lunes, 19 de mayo de 2014

CAMPOS TRES

Pasamos toda la primavera con ellas, y a los pocos que se acercaron hasta allí nos presentaron como unos parientes huérfanos, hijos de una hermana viuda, finalmente muerta en una de las continuas refriegas que tenían lugar cerca de la frontera. Afortunadamente todo el mundo pareció creérselo sin darle más importancia, y poco a poco Jurgen y yo nos fuimos olvidando de los episodios en casa de la abuela que aún rondaban por nuestra cabeza, y por los que pensábamos que algún día tendríamos que pagar. Éramos conscientes, sin embargo, que no podíamos prolongar nuestra situación allí durante mucho tiempo, pues en algún momento podía llegar la noticia del asesinato de una campesina a unos cuantos kilómetros del lugar. Así pues, a finales de la primavera decidimos que era el momento de partir, y una mañana muy temprano nos pusimos en marcha en dirección a Budapest, donde tiempo atrás vivíamos con nuestros padres. No estábamos del todo seguros hacia donde debíamos dirigiros, pero en cualquier caso pensamos que siempre tendríamos tiempo de enterarnos a lo largo del camino. El día anterior a nuestra despedida, quisimos dejar una vez más constancia de nuestro paso por allí, por lo que ya sin ningún tipo de subterfugios estuvimos una vez más con la madre y la hija, según lo acostumbrado. Primero con Emilia, que se mostró tan satisfecha como siempre y desapareció enseguida para dejar sitio a su madre, que seguía actuando como si fuéramos dos lactantes, algo que nosotros cultivábamos con cierta candidez, aunque una vez que ella volvía a la cama, nosotros tuviéramos que aliviarnos en el exterior, como consecuencia de una ingesta que ya nada tenía que ver con la de unos niños que todavía no habían pasado del biberón. Nos fuimos sin ni siquiera decir adiós y sintiéndolo mucho, pues habían sido los mejores momentos desde que estábamos solos, pero temíamos que si lo hacíamos, ellas insistirían en que nos quedáramos, y resultaba peligroso. Era el momento de poner tierra de por medio, aunque debo confesar que según nos alejábamos, Jurgen y yo estuvimos llorando a moco tendido durante un buen rato como niños. Como los niños que ya no éramos, por cierto, puesto que acabábamos de cumplir dieciséis años. Llegar a la capital nos supuso una caminata de al menos dos semanas. Anduvimos a campo través para evitar las carreteras y los caminos en los que nos pudieran hacer preguntas, y solo nos acercamos a ellos algunas tardes ya casi sin luz, para intentar guiarnos por los indicadores de tráfico, y volver a alejarnos enseguida.
Cuando por fin estuvimos seguros de encontrarnos en la capital, nos dirigimos hacia la orilla del río donde sabíamos que estaba la casa de nuestros padres, aunque lo hicimos con bastante aprensión, pues no sabíamos con qué podíamos encontrarnos. Nos refugiamos durante toda la tarde en una iglesia de las inmediaciones, donde recordábamos haber ido algunos días con mamá, que a pesar de no ser demasiado religiosa, a veces entraba allí y nos llevaba con ella, sobre todo en la época en la que nuestro padre desapareció, al parecer movilizado rumbo al frente ruso. Suponíamos que allí rezaba o al menos se concentraba, deseando que volviera pronto, aunque nosotros permaneciéramos a su lado sin saber qué hacer. Ya a punto de anochecer salimos el templo y nos dirigimos hacia casa. No sabíamos con qué podíamos encontrarnos, y nos lo tomamos con calma haciéndolo con bastante sigilo, como si en cualquier momento pudiéramos encontrarnos con una situación imprevista o desagradable. La verdad es que al llegar nos sentimos bastante decepcionados, pues allí no había nadie y daba la sensación de que el edificio había sido abandonado. Tuvimos entonces la impresión de que algo extraño estaba sucediendo, pues las calles estaban casi desiertas, y las pocas personas con las que nos cruzamos parecían huir o apresurarse hacia algún lugar desconocido. De todas formas, nos enteramos de que el ejército ruso estaba a punto de entrar en la ciudad, y más valía ponerse a buen resguardo, pues al parecer los bolcheviques primero disparaban y luego preguntaban, como suele ser lo habitual en cualquier tipo de guerra. Volvimos pues a la iglesia con el tiempo justo para entrar, pues en aquellos momentos, un tipo vestido de cura estaba cerrando las puertas. Le comentamos nuestra situación y nos dejó entrar un tanto a regañadientes. Al parecer, según pronto nos contó, él era el párroco y mantenía la iglesia abierta hasta esa hora por si alguien como nosotros quería todavía utilizarla. El interior estaba casi en ruinas o en todo caso muy descuidado, al parecer ya casi nadie acudía, y las pocas personas, a excepción del sacristán, que lo hacían habitualmente, habían huido. “Es la guerra”, exclamó finalmente con una solemnidad que casi nos hizo reír, después de todo lo que habíamos pasado. Nos llevó a la sacristía y estuvo interrogándonos un buen rato, sobre todo interesándose por nuestros padres y nuestra casa. No le dijimos nada en concreto, y eso fue algo que pareció aliviarle, como si de esa manera no tuviera que hacerse responsable ante nadie de nuestra presencia allí. Nos dijo entonces que estábamos horriblemente sucios, y que en la casa del Señor se debe estar aseado, por lo que después de desaparecer durante un buen rato, volvió a la sacristía con un balde de agua caliente, diciéndonos que era imprescindible que nos laváramos de inmediato. Aquella noche no podía darnos nada para cenar, a excepción de un buen montón de recortes de hostias que guardaba en un cajón del armario con los hábitos y casullas de la liturgia. Nos vería al día siguiente, pues ya era tarde y tenía que retirarse a sus aposentos para rezar. Nos quedamos pues allí, en aquella habitación enorme decorada con cristos  e imágenes de santos un tanto decrépitas y llenas de polvo, pero no dudamos demasiado en verter el agua del balde en una tina de madera antes de que se enfriara. Lo cierto es que estábamos verdaderamente sucios, y aquel primer baño en muchos días nos sentó muy bien. Sin embargo, cuando ya estábamos secándonos afuera con unos trapos que nos había dejado el párroco, nos pareció oír algo sobre nuestras cabezas, y al alzar la vista tuvimos la certeza que durante todo ese rato no habíamos estado solos, pues a través de una especie de ojo de buey cerca del techo, se nos hizo evidente de que alguien había sido testigo de nuestras abluciones. Las oraciones del párroco habían al parecer necesitado de ciertos estímulos. A la mañana siguiente fue el mismo él mismo quien nos despertó. Estábamos agotados y el hecho de poder haber dormido sobre mullido por primera vez en varios días, hizo que nos despertáramos más tarde. El tipo aquel, del que ahora sabíamos algo más de sus aficiones después de lo de la noche anterior, nos miraba con cierto arrobo, como si fuéramos dos monaguillos de su parroquia dispuestos a ayudarle en lo que se le antojara. No sabía que a pesar de nuestra corta edad, ya éramos dos tipos curtidos en bastantes situaciones que ni se le podían pasar por la imaginación. Estuvimos todo el día con él sin apenas salir de la iglesia. Nos portamos como dos chicos ejemplares que quieren ganarse un lugar en el cielo, algo que pareció creerse a pies juntillas, aprovechando la mínima ocasión para restregarse contra nosotros, lo que evitábamos sin demasiadas brusquedades para que se hiciera ilusiones y al menos nos diera de comer y nos dejara volver a bañarnos por la noche. Cenamos por la tarde en la sacristía con unas viandas maravillosas, productos frescos de la huerta que debían traerle algunos feligreses, y una carne de pato exquisita que, según él, nos ofrecía como algo extraordinario en recompensa por nuestro buen comportamiento, y esperando que en el futuro cuando la guerra terminase, volviéramos a verle con frecuencia. También sacó unas cuantas botellas de vino de misa que tenía escondidas al fondo de la habitación en una especie de fresquera, y nada más empezar a comer se sirvió dos lingotazos hasta arriba, y nos ofreció a nosotros una mínima cantidad en unos vasos tan pequeños que parecían dedales. Según avanzaba el condumio, el hombre, sin duda ayudado por el vino, del que al poco se había bebido una botella, pareció desinhibirse totalmente, y nos dijo melosamente que hacía tiempo que no le acompañaban unos jóvenes tan fuertes y bien parecidos, al tiempo que con cierto disimulo se pasaba la mano entre la piernas, sin duda esperando en breve poner a funcionar lo que el celibato le tenía prohibido de una forma habitual. Jurgen y yo, que ya habíamos hablado del asunto cuando él se ausentó por la mañana para hacer la compra, le dijimos que antes de enfriarnos nos apetecía bañarnos otra vez, que el agua caliente era algo maravilloso cuando se han pasado tantos meses sin ella. Además, antes de darle tiempo a reflexionar demasiado, le dijimos que no dudara en acompañarnos, pues, después de todo, bañarse con un párroco no es algo que esté al alcance de cualquiera, y que sin duda algún tipo de beneficio espiritual recibiríamos de su presencia. El hombre nos miró un tanto perplejo, pero nosotros aprovechamos para servirle enseguida otro par de copas de vino que desaparecieron casi de inmediato. Luego el orondo diácono, presbítero o lo que fuera, desapareció para volver enseguida con el mismo balde del día anterior lleno de agua humeante. Nosotros ya estábamos en la tina, y le rogamos que dado que éramos tres, sería conveniente que trajera varios calderos más, algo que hizo casi a la carrera a pesar del vino, sin duda motivado por el impulso libidinoso de dos jovencitos que parecían esperarle expectantes. Cuando ya estuvimos los tres adentro, se hizo evidente que el rijoso cura nunca iba a llegar a nada, pues apenas podía tenerse en pie y ni siquiera podía hablar con coherencia, lo que no fue óbice para que Jurgen le diera de beber directamente del gollete de la tercera botella, a lo que a pesar de su estado semicomatoso no puso pegas. Era el momento esperado por nosotros, que salimos de la tima a pesar de sus protestas, pero ni siquiera capaz de incorporarse. Fue entonces cuando Jurgen agarró un cirio de buen tamaño de uno de los cajones de la cómoda, y de un buen empellón se lo metió al pobre hombre por un lugar para el que sin duda no están hechos los objetos litúrgicos, pero que el párroco, a pesar de proferir un alarido en primera instancia, pareció aceptar poco después como algo que ya no tenía solución. A continuación nos vestimos precipitadamente, cogimos su ropa,  apagamos la luz, cerramos la puerta desde afuera con una llave, y salimos a la oscuridad de la ciudad, dejando allí al santo hombre en una situación realmente incómoda. Sobre todo si no encontraba una solución para su desnudez y el estado lamentable en el que podía encontrarle al día siguiente el sacristán. Afortunadamente le quedaba el recurso de los hábitos y las casullas para decir misa, aunque sería algo sorprendente verle así de aviado tan de mañana. El olor a vino de misa no iba ser tan fácil de quitar, y en cuanto al velón, sin duda sabría como deshacerse de él en cualquier de los mil recovecos del lugar. Era posible, visto lo visto (aunque esta afirmación pueda ser una temeridad), que con un poco de suerte, le hubiera cogido gusto y lo guardara entre sus cosas más personales. En cualquier caso, Jurgen y yo nos encontramos de nuevo solos y sin saber adonde ir. Esta vez en la oscuridad de la noche de Budapest.  FIN DEL TERCER CAPÍTULO.

No hay comentarios:

Publicar un comentario