El lema de la
consigna que aglutinó a los revolucionarios franceses y que acabó derrocando al
Antiguo Régimen fue como es sabido el del título que encabeza estas líneas.
Claro que ya de entrada podría ponérsele algunas objeciones, pues como se sabe,
por una causa u otra, lo que siguió a la toma de la Bastilla fue el Terror, con
el compañero Robespierre al frente, con miles de cabezas pasadas bajo el
artefacto de monsieur Guillotin, que seguramente tendrían algo que decir al
menos del tercero de los conceptos, el llamado fraternité. Se puede argumentar que, después de todo, en
aquella ocasión tal cosa era normal pues los que perdieron la cabeza (y no por
culpa del vino) formaban parte de los opresores, y por lo tanto se lo merecían.
En mi opinión tal hecho hizo que la susodicha revolución, con todo lo justa que
pudiera ser, empezara con mal pie, pues ella misma desmentía lo que
preconizaba. Sin embargo, si se piensa un poco tal hecho, siendo terrible y contradictorio,
puede ser visto con cierta benevolencia, y no porque lo aprobemos, sino porque
en el famoso lema las tres palabras no son de la misma familia, y no pueden ser
analizadas bajo la misma óptica. Para empezar con la fraternidad que hemos
mencionado, cabe decir que no hace alusión a una ley natural o una norma de
conducta, etc, sino esencialmente a un sentimiento. La hermandad es posible que
puede aprenderse a través de la enseñanza moral, la educación, las costumbres e
incluso la mera convivencia (donde está “el otro”, está el hermano”), pero,
como el amor, no puede ser exigida, sino solo servir como orientación de como
nos gustaría que fueran las cosas. Por otro lado, es cierto que, en general, a
no ser cuando hay herencias de por en medio, los hermanos se llevan bien con
frecuencia. Es pues algo deseable y hacia lo que la sociedad pretendida debería
tender para que su funcionamiento fuera el más adecuado (léase ausencia de violencia,
ayuda mutua, comprensión hacia el prójimo, etc). Hablar pues de la fraternidad
resulta indicado según lo visto para moralistas, predicadores, curas, yoguis y
en general para gente de buena voluntad, que experimente en lo más profundo de
su ser tal sentimiento. Pero no puede ser exigida, sin que quepa descartar,
además, a charlatanes o farsantes que se escuden en tal palabra, para aplicar
terapias más resolutivas y menos amables, como pudieron ser los revolucionarios
mencionados más arriba.
La libertad,
mencionada en primer lugar, es una palabra en boca de muchos que sin embargo ni
siquiera tienen muy claro de qué se trata, aludiendo un tanto confusamente a la
capacidad de los integrantes de una sociedad a practicar el libre albedrío sin
cortapisas legales dentro de la ley. Sobre ella se han escrito infinidad de
ensayos y libros, que tratan de definir el concepto con la mayor precisión
posible, aunque, después de todo, se les suele escapar de entre las manos como
un pez escurridizo. Se supone que se trata de algo así como la facultad individual
de ser y expresarse como verdaderamente uno se sienta sin impedimentos, y sin
que tenga que intervenir la autoridad instituida. Es un concepto hoy un tanto
bajo sospecha en la medida que las ciencias actuales del cerebro ponen en solfa
que ni siquiera podamos optar a ello puesto que, al parecer, ya estamos
condicionados a priori aunque quizás eso sea harina de otro costal. En
cualquier caso, cabe decir que filósofos por un lado como productores de teoría,
y políticos por otro como ejecutores, tienen esta palabra continuamente en los
labios (libertad ¿para qué?, la libertad bien entendida, libertad o
libertinaje…, etc) los primeros tratando de hallar su sentido más preciso, y
los segundos dándolo por seguro según la óptica de su tendencia política, y
sobre todo, aunque no lo digan, como un instrumento con el que manejar a los
demás, es decir, en una democracia, a quienes deberían votarles para seguir
mandando.
El concepto
central- egalité- fue asumido principalmente por la mayor tiranía que se ha dado
hasta nuestros días, la que aglutinó a los comunista y constituyó un formidable
y hermético imperio, llamémosle así, que comprendía a la Unión Soviética y las
repúblicas afines (o cautivas, que ese es otro tema). Como es por todos
aceptado, el experimento terminó en un tremendo fracaso con millones de muertos
propios, pero ha posibilitado que aquellos que abogan principalmente por los
otros dos conceptos, fraternidad y libertad, hayan descalificado para siempre
al sistema que la entronizó (pero no supo, pudo o quiso, llevar a cabo).
Habrá que
reconocer, no obstante, que desde un punto de pura aritmética elemental, la
igualdad es el único valor de los tres mencionados, que resulta verdaderamente
mensurable. Uno puede sentirse muy fraternal y airear a los cuatro vientos la
libertad de que disfrutan él y sus compatriotas, y sin embargo no tener
prácticamente nada que ver con ellos, en la medida en que disfruta de una situación
económica mucho más desahogada. Y eso habrá que achacárselo a este sistema que
nos hemos dados entre todos llamado capitalismo, al que se aferran con uñas y
dientes los que efectivamente disponen de un capital. Resulta lógico que quien
tiene mayor capacidad o mérito goce de una situación mejor, o que quien dirige
exitosamente un negocio disfrute más de las ganancias que este proporciona en
la medida, además, que facilita que otros puedan trabajar, y por lo tanto
vivir. Pero no es ese el problema, porque eso es algo en lo que básicamente
todos estamos de acuerdo. De lo que se trata es que el reparto de beneficios de
una u otra forma revierta en todos (desde Einstein al idiota), algo que solo sucede
de una forma muy tibia o simplemente no sucede. Es ahí donde deben trabajar los
gobiernos de las naciones democráticas. Lo demás, aunque se inspire en los
famosos principios de la Revolución Francesa se quedará en gargarismos y mera
palabrería.
Firmado por:
John Stuart Mill, Karl Marx y San Francisco de Asís unidos por fin por un vago
pero voluntarioso ideal de fraternidad.
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