método del
tirón, tan popular entre las clases medias. E incluso las altas y medio altas,
refractarias a la goma por orden del Vaticano. Debe aquí valorarse que por aquella
época debió hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse, puesto que siempre había
sido un amante de la canción francesa, a la que su mujer podía encarnar
perfectamente en aquellos momentos. Así pues, a la altura en que esta nota esta
siendo redactada, la familia en cuestión parece disfrutar de un tiempo feliz,
que ni siquiera los posibles embarazos de María parecen contrariar, pues aunque
a José le gusta más el estilo clásico de
Juliette Greco, al regresar de la caminata vespertina, no puede evitar que su
mujer, un tanto Mireille Mathieu con reminiscencias de Edith Piaf, le motive lo
suficiente para que los consejos de contención recomendados por el párroco de
la urbanización, resulten inoperantes. Téngase en cuenta, además, que una prole
muy abundante, sería en su día muy importante para la multiplicación de un
rebaño que cree a pies juntillas en el misterio de la concepción virginal y la
resurrección de los muertos.
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