domingo, 25 de mayo de 2014

PERSIANAS

Al poco de llegar a casa, papá se quejó de que había pasado todo el día angustiado con un fuerte dolor en el pecho. Le dije que no se preocupara y que procurara relajarse, que seguramente serían gases, algo bastante corriente en él que era una persona que comía y bebía sin demasiados miramientos. Se metió en el salón y se sentó en el sillón de orejas, que le había comprado dos años atrás al día siguiente de venir a casa cuando se separó de mamá y no tenía donde meterse. Mamá tardó cierto tiempo en aceptarlo, pues de alguna forma creía que yo la traicionaba, aunque no tardó mucho en llamarme y decirme que lo comprendía. Que para una hija debe ser muy duro saber que su padre vive en la calle y duerme debajo de un puente. Ella, a pesar de su mal genio en ocasiones, siempre tuvo un gran corazón y pronto aceptaba historias como esta, que en principio parecían ir en su contra. Papá, como dije, se metió en el salón y se sentó como era habitual en él para ver las noticias o lo que pusieran en esos momentos, lo mismo le daban los políticos diciendo embustes o majaderías, que los elefantes y los leones en la sabana africana. La televisión era una especie de droga que le servía para desimplicarse (aún más) de la realidad. El hecho es que poco después, cuando ya había calentado la cena en el microondas y se la iba a servir, me alarmé al darme cuenta de que no me respondía. Las cosas como son, y yo debo ser una persona de otro planeta, bastante insensible y terriblemente fría, puesto que cuando fui al salón y después de zarandearle un buen rato, me di cuenta de que era inútil y no reaccionaba, me senté de inmediato a su lado y me dije para mis adentros “se ha muerto”. Luego lo repetí en voz alta-se ha muerto- como si necesitara que otra persona fuera de mí me lo confirmara. Yo no quería creerlo y estuve así durante un rato sin moverme. En estado de shock.
Luego le tomé el pulso y nada, después le puse un espejo de mano delante de la boca para ver si respiraba como había leído por algún lado, y tampoco, así que de inmediato, aunque un poco tarde, llamé al 112, que recogieron la información con diligencia pero con la indiferencia con la que pueden recoger en un supermercado el encargo de la compra. Luego avisé a mamá que se puso a gritar como una loca, lo que hizo que me preguntara por la complejidad de la naturaleza humana, pues si no recuerdo mal en los últimos tiempos antes de separarse le deseaba con frecuencia que palmara pronto, valga la vulgaridad. O entonces o ahora estaba fingiendo. No digo que fingiendo a conciencia, sino con ese fingimiento más profundo del que ni siquiera uno mismo es capaz de darse cuenta. Fue un rapto filosófico momentáneo que prolongué pensando que quizás en uno mismo anidan sentimientos contradictorios que justifican conductas tan opuestas. Los del 112 llegaron en quince minutos, y después de levantar atestado (o algo así) y el certificado de defunción, dijeron que tenían que proceder. Yo les dije si tendrían la amabilidad de esperar un momento a mi madre, que vivía cerca y debía estar a punto de llegar, a lo que me contestaron en plan afirmativo siempre que no fuera demasiado tiempo, pues en esta época –empezaba el invierno- “caen como moscas y tenemos que estar listos”. Después de una frase tan desafortunada en la que no quise darme por aludida, se sentaron conmigo y papá en el salón, componiendo una situación de lo más surrealista, a la que ellos debían estar acostumbrados pues parecieron no darle ninguna importancia. Por si fuera poco, uno de ellos, me pidió permiso para fumar, lo tenía prohibido estando de servicio, pero me rogaba que le comprendiera, porque a él esas cosas le ponían muy nervioso. “Además-añadió- créame que el humo da a la atmósfera del lugar una calidez que hace el momento mucho más llevadero”. Accedí, y aproveché la situación para liarme un porro, algo que a papá no le hubiera gustado nada porque en su opinión atacaba al cerebro. Nunca logré convencerle que yo la utilizaba para relajarme, y que no había ninguna relación entre el cannabis y la locura. Batalla perdida, por cierto.
Cuando llegó mamá, los funcionarios ya estaban procediendo con papá. Le habían envuelto en esa especie de mortaja metálica que emplean en los accidentes, y tuvieron que quitársela para que pudiera verlo. La verdad es que tenía buen aspecto, y si se hubiera levantado y deseado buenas tarde no me hubiera extrañado nada. Pero sí impresionado, claro está. Uno de aquellos tipos (eran tres, dos hombres y una mujer) comentó al oírme que eso pasaba a veces, que algunos difuntos después del tránsito recobran la placidez que la vida parecía haberles negado. Estuve de nuevo a punto de intervenir, pues pensé que ese comentario además de innecesario como otro anterior, podía ser una crítica en toda regla a la familia, pero me contuve pensando en el tan traído y llevado rigor mortis, después de todo, mucho más desagradable. Antes de irse tuve que firmar unos papeles, no sin antes bregar un rato con mamá, que decía que no estando divorciados, era a ella a quien le correspondía hacerlo. La costó mucho resignarse, como si de esa manera hubiera querido mitigar alguna culpa, y así reconciliarse con papá in extremis.
Cuando se fueron nos quedamos las dos a solas en el salón casi a oscuras. Mamá gemía, hacía muecas y daba manotazos al aire de una manera inexplicable, no sé si porque estaba sumamente nerviosa o para demostrarme cuanto lo sentía. Lo sorprendente es que yo seguía fría como un témpano y sentía mucho miedo, como si de un momento a otro pudiera suceder algo todavía peor. Estaba bloqueada. Temía despertar y tomar conciencia. Yo a papá le quería mucho, incluso demasiado, a pesar de las historias que mamá me había contado sobre él. En concreto, tenía miedo de salir de aquel estado, no poder soportarlo y tirarme por la ventana frente a mí. Finalmente hice un gran esfuerzo, logré ponerme en pie, fui hasta la ventana y bajé la persiana. Hubiera sido demasiado para mamá, que después de todo no tenía la culpa de nada. FIN DEL PRIMER CAPITULO


- Libre adaptación de la película “Carmina y amén” de Paco León.

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