domingo, 4 de mayo de 2014

ÁTICOS


Por fin vivo en un ático, lo que siempre había deseado desde que era niña, cuando vivía con mis padres en un bajo, y yo siempre temí morir por el derrumbamiento del edificio sobre nuestras cabezas. Aunque nunca me atreví a manifestarlo, me sentía como aplastada, algo después de todo no tan raro teniendo en cuenta, según más tarde me enteré, que mucha gente que ha sobrevivido a tales catástrofes ha sufrido el famoso síndrome de aplastamiento. Pero me estoy desviando de lo que quería contar aquí, una vez que finalmente he conseguido vivir en las alturas, donde el cielo parece estar más cerca y el mundo alrededor parece otra cosa, claro que si debo ser absolutamente sincera, en ocasiones cuando miro hacia abajo siento una pizca de vértigo, que tampoco es una sensación demasiado agradable. De todas maneras aquí estoy mejor y trato de distraerme cultivando plantas, sobre todo geranios y pensamientos, que me hacen olvidar mis inquietudes. Cuando más disfruto es por las tardes al anochecer llegada la primavera que ya se puede disfrutar de una temperatura ideal, y me distraigo oyendo la música que me gusta o leyendo una buena novela. Mi ático, puesta ya a hacer precisiones, está situado en una esquina del octavo piso de un inmueble, en uno de los barrios más bonitos de esta ciudad, que no solo es tranquilo y por lo tanto cómodo y fácil de habitar, sino que además tiene los comercios y tiendas necesarios bastante cerca, y además una serie de calles y plazas muy arboladas que te transmiten la impresión de vivir en la naturaleza. Por uno de los lados puedo ver la parte más habitual de una gran ciudad, repleta de edificios que en algunos momentos parece seres vivos dejando escapar las voces de sus moradores, y en ocasiones columnas de humo o vapor mientras las palomas y otras pequeñas aves revolotean a su alrededor; y por el otro, una plaza enorme rodeada de álamos, chopos y algún que otro pino, bajo los cuales se ve disfrutar a los chicos jugando a la pelota los días que hace buen tiempo. Además tengo unos prismáticos que me regaló Sofía, una de mis hijas, la última vez que estuvo aquí, sabiendo cuanto me gusta mirar y lo cotilla que puedo llegar a ser cuando no tengo cosas mejores en las que ocuparme. Ayer mismo, sin ir más lejos, estuve un buen rato observando a la gente que come en uno de los restaurantes a un lado de la plaza, y es increíble la cantidad de cosas interesantes, pero sobre todo divertidas que pueden verse. Claro que antes de seguir adelante, y para que no se me tome por alguien sin educación o simplemente por una inculta, debo confesar que con frecuencia necesito entretenerme con estas naderías, teniendo en cuenta que soy catedrática de filosofía en la facultad, y estoy harta de todos esos señores de los que debo ocuparme a diario, es decir los filósofos, que sin duda han sido unas personas muy cultivadas, pero que aquí, ahora que no me escuchan mis alumnos, puedo asegurar que no  estaban del todo en sus cabales, y necesito desintoxicarme. Concretamente, como iba diciendo, ayer con los prismáticos de Silvia, estuve un buen rato entretenida viendo a una familia que se dedicaba a comer con gran parsimonia, como si el hacerlo formara parte de una liturgia, en la que nada debía quedar al azar. Se trataba de cuatro personas, dos mujeres, una niña y un varón que ya no volvería a cumplir los sesenta, que comían ceremoniosamente, como ya he dicho, entre los que destacaba una mujer de mediana edad con el pelo tan cardado que daba la impresión de llevar una jaula sobre la cabeza, que se metía los alimentos en la boca mediante un movimiento rápido y casi imperceptible del brazo hasta su boca, que más una boca propiamente dicha daba la impresión de tratarse de un agujero mínimo debajo de la nariz, que a mí me hizo recordar a un ave rapaz en el momento de tragarse un ratón, por poner un ejemplo. La niña, que en mi opinión no llegaba a los diez años, procuraba seguir las maneras metódicas de los adultos, entre los que destacaba el señor que, sin embargo, añadía un sorprendente toque de gañán al ritual, que podía echar abajo lo anteriormente expuesto  Mantuve la vista fija en él durante un buen rato, creyendo que lo que me había parecido percibir no podía ser totalmente cierto, tratándose de una persona  con un aspecto casi aristocrático. El hecho es que con una frecuencia que no podía ser fruto de la casualidad ni de un inconveniente pasajero, aquel tipo chupaba literal y metódicamente sus dedos, como si algo se le quedara continuamente en ellos y no tuviera otro remedio. La servilleta perfectamente doblada al lado de los cubiertos, en todo caso, estaba meramente de adorno. Era un contrapunto que me confirmó que en todos sitios cuecen habas, como popularmente se dice, y que las buenas familias siguen cultivando tradiciones (por decirlo de alguna manera) que como mínimo pueden remontarse a la Edad Media. La otra señora parecía gente más corriente y de alguna forma subordinada a los dos anteriores, por lo que imaginé que podía tratarse de la hermana de la otra; su actitud era menos hierática, por lo que de vez en cuando echaba una mirada al señor que se chupaba los dedos, pero lo hacía, en mi opinión, más como un hábito adquirido con el tiempo que con la sorpresa que tal actitud causaría sin duda a alguien invitado o ajeno a la familia. Mi ático, por lo tanto es una atalaya desde la que puedo contemplar con total impunidad hechos que posiblemente pasarán desapercibidos para los demás, aunque el ejemplo aquí expuesto no sea una muestra adecuada, pues estoy convencida de que el resto de comensales también eran testigos de aquella zafiedad que, sin embargo, al señor en cuestión debía tenerle sin cuidado. Es incluso posible que tuviera noticia de que los emperadores y patricios romanos tampoco le hacían ascos a tal comportamiento, y consideraba sus maneras como una forma de distinción entre aquella caterva de indocumentados que le rodeaban. Quien sabe. Pero a decir verdad, también aquí me he dado cuenta de algo ya advertido por la famosa sabiduría popular, y es el hecho de que una vez conseguido el objetivo que uno se ha propuesto, en mi caso el ático, la situación se normaliza y pierde parte del encanto que tenía cuando solo era un proyecto, por lo que con frecuencia me vienen a la cabeza recuerdos de la casa de mis padres, cuando estábamos todos juntos en el mínimo salón del piso bajo, y yo me sentía feliz en aquel clima cálido y familiar ahora definitivamente perdido. Estas evocaciones me sumen  a veces en una  melancolía, que trato de compensar algunas noches quedándome en la terraza hasta muy tarde, con las luces de ciudad mucho más tenues. Con un poco de suerte si está despejado, puedo contemplar aquí y allá algunas estrellas que me reconfortan con la vida, y me confirman en mi decisión de pagar una hipoteca tan elevada para comprarme un ático.

 

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