martes, 20 de mayo de 2014

SITUACIONES

La situación era la siguiente. En la barra un matrimonio mayor, ella sentada y él de pie a su lado. Ambos vestían de manera informal, ella con una chaqueta amarillo chillón, con un bolso en bandolera que yo no alcanzaba a ver, y unos pantalones blancos de trapillo. El marido con un chaleco gris, una camisa de manga larga a cuadros arremangada hasta los codos, y unos pantalones vaqueros necesitados de plancha por raro que pueda parecer, tal era su estado. En la otra esquina de la barra, sucesivamente, un tipo joven tomándose un café y algo más lejos dos individuos de chaqueta también tomando café. Uno de ello cabeceaba ostensiblemente dando la impresión de asentir a lo que el otro decía sin la menor objeción. Aunque también era posible que se tratara de un tic con todas sus características, y por tanto inevitable. Dentro de la barra, Manolo, el propietario, iba de un lado para otro atendiendo a los clientes, aunque cuando me fijé con un poco más de atención, pude darme cuenta que no solo se trataba de eso, sino posiblemente de una manía adquirida después de muchos años que no le dejaba parar. A la vez que paseaba soltaba algunas frases o palabras cuyo sentido solo él debía saber, pues no tenían nada que ver con la realidad que nos rodeaba, sino posiblemente con su mundo interior, mediante las cuales debía tratar de tranquilizarse de la misma manera que hace un hamster dando vueltas en la ruedecita. De vez en cuando, al fondo del local se abría una puerta batiente, y asomaba la cabeza de una señora bajita de mediana edad que debía ser la cocinera, y se dirigía a Manuel diciéndola algo a lo que él respondía en un lenguaje críptico en el que ambos debían entenderse. Finalmente logré enterarme que se trataba del menú, y que lo que ella le preguntaba era si de segundo plato se trataba definitivamente de muslitos de pollo al ajillo, gallo a la plancha o ambos a elegir, a lo que Manuel respondió literalmente que “lenguado meunière, no te jode”. “Con guarnición”, añadió cuando ya la cabeza había hecho mutis, se supone que en dirección o ya dentro de la cocina. Frente a mí, sentado al bies en una mesa, estaba un hombre con el consabido café, que no paraba de hablar por teléfono. Su voz, cuando la elevaba, parecía conminativa, como si más de tratarse de una conversación al uso, fuera un dictado donde a su interlocutor solo le cabía ponerse a la orden o apagar el teléfono y buscar otro trabajo. Para terminar estaba yo, que al no poder verme no podía dar de mí una imagen muy fiel, pero que siendo un ser dotado de conciencia y una percepción hasta la fecha bastante ajustada a la realidad, podía afirmar que se trataba de un tipo mayor de sesenta años con una chaqueta de chandal roja. A pesar de la hora, me estaba permitiendo la primera cerveza del día, en esta ocasión como un estimulante moderado del sistema nervioso y cardiorrespiratorio. En cuestión de media hora sabía que debía enfrentarme a uno de mis peores enemigos sobre una pista de tenis. Un tipo bajo y esmirriado, pero con un golpe de derecha que le había hecho famosos entre los socios del club. Compensaba su baja estatura con un giro del tronco próximo a los cien grados,  que compensaba su falta de altura con un momento angular notabilísimo. Le conocía bien, y sabía que el color rojo le desquiciaba, siéndole una persona conservadora hasta las cachas, algo que yo aprovechaba para ponerle nervioso y acabar ganándole. Esa era pues la situación en el humilde bar debajo del edificio donde vivía. Nada en comparación con el día que se firmó el armisticio después de la Segunda Guerra mundial, y aún mucho menos en comparación con la infausta fecha en que un meteorito del tamaño de un campo de fútbol cayó con estrépito sobre la península de Yucatán, en América, originando la extinción de los dinosaurios. Pero un acontecimiento, no obstante, que quedará registrado en los anales del espaciotiempo con igual valor, aunque con menor prosopopeya, eso es cierto. 

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