Al poco de
llegar a casa, papá se quejó de que había pasado todo el día angustiado con un
fuerte dolor en el pecho. Le dije que no se preocupara y que procurara
relajarse, que seguramente serían gases, algo bastante corriente en él que era
una persona que comía y bebía sin demasiados miramientos. Se metió en el salón
y se sentó en el sillón de orejas, que le había comprado dos años atrás al día
siguiente de venir a casa cuando se separó de mamá y no tenía donde meterse.
Mamá tardó cierto tiempo en aceptarlo, pues de alguna forma creía que yo la
traicionaba, aunque no tardó mucho en llamarme y decirme que lo comprendía. Que
para una hija debe ser muy duro saber que su padre vive en la calle y duerme
debajo de un puente. Ella, a pesar de su mal genio en ocasiones, siempre tuvo
un gran corazón y pronto aceptaba historias como esta, que en principio
parecían ir en su contra. Papá, como dije, se metió en el salón y se sentó como
era habitual en él para ver las noticias o lo que pusieran en esos momentos, lo
mismo le daban los políticos diciendo embustes o majaderías, que los elefantes
y los leones en la sabana africana. La televisión era una especie de droga que
le servía para desimplicarse (aún más) de la realidad. El hecho es que poco
después, cuando ya había calentado la cena en el microondas y se la iba a
servir, me alarmé al darme cuenta de que no me respondía. Las cosas como son, y
yo debo ser una persona de otro planeta, bastante insensible y terriblemente
fría, puesto que cuando fui al salón y después de zarandearle un buen rato, me
di cuenta de que era inútil y no reaccionaba, me senté de inmediato a su lado y
me dije para mis adentros “se ha muerto”. Luego lo repetí en voz alta-se ha
muerto- como si necesitara que otra persona fuera de mí me lo confirmara. Yo no
quería creerlo y estuve así durante un rato sin moverme. En estado de shock.
Luego le tomé el
pulso y nada, después le puse un espejo de mano delante de la boca para ver si
respiraba como había leído por algún lado, y tampoco, así que de inmediato,
aunque un poco tarde, llamé al 112, que recogieron la información con
diligencia pero con la indiferencia con la que pueden recoger en un
supermercado el encargo de la compra. Luego avisé a mamá que se puso a gritar
como una loca, lo que hizo que me preguntara por la complejidad de la
naturaleza humana, pues si no recuerdo mal en los últimos tiempos antes de
separarse le deseaba con frecuencia que palmara pronto, valga la vulgaridad. O
entonces o ahora estaba fingiendo. No digo que fingiendo a conciencia, sino con
ese fingimiento más profundo del que ni siquiera uno mismo es capaz de darse
cuenta. Fue un rapto filosófico momentáneo que prolongué pensando que quizás en
uno mismo anidan sentimientos contradictorios que justifican conductas tan
opuestas. Los del 112 llegaron en quince minutos, y después de levantar
atestado (o algo así) y el certificado de defunción, dijeron que tenían que
proceder. Yo les dije si tendrían la amabilidad de esperar un momento a mi
madre, que vivía cerca y debía estar a punto de llegar, a lo que me contestaron
en plan afirmativo siempre que no fuera demasiado tiempo, pues en esta época
–empezaba el invierno- “caen como moscas y tenemos que estar listos”. Después de
una frase tan desafortunada en la que no quise darme por aludida, se sentaron
conmigo y papá en el salón, componiendo una situación de lo más surrealista, a
la que ellos debían estar acostumbrados pues parecieron no darle ninguna
importancia. Por si fuera poco, uno de ellos, me pidió permiso para fumar, lo
tenía prohibido estando de servicio, pero me rogaba que le comprendiera, porque
a él esas cosas le ponían muy nervioso. “Además-añadió- créame que el humo da a
la atmósfera del lugar una calidez que hace el momento mucho más llevadero”.
Accedí, y aproveché la situación para liarme un porro, algo que a papá no le
hubiera gustado nada porque en su opinión atacaba al cerebro. Nunca logré
convencerle que yo la utilizaba para relajarme, y que no había ninguna relación
entre el cannabis y la locura. Batalla perdida, por cierto.
Cuando llegó
mamá, los funcionarios ya estaban procediendo con papá. Le habían envuelto en
esa especie de mortaja metálica que emplean en los accidentes, y tuvieron que
quitársela para que pudiera verlo. La verdad es que tenía buen aspecto, y si se
hubiera levantado y deseado buenas tarde no me hubiera extrañado nada. Pero sí
impresionado, claro está. Uno de aquellos tipos (eran tres, dos hombres y una
mujer) comentó al oírme que eso pasaba a veces, que algunos difuntos después
del tránsito recobran la placidez que la vida parecía haberles negado. Estuve
de nuevo a punto de intervenir, pues pensé que ese comentario además de
innecesario como otro anterior, podía ser una crítica en toda regla a la
familia, pero me contuve pensando en el tan traído y llevado rigor mortis,
después de todo, mucho más desagradable. Antes de irse tuve que firmar unos
papeles, no sin antes bregar un rato con mamá, que decía que no estando
divorciados, era a ella a quien le correspondía hacerlo. La costó mucho
resignarse, como si de esa manera hubiera querido mitigar alguna culpa, y así
reconciliarse con papá in extremis.
Cuando se fueron
nos quedamos las dos a solas en el salón casi a oscuras. Mamá gemía, hacía muecas
y daba manotazos al aire de una manera inexplicable, no sé si porque estaba
sumamente nerviosa o para demostrarme cuanto lo sentía. Lo sorprendente es que
yo seguía fría como un témpano y sentía mucho miedo, como si de un momento a
otro pudiera suceder algo todavía peor. Estaba bloqueada. Temía despertar y
tomar conciencia. Yo a papá le quería mucho, incluso demasiado, a pesar de las
historias que mamá me había contado sobre él. En concreto, tenía miedo de salir
de aquel estado, no poder soportarlo y tirarme por la ventana frente a mí.
Finalmente hice un gran esfuerzo, logré ponerme en pie, fui hasta la ventana y
bajé la persiana. Hubiera sido demasiado para mamá, que después de todo no
tenía la culpa de nada. FIN DEL PRIMER CAPITULO
- Libre
adaptación de la película “Carmina y amén” de Paco León.
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