Pasaron varios
días en los que mamá y yo solo hablamos brevemente por teléfono. Mi impresión
de todas maneras es que ella trataba de sondearme para ver qué me parecía su
romance con el de Senegal, pues fue de lo único que pude enterarme con total
certeza de Bartolomé de todo lo que me lo dijo. Es decir, casi con toda certeza
un tripulante de una de las pateras que llegan a las Canarias procedentes de la
costa africana varias veces al año. Claro, que eso no me lo dijo, posiblemente
porque pensaba que tal cosa ya me parecería demasiado fuerte, y esperaba a una
mejor ocasión cuando hubiera asimilado que su novio era de otra raza (aunque
ahora que lo pienso, creo que todos los humanos somos de la misma. O de la
misma especie, que ahora no estoy segura). Estuve a punto de pedirle detalles,
pero me contuve y esperé a vernos para hacerlo. Claro que si lo pienso, no sé
por qué tal cosa me preocupaba, quizás porque no se trataba de que me
preocupara exactamente, sino del simple hecho de que lo rechazaba. Yo era por
tanto una racista, teniendo en cuenta, además, que me había dicho que aquel
hombre, bastante más joven que ella, por cierto, era sobre todo muy cariñoso. Y
que eso y no otra cosa le había atraído de él, había añadido. Como fácilmente
se puede imaginar, tratándose de un negro, el que me dijera “otra cosa” debía
venir con segundas intenciones; en resumidas cuentas: que no pensara que estaba
con aquel tío por su polla. Seamos claros.
Por fin ese fin
de semana me decidí, en vista que ella
no lo hacía ni venía a verme a la peluquería, y me presenté en su casa sin
previo aviso. La verdad es que me esperaba cualquier cosa, incluso que el
africano ya estuviera viviendo allí con ella. Pero no era así, me recibió un
tanto extrañada de que me hubiera lanzado por las buenas sin haberle dicho nada,
no porque fuera raro sino poco habitual, aunque enseguida nos sentamos en el
salón y nos pusimos a charlar. Le dije sin más preámbulos que estaba preocupada
por lo que me había contado y le pregunté si estaba segura de lo que estaba
haciendo, a lo que me contestó que totalmente. Que no sabía yo lo importante
que era para ella aquel tipo, que hablaban todas las noches por teléfono y que
estaba muy ilusionada. Hasta el día anterior Bartolomé no le había dicho a qué
se dedicaba, pero al parecer, era nada más ni nada menos que un profesor de la
Sorbona en excedencia. Se había querido tomar un año sabático para reflexionar
sobre algunos temas de la condición de la mujer en África que le tenían preocupado,
y no se le ocurrió que nada mejor que ir a las islas Canarias, donde casi podía
sentir el pálpito de su tierra natal, Senegal, y concretamente de su lugar de
nacimiento, Dakar. Me quedé aún más de una pieza que el día que me comunicó su
relación, y me dije si mamá estaba trastornada o en vías de ello. Sin embargo,
si debo ser sincera, incluso más que eso me sorprendió que empleara una palabra
de la que ni siquiera estuviera convencida de que supiera cabalmente su significado,
pálpito. Como si me hubiera escuchado, a renglón seguido me dijo que otra de
las cosas que más le atraían de aquel hombre era lo bien que hablaba, pero
sobre todo lo bien que pronunciaba. Había que verle, continuó, cuando a la
orilla del mar le recitaba algunos versos de sus poetas favoritos. La verdad es
que en aquellos momentos, aparte de estar al borde de un ataque de nervios,
estaba sobre todo fascinada. Mi madre la peluquera de toda la vida (y a mucha
honra, como yo misma), oyendo ensimismada a un individuo al que apenas conocía
recitándole poemas en las cercanías del faro de Maspalomas, al tiempo que las
turistas pasaban a su lado en bikini, en tanga o prácticamente en pelotas,
oliendo a cerveza y crema solar. O directamente a fritanga. Cuando le pregunté
finalmente en qué idioma hablaban, me dijo que cuando entre dos personas hay
chispa, el lenguaje es lo de menos, aunque naturalmente, siendo Bartolomé
profesor de Lengua y Literatura en Paris, le hablaba lógicamente en francés.
Ante mi asombro, se adelantó a mi pregunta y me confesó que ella más que a otra
cosa estaba atenta a sus maneras. La forma en que articulaba las palabras
moviendo los labios, tras de los que se podían ver unos dientes blanquísimos y
perfectos, que para nosotros quisiéramos los blancos. Virgen Santísima, pensé
para mis adentros, esta mujer desvaría, y no sé donde puede ir a parar en su
fantasía. Intenté suavemente que tratara de ser razonable, pero al poco me di
cuenta de que era inútil, y que de momento no valía la pena. Confiaba en que
según pasaran los días y aquel caradura se esfumara, ella se desencantaría y
entraría en razón. Volví a casa, pero esta vez preocupada de verdad, y no ya
porque se tratara de un negro desconocido, sino porque tenía la impresión de
que a mi madre se le estaba yendo la cabeza a todo meter. Ella siempre había
sido muy fantasiosa, eso es verdad, y en ese sentido lo de ahora no era tan
raro, aunque pensé lo que tenía que haber pasado el pobre Antonio, mi extinto
padre, cuando ella insistía en que la acompañara para que les echaran las
cartas, o cuando quiso que se hicieran juntos testigos de Jehová porque le
hacía muchísima ilusión lo del bautismo metiéndose en el agua. O lo de ahorrar
para irse una temporada a las Seychelles o las islas Mauricio.
Después de la
reunión con mamá, de la que salí con la impresión de haber asistido a una
sesión de psicoterapia intensiva, pero sin psicoterapeuta, creo que ambas
decidimos en nuestro fuero interno que los últimos acontecimientos que habíamos
vivido debían sedimentar y ambas pudiéramos tranquilizarnos para ver todo más
claro. Era cierto, sin embargo, que por mi parte yo no tenía verdaderamente
ningún problema más allá de mi relación con Jaime, mi novio, que siempre estaba
en el aire, que sí, que no, pero que no constituía ninguna novedad. De una u
otra manera éramos pareja desde hacía unos cinco años, aunque cada uno haciendo
su vida y cada cual en su casa, lo que no dejaba de ser bastante frustrante o
un chollo, según como se mire.
Sin embargo, la
placidez de eso días sin noticias de Bartolomé, se vio de repente truncada el
día en que mamá apareció temprano en la peluquería diciéndome que necesitaba
mis servicios de inmediato. El asunto es que al día siguiente llegaba el negro
y quería estar guapa para recibirle. Había decidido cortarse el pelo y hacerse
un peinado afro después de teñírselo de caoba oscuro. Estaba convencida que de
esa manera le iba a gustar aún más a aquel hombre, pues con su nuevo aspecto no
iba a tener más remedio que recordarle a las mujeres senegalesas. Mamá, ya era
evidente, estaba cayendo en una dinámica que yo me sentía incapaz de controlar,
por lo que tras una mínima discusión antes de ponerse en mis manos, decidí que
me iba a callar, y a hacer lo mejor posible lo que me pedía, aunque temía que
el resultado fuera una auténtica chapuza. Mamá tenía buen pelo, pero bastante
lacio y con muchas canas, con lo que la tarea no era demasiado fácil. Al final
salió lo que salió, pero ella se fue contenta y me dijo que posiblemente el
domingo me lo presentaría. Que si no había cambios, podía ir a comer con ellos
a su casa, y que podía traerme a Jaime si quería y él se dejaba, que esa era
otra historia.
Así pues, el
domingo según lo estipulado, y a falta de novedades, me presenté en su casa con
aprensión y el corazón en un puño. Jaime se negó en redondo a venir porque
aquel le parecía un asunto chungo en el que él no pintaba nada, ni siquiera
como acompañante. Cuando me abrieron la puerta, durante unos segundos creí que
me había confundido de piso, porque aunque aquel señor enorme en el umbral negro
como un tizón podía ser Bartolomé, la señora que le acompañaba, me pareció en
principio una desconocida, con un traje largo de colores vivos hasta el suelo,
y una especie de tocado de gasa amarilla o algo parecido sobre el pelo, y una
tez oscura que lo mismo podía corresponder a una caribeña sofocada que a
alguien que se había dado un atracón de sol durante dos días. Pero era mi
madre, que se había echado en la cara una crema bronceadora que había
encontrado en Mercadona, con la que quería sin duda acercarse aún más a las
nativas de Senegal. Pasada la primera impresión, traté de sonreír todo lo que
pude y me prometí ver las cosas de una manera más positiva; después de todo
aquello no era asunto mío, y si a mamá le hacía ilusión, que a mí me pareciera
una chaladura no tenía demasiada importancia. La comida no estuvo mal, y la
verdad era que aquel tipo parecía bastante simpático y espabilado.
Verdaderamente como pareja daban una buena impresión, aunque la diferencia de
edad resultara evidente a pesar de los esfuerzos de mamá para estar joven y
guapa, como ella decía. Le pregunté al tipo aquel por sus actividades en la
universidad, a lo que me contestó de una forma un tanto vaga, que no me
permitió indagar mucho más. La verdad es que con frecuencia los tres nos
callábamos porque no resultaba tan fácil entenderse en francés, del que mamá no
sabía absolutamente nada y yo poco más, y lo poco que sabía estaba relacionado
con los productos para el cabello de la peluquería, muchos de los cuales eran
franceses y yo trataba descifrarlos a ratos. Por cierto que el francés de Bartolomé
también me pareció un tanto especial, como si de hecho tuviera alguna
dificultad y casi lo chapurreara, algo que yo achaqué a su acento africano. Lo
más sorprendente en cualquier caso, era que Bartolomé, que casi no hablaba
español, lo entendía bastante bien, según él por los meses que llevaba en
Canarias y porque en la Sorbona tenía varios alumnos españoles. Durante aquel
rato me acordé de mi padre con frecuencia. Tenía la impresión que de habernos
visto hubiera pensado que estábamos todos para encerrar, y que en resumidas
cuentas solo se trataba de una de las chaladuras de mamá. Me fui a media tarde
después de ver un rato con ellos la televisión, cuando finalmente me di cuenta
de que nos estábamos quedando amodorrados y que tenía que espabilarme. En ese
tiempo pude darme cuenta de que aquel tipo era un bicho especial. Nunca antes había
percibido el olor un tanto dulzón de la gente de color, posiblemente por su
exceso de melanina, pero sobre todo me llamó la atención los poros de la piel
de la cara tan dilatados que no sé como a mamá le podían gustar. Pero lo que
verdaderamente me irritó de aquel tipo, una vez que hube aceptado que después
de todo cada cual somos del color que nos ha tocado, era que aquel cabrón no
hacía más que mirarme las tetas. Ya sé que tengo bastantes, que le voy a hacer,
pero el tío no disimulaba en absoluto y estuve a punto de decirle una burrada.
No me parecía que tal atención favoreciera en nada a mamá, a la que no veía el
futuro nada claro con aquel tipo. Antes de irme les dije que el próximo fin de
semana podíamos comer en casa o donde les apeteciera, que yo les invitaba.
(*) Boca de la
isla: especie de cangrejo violinista de las marismas de Cádiz, que tiene una de
sus pinzas mucho más desarrollada que la otra, y constituye una delicatessen
culinaria. También llamado barrilete
FIN DEL CUARTO
CAPÍTULO DE PERSIANAS.
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