Por fin vivo en un ático, lo que siempre había deseado desde que era
niña, cuando vivía con mis padres en un bajo, y yo siempre temí morir por el
derrumbamiento del edificio sobre nuestras cabezas. Aunque nunca me atreví a
manifestarlo, me sentía como aplastada, algo después de todo no tan raro
teniendo en cuenta, según más tarde me enteré, que mucha gente que ha
sobrevivido a tales catástrofes ha sufrido el famoso síndrome de aplastamiento.
Pero me estoy desviando de lo que quería contar aquí, una vez que finalmente he
conseguido vivir en las alturas, donde el cielo parece estar más cerca y el
mundo alrededor parece otra cosa, claro que si debo ser absolutamente sincera,
en ocasiones cuando miro hacia abajo siento una pizca de vértigo, que tampoco
es una sensación demasiado agradable. De todas maneras aquí estoy mejor y trato
de distraerme cultivando plantas, sobre todo geranios y pensamientos, que me
hacen olvidar mis inquietudes. Cuando más disfruto es por las tardes al anochecer
llegada la primavera que ya se puede disfrutar de una temperatura ideal, y me
distraigo oyendo la música que me gusta o leyendo una buena novela. Mi ático,
puesta ya a hacer precisiones, está situado en una esquina del octavo piso de
un inmueble, en uno de los barrios más bonitos de esta ciudad, que no solo es
tranquilo y por lo tanto cómodo y fácil de habitar, sino que además tiene los
comercios y tiendas necesarios bastante cerca, y además una serie de calles y plazas
muy arboladas que te transmiten la impresión de vivir en la naturaleza. Por uno
de los lados puedo ver la parte más habitual de una gran ciudad, repleta de
edificios que en algunos momentos parece seres vivos dejando escapar las voces
de sus moradores, y en ocasiones columnas de humo o vapor mientras las palomas
y otras pequeñas aves revolotean a su alrededor; y por el otro, una plaza
enorme rodeada de álamos, chopos y algún que otro pino, bajo los cuales se ve
disfrutar a los chicos jugando a la pelota los días que hace buen tiempo.
Además tengo unos prismáticos que me regaló Sofía, una de mis hijas, la última
vez que estuvo aquí, sabiendo cuanto me gusta mirar y lo cotilla que puedo llegar
a ser cuando no tengo cosas mejores en las que ocuparme. Ayer mismo, sin ir más
lejos, estuve un buen rato observando a la gente que come en uno de los
restaurantes a un lado de la plaza, y es increíble la cantidad de cosas
interesantes, pero sobre todo divertidas que pueden verse. Claro que antes de
seguir adelante, y para que no se me tome por alguien sin educación o simplemente
por una inculta, debo confesar que con frecuencia necesito entretenerme con
estas naderías, teniendo en cuenta que soy catedrática de filosofía en la
facultad, y estoy harta de todos esos señores de los que debo ocuparme a
diario, es decir los filósofos, que sin duda han sido unas personas muy
cultivadas, pero que aquí, ahora que no me escuchan mis alumnos, puedo asegurar
que no estaban del todo en sus cabales,
y necesito desintoxicarme. Concretamente, como iba diciendo, ayer con los prismáticos
de Silvia, estuve un buen rato entretenida viendo a una familia que se dedicaba
a comer con gran parsimonia, como si el hacerlo formara parte de una liturgia,
en la que nada debía quedar al azar. Se trataba de cuatro personas, dos
mujeres, una niña y un varón que ya no volvería a cumplir los sesenta, que
comían ceremoniosamente, como ya he dicho, entre los que destacaba una mujer de
mediana edad con el pelo tan cardado que daba la impresión de llevar una jaula
sobre la cabeza, que se metía los alimentos en la boca mediante un movimiento
rápido y casi imperceptible del brazo hasta su boca, que más una boca
propiamente dicha daba la impresión de tratarse de un agujero mínimo debajo de
la nariz, que a mí me hizo recordar a un ave rapaz en el momento de tragarse un
ratón, por poner un ejemplo. La niña, que en mi opinión no llegaba a los diez
años, procuraba seguir las maneras metódicas de los adultos, entre los que destacaba
el señor que, sin embargo, añadía un sorprendente toque de gañán al ritual, que
podía echar abajo lo anteriormente expuesto Mantuve la vista fija en él durante un buen
rato, creyendo que lo que me había parecido percibir no podía ser totalmente
cierto, tratándose de una persona con un
aspecto casi aristocrático. El hecho es que con una frecuencia que no podía ser
fruto de la casualidad ni de un inconveniente pasajero, aquel tipo chupaba
literal y metódicamente sus dedos, como si algo se le quedara continuamente en
ellos y no tuviera otro remedio. La servilleta perfectamente doblada al lado de
los cubiertos, en todo caso, estaba meramente de adorno. Era un contrapunto que
me confirmó que en todos sitios cuecen habas, como popularmente se dice, y que
las buenas familias siguen cultivando tradiciones (por decirlo de alguna
manera) que como mínimo pueden remontarse a la Edad Media. La otra señora
parecía gente más corriente y de alguna forma subordinada a los dos anteriores,
por lo que imaginé que podía tratarse de la hermana de la otra; su actitud era
menos hierática, por lo que de vez en cuando echaba una mirada al señor que se
chupaba los dedos, pero lo hacía, en mi opinión, más como un hábito adquirido
con el tiempo que con la sorpresa que tal actitud causaría sin duda a alguien
invitado o ajeno a la familia. Mi ático, por lo tanto es una atalaya desde la
que puedo contemplar con total impunidad hechos que posiblemente pasarán
desapercibidos para los demás, aunque el ejemplo aquí expuesto no sea una
muestra adecuada, pues estoy convencida de que el resto de comensales también
eran testigos de aquella zafiedad que, sin embargo, al señor en cuestión debía
tenerle sin cuidado. Es incluso posible que tuviera noticia de que los
emperadores y patricios romanos tampoco le hacían ascos a tal comportamiento, y
consideraba sus maneras como una forma de distinción entre aquella caterva de
indocumentados que le rodeaban. Quien sabe. Pero a decir verdad, también aquí
me he dado cuenta de algo ya advertido por la famosa sabiduría popular, y es el
hecho de que una vez conseguido el objetivo que uno se ha propuesto, en mi caso
el ático, la situación se normaliza y pierde parte del encanto que tenía cuando
solo era un proyecto, por lo que con frecuencia me vienen a la cabeza recuerdos
de la casa de mis padres, cuando estábamos todos juntos en el mínimo salón del
piso bajo, y yo me sentía feliz en aquel clima cálido y familiar ahora
definitivamente perdido. Estas evocaciones me sumen a veces en una melancolía, que trato de compensar algunas
noches quedándome en la terraza hasta muy tarde, con las luces de ciudad mucho
más tenues. Con un poco de suerte si está despejado, puedo contemplar aquí y
allá algunas estrellas que me reconfortan con la vida, y me confirman en mi
decisión de pagar una hipoteca tan elevada para comprarme un ático.
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