Después del
entierro, mamá y yo nos refugiamos en una cafetería de la Ribera del Manzanares
y estuvimos un rato charlando y tratando de consolarnos. Ella parecía
verdaderamente afectada a pesar de sus circunstancias. Quiero con esto decir
que debía hacer dos años que no hablaba con mi padre, lo que no parecía
inconveniente para parecer muy afectada, y que en aquellos momentos rememorara
episodios de su vida en común en los que decía haber sido muy feliz. Incluso
mencionó los primeros años de mi vida, en los que al parecer papá me adoraba,
momento en el que me entró una llantina inconsolable durante más de un cuarto
de hora durante el que buena parte de los clientes estuvo pendiente de nosotras
tratando de averiguar que nos estaba sucediendo. La vida en ciertas ocasiones
es muy traicionera y parece ser lo que no es. Afortunadamente al final pude
contenerme y nos dejaron de prestar atención.
Al día siguiente
llamé a mamá temprano para ver que tal lo llevaba, pero para mi sorpresa no
contestaba ni en casa ni al móvil, por lo que a última hora de la tarde me
acerqué a ver qué sucedía. El bloque de casas donde vive mi madre no tiene
portero y como no respondía al telefonillo desde la calle, acabé llamando al
vecino que me dijo no saber nada, aunque juraría que la había visto salir por
la mañana con una maleta. Tuve entonces la seguridad de que a mamá le había
dado una de sus ventoleras, y había iniciado alguna de sus aventuras
estrafalarias, lo que conociéndola no era tan extraño. Así pues esperé noticias
suyas y me mantuve expectante pero en silencio durante todo el día. Finalmente
dos días después recibí un guasap desde Maspalomas en Gran Canaria, en el que
me decía que la perdonase, pero que tenia necesidad de relajarse y olvidar
después de los últimos acontecimientos, y que había optado por irse una semana
lejos “del escenario del crimen” (sic), sabiendo que si me lo hubiera dicho
antes, no la hubiera dejado. La contesté de inmediato diciéndole que disfrutara
y se relajase, pero que no obstante pensaba que estaba como una regadera. Me
contestó brevemente y se lo agradecí, pues estaba convencida de que de haberlo
hecho de otra manera nos hubiéramos enfrascado en una discusión absurda que no
merecía la pena.
Durante esos
días me dediqué a trabajar procurando no pensar en nada más. Abrí la peluquería
al día siguiente del entierro, y tuve que soportar los pésames de las clientas,
que agradecía de corazón, pero que no me dejaron durante un cierto tiempo pasar
página. Parece mentira la importancia que tiene una persona a tu lado, aunque
como en mi caso fuera mi padre, que no suele ser lo habitual en alguien que
como yo que ya tenía treinta años. Como
me había dicho, mamá regresó una semana después, tostada y de buen humor, lo
que quería decir a la claras que su estancia en Canarias le había sentado bien,
y alejado del triste acontecimiento que acabábamos de vivir. Me vino a ver
directamente desde el aeropuerto, lo que me sorprendió pero se lo agradecí, pues
lo interpreté como un síntoma de su afecto y preocupación por mí. Pero lo más
sorprendente fue que al poco rato me dijo que en su opinión nos vendría bien un
canuto, lo que en principio me dejó patidifusa, pero que en el momento de
dárselo me hizo pensar que quizás le vendría bien, y hasta que podía ser un
síntoma de cuanto podía haberla hecho cambiar la muerte de Antonio. Ya se sabe
que las primeras veces que uno se fuma un porro las reacciones pueden ser de lo
más variadas, desde dolor de cabeza a náuseas, pasando por ataques de risa o
somnolencia. En su caso, sin embargo debo decir que para mi sorpresa permaneció
muy tranquila y relajada, como si de hecho fuera una consumidora habitual. Al
poco me dijo que tenía que confesarme algo que le daba cierta vergüenza, pero
que como mujer que era, creía que podría comprenderla. Me dejó expectante, y si
debo decir la verdad un tanto ansiosa, pensando en que podía haber hecho
cualquier tontería, aunque a decir verdad, en sus circunstancias no se me
ocurría cual podría ser. Cuando después de un buen rato y darme unas cuantas
pistas falsas, me acabó confesando que estaba enamorada de un negro, me quedé
de piedra. Y de ello, lo que más me dolió fue pensar que a pesar del buen
concepto que tengo de mi misma en este sentido, fue precisamente que fuera un
negro y no un tipo normal y corriente de los de toda la vida. Ni siquiera se me
ocurrió pensar que el cadáver de papá aún estaba caliente, o que era demasiado
pronto. Y de nada me sirvió pensar que hacía más de dos años que estaban
separados. Lo retrógrada que una puede ser, me dije para mí misma, a pesar de
sentirme tan progresista.
FIN DEL TERCER
CAPÍTULO DE PERSIANAS.
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