viernes, 16 de mayo de 2014

CAMPOS

Mamá nos llevó al campo con la abuela y desapareció diciéndonos que pronto volvería y que nos quería mucho. Al parecer había estallado la guerra y allí se estaba mucho más seguro que en la ciudad. Eso fue lo último que nos dijo, pero no lo entendimos porque lo lógico hubiera sido que en ese caso ella se hubiera quedado con nosotros. Algún asunto importante debía retenerla en la ciudad, y no volvimos a verla en mucho tiempo. La abuela era una mujer enorme, muy grande y gorda, pero sobre todo con muy mal carácter, y desde el primer minuto nos estuvo diciendo todo tipo de barbaridades, metiéndose también con mamá a la que llamaba golfa con total desparpajo, como si tal cosa no nos debiera sorprender ni a nosotros mismos. Claro que a mi hermano y a mi nunca nos llamaba por nuestro nombre, sino en todo caso por “vosotros” o “tú”, y aún con más frecuencia por “bastardos”, algo que en aquellos momentos nosotros desconocíamos que se trataba de un insulto, que también, y sobre todo, iba dirigido a mamá. Nosotros no decíamos nada, porque si abríamos la boca nos dejaba sin comer o  a la intemperie durante varias horas. Estábamos en una finca casi en ruinas en pleno campo, a varios kilómetros de un pequeño pueblo, a donde a veces nos mandaba a la compra. Cuando llegó el invierno las cosas empeoraron porque apenas teníamos para comer y pasábamos mucho frío, a pesar de alimentar continuamente la chimenea con madera, que antes teníamos que cortar en una leñera cercana. La abuela tenía dos cerdos y algunas gallinas ponedoras, por lo que al menos podíamos comer huevos, a los que posiblemente les debemos la vida. Jurgen, mi hermano mellizo, y yo, no pudimos resistir la tentación y un día que teníamos un hambre desesperante porque las gallinas no habían puesto por el frío, matamos a una de ellas dispuestos  a comérnosla aunque fuera cruda, pero cuando la abuela vio lo que habíamos hecho, se puso como una furia y nos dio una paliza tremenda. Hizo tal esfuerzo que se desmayó y estuvo tirada en el suelo un buen rato. Creo que fue entonces cuando Jurgen y yo comprendimos que se trataba de sobrevivir y que  si queríamos llegar vivos a la primavera debíamos deshacernos de ella pronto. Incluso estuvimos a punto de hacerlo entonces con un palo de buenas proporciones que tenía escondido detrás del aparador, pero se despertó poco antes, nos dio miedo y decidimos esperar a una ocasión mejor. La abuela se emborrachaba con frecuencia y se ponía a delirar y gritar todo tipo de incongruencias. Luego por la noche no podía dormir y nos echaba la culpa. Nos insultaba y nos amenazaba con el palo, hasta que un día logramos quitárselo de las manos y se volvió medio loca, supongo que entonces se dio cuenta de que la situación podía cambiar y ser nosotros la que la atacáramos. Desde entonces se mostró algo más comedida, aunque siempre brusca y de mal humor. Un día se emborrachó tanto que nos acabó confesando que ella misma había envenenado al abuelo, que había sido un hijo de puta que la había maltratado toda la vida. No nos extrañó demasiado, porque aquella bruja era capaz de todo, aunque con su corpulencia y más joven no sé como se había aguantado y como se las habría arreglado su marido para dominarla. En cualquier caso, nos enseñó un frasco con un líquido rojo que tenía en un cajón del aparador, y nos dijo que el día que estuviéramos hartos ya sabíamos lo que teníamos que hacer, dar un trago a aquella pócima y todo arreglado. Lo que ella no se esperaba posiblemente es que aquella confesión supusiera su final, algo que solo comprendió la mañana en la que después de tomarse la leche del desayuno se sintió rara de inmediato. Enseguida se puso a temblar y nos miro con los ojos desorbitados comprendiendo que le iba a pasar igual que a su difunto esposo. Trató de incorporarse y aún le dio tiempo de llamarnos bastardos una vez más. Fueron sus últimas palabras. En principio no supimos que hacer con el cadáver, pero finalmente decidimos esconderla entre la madera de la leñera, algo que no fue demasiado fácil por su peso. Estuvimos cavilando todo el día como deshacernos de ella, y se nos ocurrieron varias posibilidades. En primer lugar enterrarla cavando un pozo bien profundo, luego se nos ocurrió quemarla, pero era demasiado aparatoso, así que finalmente cuando nos despertamos al día siguiente pensamos que lo mejor era echarla a los cerdos. Los bichos hacía varios días que no comían, y despacharon a la abuela en un par de días. No dejaron más que los huesos mondos y lirondos, que nos fue mucho más fácil de enterrar, porque sorprendentemente aunque fuera una mujer tan corpulenta cuando estaba viva, nadie lo diría viéndola entonces. Después del atracón los cerdos parecieron rejuvenecer, con lo que se nos hizo evidente que las proteínas de la vieja les habían sentado a las mil maravillas. Las gallinas volvieron a poner y durante varios días nos alimentamos exclusivamente con sus huevos. Reflexionamos un poco y enseguida se nos hizo evidente que no podíamos seguir allí más tiempo, porque en cualquier momento podía acercarse alguien y preguntar por la abuela. Si al menos faltábamos los tres pensarían que nos habíamos ido con ella en otra dirección, quizás de vuelta con nuestra madre o Dios sabe donde, en las guerras pasan cosas de lo más extrañas. Antes de irnos nos deshicimos del veneno y decidimos quemar todo lo que había en el interior de la casa. A los animales los matamos a todos, no sin antes comernos a la gallina más ponedora. Era evidente que ya no iba a poner más huevos, pero por lo menos habría tenido un final digno de su labor nutricia durante todo aquel tiempo. Jurgen me dijo que si alguien se acercaba a la granja iba a tener la impresión que por allí debía haber pasado un loco, a lo que no se me ocurrió contestarle otra cosa que “o dos”, tras lo cual a ambos nos dio un ataque de risa del que nos costó cierto tiempo recobrarnos. Estuvimos andando un par de días alimentándonos de las pocas cosas que pudimos coger en la granja, sobre todo unas galletas secas espantosas que nos tuvieron atascados varios días. Por fin llegamos a una especie de casucha en las afueras de lo que a lo lejos parecía una gran ciudad. Allí encontramos a una señora mayor enferma en la cama de la que cuidaba una chica pelirroja algo mayor que nosotros que al vernos nos invitó a entrar.    FIN DEL PRIMER CAPÍTULO


-Adaptación de la novela “El gran cuaderno” de la escritora húngara Agota Kristof. 

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