Se trata de una
familia numerosa que vivía en un pueblo del norte de la península ibérica. En
general parecían felices y bien avenidos, a pesar que uno de los hijos era
boxeador y podría fácilmente crear problemas si perdiera los estribos. Todos
los miembros estaban perfectamente diferenciados en relación a las tres
dimensiones básicas espaciales y fundamentalmente en la temporal, pudiéndose
ordenar de mayor a menor o al contrario según gustos. El padre, ex marino e
ingeniero, y jefe de familia parecía un buen tipo. No hablaba mucho y sus
aficiones básicas eran el fútbol, el ajedrez y el vino tinto en ese orden o en
otro de acuerdo con las combinaciones posibles. Consumía el vino moderadamente
(en general clarete), aunque en raras ocasiones se excedía y se le notaba por
hablar atropelladamente y por un tono del color de la nariz tirando a cárdeno.
La madre era una persona pequeña pero pundonorosa que soportó estoicamente al
ingeniero y la prole, a la que apenas dio el pecho, por factores hereditarios
en unos casos y por cierta melancolía por el tiempo nublado de la región,
al echar de menos los cielos azules de
la sierra de Guadarrama. Sus aficiones básicas consistían en rezar, coser y
jugar a las cartas con sus amigas algunas tardes. Y también en dar
instrucciones a la cocinera para la elaboración de los menús, consistentes
básicamente en arroz, lentejas, cocido, macarrones y arroz otra vez, a lo que
debe añadirse carne y pescado según épocas. El matrimonio se llevaba bien, y
dos veces por semana asistían juntos al cine, donde la taquillera les tenía
reservadas dos butacas cuando estaban numeradas. Se llamaba Conchita o algo
parecido, y en ningún caso Isabel. Era muy solícita con ellos, estimulada por
una propina que nunca faltaba. Los hijos de este matrimonio eran seis, ubicados
en dos tandas de tres separadas por siete años aproximadamente. En la primera
de ellas, aparte del boxeador, que era el menor, estaban otros dos, una chica y
un chico. La chica estudió Filosofía y Letras, sobre todo Literatura española y
gramática. De filosofía, dada la época estudió básicamente pongamos que a los
sabios griegos y romanos, a San Agustín, Santo Tomás de Aquino y nociones de
Avicena y Averroes en la época antigua. Y en la moderna a Jaime Balmes,
Baltasar Gracián y Donoso Cortés, y en la contemporánea (o casi) a Unamuno y
Ortega y Gasset, sin exagerar. El chico mayor poseía un abundante pelo negro, y
tenía dos cualidades básicas. La primera ser capaz de realizar más de
trescientos toques de balón con el pie sin errores (tenía unas zapatillas
caseras muy entrenadas), y elaborar increíbles resúmenes en papel cebolla de
las asignaturas de la carrera de Derecho, a los que sacó un gran rendimiento en
época de exámenes ante el mismísimo tribunal sin que este se percatase en
absoluto. Le faltó una asignatura para terminar la carrera, al parecer por un
embarazo imprevisto. Luego venía el boxeador ya mencionado, un tipo bajo pero
fornido con ciertas reminiscencias morunas en su aspecto, y que daba unos
mandobles con mucho estilo, motivo por el cual los especialistas locales le
llegaron a definir como “fino estilista cántabro”.
Se sabe que con
el tiempo esta gente tuvo unas vidas ordenadas por orden decreciente según lo expuesto.
La licenciada se casó con un hombre alto y bien parecido, aunque un tanto
desmadejado. Presumía de unos ojos verdes que al parecer subyugaron a más de
una, pero cuya característica principal era estar rodeados de unas pestañas que
parecían multiplicarse y crecer en lugares inverosímiles. Su vida consistía en
viajar por todo el país en un SEAT 600 visitando barcos con un cargamento de
grano que debía certificar. El abogado en ciernes se casó con una chica
encantadora y tímida que desgraciadamente se dedicó a partir de cierto momento
de su vida a fregar el suelo de parquet de su casa con lejía y sosa cáustica y
acabó en el pueblo que la vió nacer recogiendo colillas por la calle. Un ser
delicado y maravilloso al que seguramente nadie llegamos a conocer. El boxeador
se casó con una chica tropical, extrovertida y amante de la canción ligera en
la que llegó localmente a destacar como dúo con su hermana. Soportó como pudo
las fintas y desplantes de su marido el púgil, muy dado al juego de pies
virtuoso y con una izquierda prodigiosa. Era un tipo generoso, del que se sabe que
en más de una ocasión, daba parte de la bolsa que ganaba en el combate a su
madre la piadosa para ayudarla.
La familia,
después de los tres mencionados sufrió un corte de varios años, tras los que
llegaron otros tres hermanos, después (si las crónicas son ciertas) de varios
abortos debidos, se supone, al estrés y la guerra (o la posguerra). El primero
de ellos, listo y simpático, se decidió pronto seguir la huella paterna e
ingresar en la Marina de Guerra, donde además de ser el número uno, era capaz
de subir a los palos con una agilidad que le ratificaba como un descendiente
insigne del australopithecus afarensis, el primer homínido cualificado como tal
en nuestro linaje, y con habilidades no solo para deambular por la sabana, sino
por la copa de los árboles. Luego venía el que esto escribe,
extraordinariamente flaco en su primera infancia, y un tanto amarillento por la
acetona, que acabaría llevándole al quirófano a los seis años aquejado del
famoso cólico miserere, salvándose por los pelos. Tuvo una mala época en la que
tuvo la impresión de ser el propietario de una cabeza, en el sentido literal de
la palabra, muy por encima de la media, complejo del que pudo salir a base de
lecturas y juegos de manos, entendidos estos en el amplio sentido de la
expresión. Y finalmente el benjamín, caracterizado a primera vista por un
flequillo totalmente innecesario, teniendo en cuenta que el pelo le nacía a dos
dedos escasos de las cejas. Era un chico cariñoso e inocente, aunque se sabe
por testigos de primera línea que en algunas ocasiones intentaba ahogar a los
pollitos del gallinero debajo del grifo del jardín, motivo por el cual sin duda
fue siempre muy mal visto por todo tipo de gallináceas, especialmente los
gallos que no le dieron tregua. Estos tres hermanos menores se casaron con tres
mujeres de su propia elección, como es natural, aunque uno de ellos pasado mucho
tiempo (pero no tanto) acabara dándose de baja por motivos poco claros o
evidentes, según pareceres, pero que en ningún caso figuran en los tratados de
psicopatología.
Todos los hijos,
una mujer y cinco varones, tuvieron descendencia. De cuatro los que más (dos
casos) y de dos los que menos (dos casos), resultando un total de dieciocho nietos
bajo el criterio de los abuelos mencionados al principio de este relato. De
ellos, ocho chicas y diez chicos, lo que supone una cifra que da ampliamente
para organizar un equipo de fútbol mixto, con reservas fijos y un buen
banquillo. Lo que no fue el caso.
Además de la
familia nuclear, vivieron allí dos personas muy mayores emparentadas con la
madre devota y costurera. Su propia madre, la abuela de los chicos, y una tía,
y por lo tanto, tía-abuela de los mismos. La abuela era muy divertida. Usaba estola
al cuello como era corriente en aquellos tiempos, y tenía unos ojos diminutos,
intensamente azules y muy pícaros, solo justificables, dado el resto de la
familia conocida, por las misteriosa leyes de Mendel, el monje sabio, del que
nada se supo hasta después de su muerte, cuando se conoció su maravillosa
ingeniería con los guisantes. La tía abuela era un ser diminuto, y la pobre
estaba ya muy encorvada y con dificultades para caminar. Aunque siempre parecía
enfadada, adoraba a su hermana, es decir a mi abuela, y bajo la mirada triste
de quien ha fracasado en la vida parecía adivinarse un punto de ternura.
Finalmente
estaba la criada, una señora recia a quien sin duda debe mucho esta familia, de
la que fue su pilar, posiblemente porque en su juventud fue pescadora y
aprendió de la mar y el trabajo en los muelles que la vida es dura, y que en
nada se parece a un cuento de hadas. La llamábamos Pepa, la Pepa. Es decir,
Josefa.
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