La situación era
la siguiente. En la barra un matrimonio mayor, ella sentada y él de pie a su
lado. Ambos vestían de manera informal, ella con una chaqueta amarillo chillón,
con un bolso en bandolera que yo no alcanzaba a ver, y unos pantalones blancos
de trapillo. El marido con un chaleco gris, una camisa de manga larga a cuadros
arremangada hasta los codos, y unos pantalones vaqueros necesitados de plancha
por raro que pueda parecer, tal era su estado. En la otra esquina de la barra,
sucesivamente, un tipo joven tomándose un café y algo más lejos dos individuos
de chaqueta también tomando café. Uno de ello cabeceaba ostensiblemente dando
la impresión de asentir a lo que el otro decía sin la menor objeción. Aunque también
era posible que se tratara de un tic con todas sus características, y por tanto
inevitable. Dentro de la barra, Manolo, el propietario, iba de un lado para
otro atendiendo a los clientes, aunque cuando me fijé con un poco más de
atención, pude darme cuenta que no solo se trataba de eso, sino posiblemente de
una manía adquirida después de muchos años que no le dejaba parar. A la vez que
paseaba soltaba algunas frases o palabras cuyo sentido solo él debía saber,
pues no tenían nada que ver con la realidad que nos rodeaba, sino posiblemente
con su mundo interior, mediante las cuales debía tratar de tranquilizarse de la
misma manera que hace un hamster dando vueltas en la ruedecita. De vez en
cuando, al fondo del local se abría una puerta batiente, y asomaba la cabeza de
una señora bajita de mediana edad que debía ser la cocinera, y se dirigía a
Manuel diciéndola algo a lo que él respondía en un lenguaje críptico en el que
ambos debían entenderse. Finalmente logré enterarme que se trataba del menú, y
que lo que ella le preguntaba era si de segundo plato se trataba
definitivamente de muslitos de pollo al ajillo, gallo a la plancha o ambos a
elegir, a lo que Manuel respondió literalmente que “lenguado meunière, no te
jode”. “Con guarnición”, añadió cuando ya la cabeza había hecho mutis, se
supone que en dirección o ya dentro de la cocina. Frente a mí, sentado al bies
en una mesa, estaba un hombre con el consabido café, que no paraba de hablar
por teléfono. Su voz, cuando la elevaba, parecía conminativa, como si más de
tratarse de una conversación al uso, fuera un dictado donde a su interlocutor
solo le cabía ponerse a la orden o apagar el teléfono y buscar otro trabajo.
Para terminar estaba yo, que al no poder verme no podía dar de mí una imagen
muy fiel, pero que siendo un ser dotado de conciencia y una percepción hasta la
fecha bastante ajustada a la realidad, podía afirmar que se trataba de un tipo
mayor de sesenta años con una chaqueta de chandal roja. A pesar de la hora, me
estaba permitiendo la primera cerveza del día, en esta ocasión como un
estimulante moderado del sistema nervioso y cardiorrespiratorio. En cuestión de
media hora sabía que debía enfrentarme a uno de mis peores enemigos sobre una
pista de tenis. Un tipo bajo y esmirriado, pero con un golpe de derecha que le
había hecho famosos entre los socios del club. Compensaba su baja estatura con
un giro del tronco próximo a los cien grados, que compensaba su falta de altura con un
momento angular notabilísimo. Le conocía bien, y sabía que el color rojo le
desquiciaba, siéndole una persona conservadora hasta las cachas, algo que yo
aprovechaba para ponerle nervioso y acabar ganándole. Esa era pues la situación
en el humilde bar debajo del edificio donde vivía. Nada en comparación con el
día que se firmó el armisticio después de la Segunda Guerra mundial, y aún
mucho menos en comparación con la infausta fecha en que un meteorito del tamaño
de un campo de fútbol cayó con estrépito sobre la península de Yucatán, en
América, originando la extinción de los dinosaurios. Pero un acontecimiento, no
obstante, que quedará registrado en los anales del espaciotiempo con igual
valor, aunque con menor prosopopeya, eso es cierto.
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