viernes, 9 de mayo de 2014

MI FAMILIA (NUMEROSA)

Se trata de una familia numerosa que vivía en un pueblo del norte de la península ibérica. En general parecían felices y bien avenidos, a pesar que uno de los hijos era boxeador y podría fácilmente crear problemas si perdiera los estribos. Todos los miembros estaban perfectamente diferenciados en relación a las tres dimensiones básicas espaciales y fundamentalmente en la temporal, pudiéndose ordenar de mayor a menor o al contrario según gustos. El padre, ex marino e ingeniero, y jefe de familia parecía un buen tipo. No hablaba mucho y sus aficiones básicas eran el fútbol, el ajedrez y el vino tinto en ese orden o en otro de acuerdo con las combinaciones posibles. Consumía el vino moderadamente (en general clarete), aunque en raras ocasiones se excedía y se le notaba por hablar atropelladamente y por un tono del color de la nariz tirando a cárdeno. La madre era una persona pequeña pero pundonorosa que soportó estoicamente al ingeniero y la prole, a la que apenas dio el pecho, por factores hereditarios en unos casos y por cierta melancolía por el tiempo nublado de la región, al  echar de menos los cielos azules de la sierra de Guadarrama. Sus aficiones básicas consistían en rezar, coser y jugar a las cartas con sus amigas algunas tardes. Y también en dar instrucciones a la cocinera para la elaboración de los menús, consistentes básicamente en arroz, lentejas, cocido, macarrones y arroz otra vez, a lo que debe añadirse carne y pescado según épocas. El matrimonio se llevaba bien, y dos veces por semana asistían juntos al cine, donde la taquillera les tenía reservadas dos butacas cuando estaban numeradas. Se llamaba Conchita o algo parecido, y en ningún caso Isabel. Era muy solícita con ellos, estimulada por una propina que nunca faltaba. Los hijos de este matrimonio eran seis, ubicados en dos tandas de tres separadas por siete años aproximadamente. En la primera de ellas, aparte del boxeador, que era el menor, estaban otros dos, una chica y un chico. La chica estudió Filosofía y Letras, sobre todo Literatura española y gramática. De filosofía, dada la época estudió básicamente pongamos que a los sabios griegos y romanos, a San Agustín, Santo Tomás de Aquino y nociones de Avicena y Averroes en la época antigua. Y en la moderna a Jaime Balmes, Baltasar Gracián y Donoso Cortés, y en la contemporánea (o casi) a Unamuno y Ortega y Gasset, sin exagerar. El chico mayor poseía un abundante pelo negro, y tenía dos cualidades básicas. La primera ser capaz de realizar más de trescientos toques de balón con el pie sin errores (tenía unas zapatillas caseras muy entrenadas), y elaborar increíbles resúmenes en papel cebolla de las asignaturas de la carrera de Derecho, a los que sacó un gran rendimiento en época de exámenes ante el mismísimo tribunal sin que este se percatase en absoluto. Le faltó una asignatura para terminar la carrera, al parecer por un embarazo imprevisto. Luego venía el boxeador ya mencionado, un tipo bajo pero fornido con ciertas reminiscencias morunas en su aspecto, y que daba unos mandobles con mucho estilo, motivo por el cual los especialistas locales le llegaron a definir como “fino estilista cántabro”.
Se sabe que con el tiempo esta gente tuvo unas vidas ordenadas por orden decreciente según lo expuesto. La licenciada se casó con un hombre alto y bien parecido, aunque un tanto desmadejado. Presumía de unos ojos verdes que al parecer subyugaron a más de una, pero cuya característica principal era estar rodeados de unas pestañas que parecían multiplicarse y crecer en lugares inverosímiles. Su vida consistía en viajar por todo el país en un SEAT 600 visitando barcos con un cargamento de grano que debía certificar. El abogado en ciernes se casó con una chica encantadora y tímida que desgraciadamente se dedicó a partir de cierto momento de su vida a fregar el suelo de parquet de su casa con lejía y sosa cáustica y acabó en el pueblo que la vió nacer recogiendo colillas por la calle. Un ser delicado y maravilloso al que seguramente nadie llegamos a conocer. El boxeador se casó con una chica tropical, extrovertida y amante de la canción ligera en la que llegó localmente a destacar como dúo con su hermana. Soportó como pudo las fintas y desplantes de su marido el púgil, muy dado al juego de pies virtuoso y con una izquierda prodigiosa. Era un tipo generoso, del que se sabe que en más de una ocasión, daba parte de la bolsa que ganaba en el combate a su madre la piadosa para ayudarla.  
La familia, después de los tres mencionados sufrió un corte de varios años, tras los que llegaron otros tres hermanos, después (si las crónicas son ciertas) de varios abortos debidos, se supone, al estrés y la guerra (o la posguerra). El primero de ellos, listo y simpático, se decidió pronto seguir la huella paterna e ingresar en la Marina de Guerra, donde además de ser el número uno, era capaz de subir a los palos con una agilidad que le ratificaba como un descendiente insigne del australopithecus afarensis, el primer homínido cualificado como tal en nuestro linaje, y con habilidades no solo para deambular por la sabana, sino por la copa de los árboles. Luego venía el que esto escribe, extraordinariamente flaco en su primera infancia, y un tanto amarillento por la acetona, que acabaría llevándole al quirófano a los seis años aquejado del famoso cólico miserere, salvándose por los pelos. Tuvo una mala época en la que tuvo la impresión de ser el propietario de una cabeza, en el sentido literal de la palabra, muy por encima de la media, complejo del que pudo salir a base de lecturas y juegos de manos, entendidos estos en el amplio sentido de la expresión. Y finalmente el benjamín, caracterizado a primera vista por un flequillo totalmente innecesario, teniendo en cuenta que el pelo le nacía a dos dedos escasos de las cejas. Era un chico cariñoso e inocente, aunque se sabe por testigos de primera línea que en algunas ocasiones intentaba ahogar a los pollitos del gallinero debajo del grifo del jardín, motivo por el cual sin duda fue siempre muy mal visto por todo tipo de gallináceas, especialmente los gallos que no le dieron tregua. Estos tres hermanos menores se casaron con tres mujeres de su propia elección, como es natural, aunque uno de ellos pasado mucho tiempo (pero no tanto) acabara dándose de baja por motivos poco claros o evidentes, según pareceres, pero que en ningún caso figuran en los tratados de psicopatología.
Todos los hijos, una mujer y cinco varones, tuvieron descendencia. De cuatro los que más (dos casos) y de dos los que menos (dos casos), resultando un total de dieciocho nietos bajo el criterio de los abuelos mencionados al principio de este relato. De ellos, ocho chicas y diez chicos, lo que supone una cifra que da ampliamente para organizar un equipo de fútbol mixto, con reservas fijos y un buen banquillo. Lo que no fue el caso.
Además de la familia nuclear, vivieron allí dos personas muy mayores emparentadas con la madre devota y costurera. Su propia madre, la abuela de los chicos, y una tía, y por lo tanto, tía-abuela de los mismos. La abuela era muy divertida. Usaba estola al cuello como era corriente en aquellos tiempos, y tenía unos ojos diminutos, intensamente azules y muy pícaros, solo justificables, dado el resto de la familia conocida, por las misteriosa leyes de Mendel, el monje sabio, del que nada se supo hasta después de su muerte, cuando se conoció su maravillosa ingeniería con los guisantes. La tía abuela era un ser diminuto, y la pobre estaba ya muy encorvada y con dificultades para caminar. Aunque siempre parecía enfadada, adoraba a su hermana, es decir a mi abuela, y bajo la mirada triste de quien ha fracasado en la vida parecía adivinarse un punto de ternura.

Finalmente estaba la criada, una señora recia a quien sin duda debe mucho esta familia, de la que fue su pilar, posiblemente porque en su juventud fue pescadora y aprendió de la mar y el trabajo en los muelles que la vida es dura, y que en nada se parece a un cuento de hadas. La llamábamos Pepa, la Pepa. Es decir, Josefa.

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