Mamá nos llevó
al campo con la abuela y desapareció diciéndonos que pronto volvería y que nos
quería mucho. Al parecer había estallado la guerra y allí se estaba mucho más
seguro que en la ciudad. Eso fue lo último que nos dijo, pero no lo entendimos
porque lo lógico hubiera sido que en ese caso ella se hubiera quedado con
nosotros. Algún asunto importante debía retenerla en la ciudad, y no volvimos a
verla en mucho tiempo. La abuela era una mujer enorme, muy grande y gorda, pero
sobre todo con muy mal carácter, y desde el primer minuto nos estuvo diciendo
todo tipo de barbaridades, metiéndose también con mamá a la que llamaba golfa
con total desparpajo, como si tal cosa no nos debiera sorprender ni a nosotros
mismos. Claro que a mi hermano y a mi nunca nos llamaba por nuestro nombre,
sino en todo caso por “vosotros” o “tú”, y aún con más frecuencia por
“bastardos”, algo que en aquellos momentos nosotros desconocíamos que se
trataba de un insulto, que también, y sobre todo, iba dirigido a mamá. Nosotros
no decíamos nada, porque si abríamos la boca nos dejaba sin comer o a la intemperie durante varias horas. Estábamos
en una finca casi en ruinas en pleno campo, a varios kilómetros de un pequeño
pueblo, a donde a veces nos mandaba a la compra. Cuando llegó el invierno las
cosas empeoraron porque apenas teníamos para comer y pasábamos mucho frío, a
pesar de alimentar continuamente la chimenea con madera, que antes teníamos que
cortar en una leñera cercana. La abuela tenía dos cerdos y algunas gallinas
ponedoras, por lo que al menos podíamos comer huevos, a los que posiblemente
les debemos la vida. Jurgen, mi hermano mellizo, y yo, no pudimos resistir la
tentación y un día que teníamos un hambre desesperante porque las gallinas no
habían puesto por el frío, matamos a una de ellas dispuestos a comérnosla aunque fuera cruda, pero cuando
la abuela vio lo que habíamos hecho, se puso como una furia y nos dio una
paliza tremenda. Hizo tal esfuerzo que se desmayó y estuvo tirada en el suelo
un buen rato. Creo que fue entonces cuando Jurgen y yo comprendimos que se
trataba de sobrevivir y que si queríamos
llegar vivos a la primavera debíamos deshacernos de ella pronto. Incluso
estuvimos a punto de hacerlo entonces con un palo de buenas proporciones que
tenía escondido detrás del aparador, pero se despertó poco antes, nos dio miedo
y decidimos esperar a una ocasión mejor. La abuela se emborrachaba con
frecuencia y se ponía a delirar y gritar todo tipo de incongruencias. Luego por
la noche no podía dormir y nos echaba la culpa. Nos insultaba y nos amenazaba
con el palo, hasta que un día logramos quitárselo de las manos y se volvió
medio loca, supongo que entonces se dio cuenta de que la situación podía
cambiar y ser nosotros la que la atacáramos. Desde entonces se mostró algo más
comedida, aunque siempre brusca y de mal humor. Un día se emborrachó tanto que
nos acabó confesando que ella misma había envenenado al abuelo, que había sido
un hijo de puta que la había maltratado toda la vida. No nos extrañó demasiado,
porque aquella bruja era capaz de todo, aunque con su corpulencia y más joven
no sé como se había aguantado y como se las habría arreglado su marido para
dominarla. En cualquier caso, nos enseñó un frasco con un líquido rojo que
tenía en un cajón del aparador, y nos dijo que el día que estuviéramos hartos
ya sabíamos lo que teníamos que hacer, dar un trago a aquella pócima y todo
arreglado. Lo que ella no se esperaba posiblemente es que aquella confesión
supusiera su final, algo que solo comprendió la mañana en la que después de
tomarse la leche del desayuno se sintió rara de inmediato. Enseguida se puso a
temblar y nos miro con los ojos desorbitados comprendiendo que le iba a pasar
igual que a su difunto esposo. Trató de incorporarse y aún le dio tiempo de
llamarnos bastardos una vez más. Fueron sus últimas palabras. En principio no
supimos que hacer con el cadáver, pero finalmente decidimos esconderla entre la
madera de la leñera, algo que no fue demasiado fácil por su peso. Estuvimos
cavilando todo el día como deshacernos de ella, y se nos ocurrieron varias
posibilidades. En primer lugar enterrarla cavando un pozo bien profundo, luego
se nos ocurrió quemarla, pero era demasiado aparatoso, así que finalmente
cuando nos despertamos al día siguiente pensamos que lo mejor era echarla a los
cerdos. Los bichos hacía varios días que no comían, y despacharon a la abuela
en un par de días. No dejaron más que los huesos mondos y lirondos, que nos fue
mucho más fácil de enterrar, porque sorprendentemente aunque fuera una mujer
tan corpulenta cuando estaba viva, nadie lo diría viéndola entonces. Después del
atracón los cerdos parecieron rejuvenecer, con lo que se nos hizo evidente que
las proteínas de la vieja les habían sentado a las mil maravillas. Las gallinas
volvieron a poner y durante varios días nos alimentamos exclusivamente con sus
huevos. Reflexionamos un poco y enseguida se nos hizo evidente que no podíamos
seguir allí más tiempo, porque en cualquier momento podía acercarse alguien y
preguntar por la abuela. Si al menos faltábamos los tres pensarían que nos
habíamos ido con ella en otra dirección, quizás de vuelta con nuestra madre o
Dios sabe donde, en las guerras pasan cosas de lo más extrañas. Antes de irnos
nos deshicimos del veneno y decidimos quemar todo lo que había en el interior
de la casa. A los animales los matamos a todos, no sin antes comernos a la
gallina más ponedora. Era evidente que ya no iba a poner más huevos, pero por
lo menos habría tenido un final digno de su labor nutricia durante todo aquel
tiempo. Jurgen me dijo que si alguien se acercaba a la granja iba a tener la
impresión que por allí debía haber pasado un loco, a lo que no se me ocurrió contestarle
otra cosa que “o dos”, tras lo cual a ambos nos dio un ataque de risa del que
nos costó cierto tiempo recobrarnos. Estuvimos andando un par de días
alimentándonos de las pocas cosas que pudimos coger en la granja, sobre todo
unas galletas secas espantosas que nos tuvieron atascados varios días. Por fin
llegamos a una especie de casucha en las afueras de lo que a lo lejos parecía
una gran ciudad. Allí encontramos a una señora mayor enferma en la cama de la
que cuidaba una chica pelirroja algo mayor que nosotros que al vernos nos
invitó a entrar. FIN DEL PRIMER
CAPÍTULO
-Adaptación de
la novela “El gran cuaderno” de la escritora húngara Agota Kristof.
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