Pasamos toda la primavera con ellas, y a los pocos que se acercaron hasta
allí nos presentaron como unos parientes huérfanos, hijos de una hermana viuda,
finalmente muerta en una de las continuas refriegas que tenían lugar cerca de
la frontera. Afortunadamente todo el mundo pareció creérselo sin darle más
importancia, y poco a poco Jurgen y yo nos fuimos olvidando de los episodios en
casa de la abuela que aún rondaban por nuestra cabeza, y por los que pensábamos
que algún día tendríamos que pagar. Éramos conscientes, sin embargo, que no
podíamos prolongar nuestra situación allí durante mucho tiempo, pues en algún
momento podía llegar la noticia del asesinato de una campesina a unos cuantos
kilómetros del lugar. Así pues, a finales de la primavera decidimos que era el
momento de partir, y una mañana muy temprano nos pusimos en marcha en dirección
a Budapest, donde tiempo atrás vivíamos con nuestros padres. No estábamos del
todo seguros hacia donde debíamos dirigiros, pero en cualquier caso pensamos
que siempre tendríamos tiempo de enterarnos a lo largo del camino. El día
anterior a nuestra despedida, quisimos dejar una vez más constancia de nuestro
paso por allí, por lo que ya sin ningún tipo de subterfugios estuvimos una vez
más con la madre y la hija, según lo acostumbrado. Primero con Emilia, que se
mostró tan satisfecha como siempre y desapareció enseguida para dejar sitio a
su madre, que seguía actuando como si fuéramos dos lactantes, algo que nosotros
cultivábamos con cierta candidez, aunque una vez que ella volvía a la cama,
nosotros tuviéramos que aliviarnos en el exterior, como consecuencia de una
ingesta que ya nada tenía que ver con la de unos niños que todavía no habían
pasado del biberón. Nos fuimos sin ni siquiera decir adiós y sintiéndolo mucho,
pues habían sido los mejores momentos desde que estábamos solos, pero temíamos
que si lo hacíamos, ellas insistirían en que nos quedáramos, y resultaba
peligroso. Era el momento de poner tierra de por medio, aunque debo confesar
que según nos alejábamos, Jurgen y yo estuvimos llorando a moco tendido durante
un buen rato como niños. Como los niños que ya no éramos, por cierto, puesto
que acabábamos de cumplir dieciséis años. Llegar a la capital nos supuso una
caminata de al menos dos semanas. Anduvimos a campo través para evitar las
carreteras y los caminos en los que nos pudieran hacer preguntas, y solo nos
acercamos a ellos algunas tardes ya casi sin luz, para intentar guiarnos por los
indicadores de tráfico, y volver a alejarnos enseguida.
Cuando por fin estuvimos seguros de encontrarnos en la capital, nos
dirigimos hacia la orilla del río donde sabíamos que estaba la casa de nuestros
padres, aunque lo hicimos con bastante aprensión, pues no sabíamos con qué
podíamos encontrarnos. Nos refugiamos durante toda la tarde en una iglesia de
las inmediaciones, donde recordábamos haber ido algunos días con mamá, que a
pesar de no ser demasiado religiosa, a veces entraba allí y nos llevaba con
ella, sobre todo en la época en la que nuestro padre desapareció, al parecer
movilizado rumbo al frente ruso. Suponíamos que allí rezaba o al menos se
concentraba, deseando que volviera pronto, aunque nosotros permaneciéramos a su
lado sin saber qué hacer. Ya a punto de anochecer salimos el templo y nos
dirigimos hacia casa. No sabíamos con qué podíamos encontrarnos, y nos lo
tomamos con calma haciéndolo con bastante sigilo, como si en cualquier momento
pudiéramos encontrarnos con una situación imprevista o desagradable. La verdad
es que al llegar nos sentimos bastante decepcionados, pues allí no había nadie
y daba la sensación de que el edificio había sido abandonado. Tuvimos entonces
la impresión de que algo extraño estaba sucediendo, pues las calles estaban
casi desiertas, y las pocas personas con las que nos cruzamos parecían huir o
apresurarse hacia algún lugar desconocido. De todas formas, nos enteramos de
que el ejército ruso estaba a punto de entrar en la ciudad, y más valía ponerse
a buen resguardo, pues al parecer los bolcheviques primero disparaban y luego
preguntaban, como suele ser lo habitual en cualquier tipo de guerra. Volvimos
pues a la iglesia con el tiempo justo para entrar, pues en aquellos momentos,
un tipo vestido de cura estaba cerrando las puertas. Le comentamos nuestra
situación y nos dejó entrar un tanto a regañadientes. Al parecer, según pronto
nos contó, él era el párroco y mantenía la iglesia abierta hasta esa hora por
si alguien como nosotros quería todavía utilizarla. El interior estaba casi en
ruinas o en todo caso muy descuidado, al parecer ya casi nadie acudía, y las
pocas personas, a excepción del sacristán, que lo hacían habitualmente, habían
huido. “Es la guerra”, exclamó finalmente con una solemnidad que casi nos hizo
reír, después de todo lo que habíamos pasado. Nos llevó a la sacristía y estuvo
interrogándonos un buen rato, sobre todo interesándose por nuestros padres y
nuestra casa. No le dijimos nada en concreto, y eso fue algo que pareció
aliviarle, como si de esa manera no tuviera que hacerse responsable ante nadie
de nuestra presencia allí. Nos dijo entonces que estábamos horriblemente sucios,
y que en la casa del Señor se debe estar aseado, por lo que después de
desaparecer durante un buen rato, volvió a la sacristía con un balde de agua
caliente, diciéndonos que era imprescindible que nos laváramos de inmediato.
Aquella noche no podía darnos nada para cenar, a excepción de un buen montón de
recortes de hostias que guardaba en un cajón del armario con los hábitos y
casullas de la liturgia. Nos vería al día siguiente, pues ya era tarde y tenía
que retirarse a sus aposentos para rezar. Nos quedamos pues allí, en aquella
habitación enorme decorada con cristos e
imágenes de santos un tanto decrépitas y llenas de polvo, pero no dudamos
demasiado en verter el agua del balde en una tina de madera antes de que se
enfriara. Lo cierto es que estábamos verdaderamente sucios, y aquel primer baño
en muchos días nos sentó muy bien. Sin embargo, cuando ya estábamos secándonos
afuera con unos trapos que nos había dejado el párroco, nos pareció oír algo
sobre nuestras cabezas, y al alzar la vista tuvimos la certeza que durante todo
ese rato no habíamos estado solos, pues a través de una especie de ojo de buey
cerca del techo, se nos hizo evidente de que alguien había sido testigo de
nuestras abluciones. Las oraciones del párroco habían al parecer necesitado de
ciertos estímulos. A la mañana siguiente fue el mismo él mismo quien nos
despertó. Estábamos agotados y el hecho de poder haber dormido sobre mullido
por primera vez en varios días, hizo que nos despertáramos más tarde. El tipo
aquel, del que ahora sabíamos algo más de sus aficiones después de lo de la
noche anterior, nos miraba con cierto arrobo, como si fuéramos dos monaguillos
de su parroquia dispuestos a ayudarle en lo que se le antojara. No sabía que a
pesar de nuestra corta edad, ya éramos dos tipos curtidos en bastantes
situaciones que ni se le podían pasar por la imaginación. Estuvimos todo el día
con él sin apenas salir de la iglesia. Nos portamos como dos chicos ejemplares
que quieren ganarse un lugar en el cielo, algo que pareció creerse a pies
juntillas, aprovechando la mínima ocasión para restregarse contra nosotros, lo
que evitábamos sin demasiadas brusquedades para que se hiciera ilusiones y al
menos nos diera de comer y nos dejara volver a bañarnos por la noche. Cenamos
por la tarde en la sacristía con unas viandas maravillosas, productos frescos
de la huerta que debían traerle algunos feligreses, y una carne de pato
exquisita que, según él, nos ofrecía como algo extraordinario en recompensa por
nuestro buen comportamiento, y esperando que en el futuro cuando la guerra
terminase, volviéramos a verle con frecuencia. También sacó unas cuantas
botellas de vino de misa que tenía escondidas al fondo de la habitación en una
especie de fresquera, y nada más empezar a comer se sirvió dos lingotazos hasta
arriba, y nos ofreció a nosotros una mínima cantidad en unos vasos tan pequeños
que parecían dedales. Según avanzaba el condumio, el hombre, sin duda ayudado
por el vino, del que al poco se había bebido una botella, pareció desinhibirse
totalmente, y nos dijo melosamente que hacía tiempo que no le acompañaban unos
jóvenes tan fuertes y bien parecidos, al tiempo que con cierto disimulo se pasaba
la mano entre la piernas, sin duda esperando en breve poner a funcionar lo que
el celibato le tenía prohibido de una forma habitual. Jurgen y yo, que ya
habíamos hablado del asunto cuando él se ausentó por la mañana para hacer la
compra, le dijimos que antes de enfriarnos nos apetecía bañarnos otra vez, que
el agua caliente era algo maravilloso cuando se han pasado tantos meses sin
ella. Además, antes de darle tiempo a reflexionar demasiado, le dijimos que no
dudara en acompañarnos, pues, después de todo, bañarse con un párroco no es
algo que esté al alcance de cualquiera, y que sin duda algún tipo de beneficio
espiritual recibiríamos de su presencia. El hombre nos miró un tanto perplejo,
pero nosotros aprovechamos para servirle enseguida otro par de copas de vino
que desaparecieron casi de inmediato. Luego el orondo diácono, presbítero o lo
que fuera, desapareció para volver enseguida con el mismo balde del día
anterior lleno de agua humeante. Nosotros ya estábamos en la tina, y le rogamos
que dado que éramos tres, sería conveniente que trajera varios calderos más,
algo que hizo casi a la carrera a pesar del vino, sin duda motivado por el
impulso libidinoso de dos jovencitos que parecían esperarle expectantes. Cuando
ya estuvimos los tres adentro, se hizo evidente que el rijoso cura nunca iba a
llegar a nada, pues apenas podía tenerse en pie y ni siquiera podía hablar con
coherencia, lo que no fue óbice para que Jurgen le diera de beber directamente
del gollete de la tercera botella, a lo que a pesar de su estado semicomatoso
no puso pegas. Era el momento esperado por nosotros, que salimos de la tima a
pesar de sus protestas, pero ni siquiera capaz de incorporarse. Fue entonces
cuando Jurgen agarró un cirio de buen tamaño de uno de los cajones de la cómoda,
y de un buen empellón se lo metió al pobre hombre por un lugar para el que sin
duda no están hechos los objetos litúrgicos, pero que el párroco, a pesar de
proferir un alarido en primera instancia, pareció aceptar poco después como
algo que ya no tenía solución. A continuación nos vestimos precipitadamente,
cogimos su ropa, apagamos la luz,
cerramos la puerta desde afuera con una llave, y salimos a la oscuridad de la
ciudad, dejando allí al santo hombre en una situación realmente incómoda. Sobre
todo si no encontraba una solución para su desnudez y el estado lamentable en
el que podía encontrarle al día siguiente el sacristán. Afortunadamente le
quedaba el recurso de los hábitos y las casullas para decir misa, aunque sería
algo sorprendente verle así de aviado tan de mañana. El olor a vino de misa no
iba ser tan fácil de quitar, y en cuanto al velón, sin duda sabría como
deshacerse de él en cualquier de los mil recovecos del lugar. Era posible, visto
lo visto (aunque esta afirmación pueda ser una temeridad), que con un poco de
suerte, le hubiera cogido gusto y lo guardara entre sus cosas más personales.
En cualquier caso, Jurgen y yo nos encontramos de nuevo solos y sin saber
adonde ir. Esta vez en la oscuridad de la noche de Budapest. FIN DEL TERCER CAPÍTULO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario