sábado, 31 de mayo de 2014

PERSIANAS CUATRO

Pasaron varios días en los que mamá y yo solo hablamos brevemente por teléfono. Mi impresión de todas maneras es que ella trataba de sondearme para ver qué me parecía su romance con el de Senegal, pues fue de lo único que pude enterarme con total certeza de Bartolomé de todo lo que me lo dijo. Es decir, casi con toda certeza un tripulante de una de las pateras que llegan a las Canarias procedentes de la costa africana varias veces al año. Claro, que eso no me lo dijo, posiblemente porque pensaba que tal cosa ya me parecería demasiado fuerte, y esperaba a una mejor ocasión cuando hubiera asimilado que su novio era de otra raza (aunque ahora que lo pienso, creo que todos los humanos somos de la misma. O de la misma especie, que ahora no estoy segura). Estuve a punto de pedirle detalles, pero me contuve y esperé a vernos para hacerlo. Claro que si lo pienso, no sé por qué tal cosa me preocupaba, quizás porque no se trataba de que me preocupara exactamente, sino del simple hecho de que lo rechazaba. Yo era por tanto una racista, teniendo en cuenta, además, que me había dicho que aquel hombre, bastante más joven que ella, por cierto, era sobre todo muy cariñoso. Y que eso y no otra cosa le había atraído de él, había añadido. Como fácilmente se puede imaginar, tratándose de un negro, el que me dijera “otra cosa” debía venir con segundas intenciones; en resumidas cuentas: que no pensara que estaba con aquel tío por su polla. Seamos claros.
Por fin ese fin de semana me decidí,  en vista que ella no lo hacía ni venía a verme a la peluquería, y me presenté en su casa sin previo aviso. La verdad es que me esperaba cualquier cosa, incluso que el africano ya estuviera viviendo allí con ella. Pero no era así, me recibió un tanto extrañada de que me hubiera lanzado por las buenas sin haberle dicho nada, no porque fuera raro sino poco habitual, aunque enseguida nos sentamos en el salón y nos pusimos a charlar. Le dije sin más preámbulos que estaba preocupada por lo que me había contado y le pregunté si estaba segura de lo que estaba haciendo, a lo que me contestó que totalmente. Que no sabía yo lo importante que era para ella aquel tipo, que hablaban todas las noches por teléfono y que estaba muy ilusionada. Hasta el día anterior Bartolomé no le había dicho a qué se dedicaba, pero al parecer, era nada más ni nada menos que un profesor de la Sorbona en excedencia. Se había querido tomar un año sabático para reflexionar sobre algunos temas de la condición de la mujer en África que le tenían preocupado, y no se le ocurrió que nada mejor que ir a las islas Canarias, donde casi podía sentir el pálpito de su tierra natal, Senegal, y concretamente de su lugar de nacimiento, Dakar. Me quedé aún más de una pieza que el día que me comunicó su relación, y me dije si mamá estaba trastornada o en vías de ello. Sin embargo, si debo ser sincera, incluso más que eso me sorprendió que empleara una palabra de la que ni siquiera estuviera convencida de que supiera cabalmente su significado, pálpito. Como si me hubiera escuchado, a renglón seguido me dijo que otra de las cosas que más le atraían de aquel hombre era lo bien que hablaba, pero sobre todo lo bien que pronunciaba. Había que verle, continuó, cuando a la orilla del mar le recitaba algunos versos de sus poetas favoritos. La verdad es que en aquellos momentos, aparte de estar al borde de un ataque de nervios, estaba sobre todo fascinada. Mi madre la peluquera de toda la vida (y a mucha honra, como yo misma), oyendo ensimismada a un individuo al que apenas conocía recitándole poemas en las cercanías del faro de Maspalomas, al tiempo que las turistas pasaban a su lado en bikini, en tanga o prácticamente en pelotas, oliendo a cerveza y crema solar. O directamente a fritanga. Cuando le pregunté finalmente en qué idioma hablaban, me dijo que cuando entre dos personas hay chispa, el lenguaje es lo de menos, aunque naturalmente, siendo Bartolomé profesor de Lengua y Literatura en Paris, le hablaba lógicamente en francés. Ante mi asombro, se adelantó a mi pregunta y me confesó que ella más que a otra cosa estaba atenta a sus maneras. La forma en que articulaba las palabras moviendo los labios, tras de los que se podían ver unos dientes blanquísimos y perfectos, que para nosotros quisiéramos los blancos. Virgen Santísima, pensé para mis adentros, esta mujer desvaría, y no sé donde puede ir a parar en su fantasía. Intenté suavemente que tratara de ser razonable, pero al poco me di cuenta de que era inútil, y que de momento no valía la pena. Confiaba en que según pasaran los días y aquel caradura se esfumara, ella se desencantaría y entraría en razón. Volví a casa, pero esta vez preocupada de verdad, y no ya porque se tratara de un negro desconocido, sino porque tenía la impresión de que a mi madre se le estaba yendo la cabeza a todo meter. Ella siempre había sido muy fantasiosa, eso es verdad, y en ese sentido lo de ahora no era tan raro, aunque pensé lo que tenía que haber pasado el pobre Antonio, mi extinto padre, cuando ella insistía en que la acompañara para que les echaran las cartas, o cuando quiso que se hicieran juntos testigos de Jehová porque le hacía muchísima ilusión lo del bautismo metiéndose en el agua. O lo de ahorrar para irse una temporada a las Seychelles o las islas Mauricio.
Después de la reunión con mamá, de la que salí con la impresión de haber asistido a una sesión de psicoterapia intensiva, pero sin psicoterapeuta, creo que ambas decidimos en nuestro fuero interno que los últimos acontecimientos que habíamos vivido debían sedimentar y ambas pudiéramos tranquilizarnos para ver todo más claro. Era cierto, sin embargo, que por mi parte yo no tenía verdaderamente ningún problema más allá de mi relación con Jaime, mi novio, que siempre estaba en el aire, que sí, que no, pero que no constituía ninguna novedad. De una u otra manera éramos pareja desde hacía unos cinco años, aunque cada uno haciendo su vida y cada cual en su casa, lo que no dejaba de ser bastante frustrante o un chollo, según como se mire.
Sin embargo, la placidez de eso días sin noticias de Bartolomé, se vio de repente truncada el día en que mamá apareció temprano en la peluquería diciéndome que necesitaba mis servicios de inmediato. El asunto es que al día siguiente llegaba el negro y quería estar guapa para recibirle. Había decidido cortarse el pelo y hacerse un peinado afro después de teñírselo de caoba oscuro. Estaba convencida que de esa manera le iba a gustar aún más a aquel hombre, pues con su nuevo aspecto no iba a tener más remedio que recordarle a las mujeres senegalesas. Mamá, ya era evidente, estaba cayendo en una dinámica que yo me sentía incapaz de controlar, por lo que tras una mínima discusión antes de ponerse en mis manos, decidí que me iba a callar, y a hacer lo mejor posible lo que me pedía, aunque temía que el resultado fuera una auténtica chapuza. Mamá tenía buen pelo, pero bastante lacio y con muchas canas, con lo que la tarea no era demasiado fácil. Al final salió lo que salió, pero ella se fue contenta y me dijo que posiblemente el domingo me lo presentaría. Que si no había cambios, podía ir a comer con ellos a su casa, y que podía traerme a Jaime si quería y él se dejaba, que esa era otra historia.
Así pues, el domingo según lo estipulado, y a falta de novedades, me presenté en su casa con aprensión y el corazón en un puño. Jaime se negó en redondo a venir porque aquel le parecía un asunto chungo en el que él no pintaba nada, ni siquiera como acompañante. Cuando me abrieron la puerta, durante unos segundos creí que me había confundido de piso, porque aunque aquel señor enorme en el umbral negro como un tizón podía ser Bartolomé, la señora que le acompañaba, me pareció en principio una desconocida, con un traje largo de colores vivos hasta el suelo, y una especie de tocado de gasa amarilla o algo parecido sobre el pelo, y una tez oscura que lo mismo podía corresponder a una caribeña sofocada que a alguien que se había dado un atracón de sol durante dos días. Pero era mi madre, que se había echado en la cara una crema bronceadora que había encontrado en Mercadona, con la que quería sin duda acercarse aún más a las nativas de Senegal. Pasada la primera impresión, traté de sonreír todo lo que pude y me prometí ver las cosas de una manera más positiva; después de todo aquello no era asunto mío, y si a mamá le hacía ilusión, que a mí me pareciera una chaladura no tenía demasiada importancia. La comida no estuvo mal, y la verdad era que aquel tipo parecía bastante simpático y espabilado. Verdaderamente como pareja daban una buena impresión, aunque la diferencia de edad resultara evidente a pesar de los esfuerzos de mamá para estar joven y guapa, como ella decía. Le pregunté al tipo aquel por sus actividades en la universidad, a lo que me contestó de una forma un tanto vaga, que no me permitió indagar mucho más. La verdad es que con frecuencia los tres nos callábamos porque no resultaba tan fácil entenderse en francés, del que mamá no sabía absolutamente nada y yo poco más, y lo poco que sabía estaba relacionado con los productos para el cabello de la peluquería, muchos de los cuales eran franceses y yo trataba descifrarlos a ratos. Por cierto que el francés de Bartolomé también me pareció un tanto especial, como si de hecho tuviera alguna dificultad y casi lo chapurreara, algo que yo achaqué a su acento africano. Lo más sorprendente en cualquier caso, era que Bartolomé, que casi no hablaba español, lo entendía bastante bien, según él por los meses que llevaba en Canarias y porque en la Sorbona tenía varios alumnos españoles. Durante aquel rato me acordé de mi padre con frecuencia. Tenía la impresión que de habernos visto hubiera pensado que estábamos todos para encerrar, y que en resumidas cuentas solo se trataba de una de las chaladuras de mamá. Me fui a media tarde después de ver un rato con ellos la televisión, cuando finalmente me di cuenta de que nos estábamos quedando amodorrados y que tenía que espabilarme. En ese tiempo pude darme cuenta de que aquel tipo era un bicho especial. Nunca antes había percibido el olor un tanto dulzón de la gente de color, posiblemente por su exceso de melanina, pero sobre todo me llamó la atención los poros de la piel de la cara tan dilatados que no sé como a mamá le podían gustar. Pero lo que verdaderamente me irritó de aquel tipo, una vez que hube aceptado que después de todo cada cual somos del color que nos ha tocado, era que aquel cabrón no hacía más que mirarme las tetas. Ya sé que tengo bastantes, que le voy a hacer, pero el tío no disimulaba en absoluto y estuve a punto de decirle una burrada. No me parecía que tal atención favoreciera en nada a mamá, a la que no veía el futuro nada claro con aquel tipo. Antes de irme les dije que el próximo fin de semana podíamos comer en casa o donde les apeteciera, que yo les invitaba.
(*) Boca de la isla: especie de cangrejo violinista de las marismas de Cádiz, que tiene una de sus pinzas mucho más desarrollada que la otra, y constituye una delicatessen culinaria. También llamado barrilete

FIN DEL CUARTO CAPÍTULO DE PERSIANAS.

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