El entierro de
papá tuvo lugar dos días después. Quiero decir el entierro de mi padre, que de
pronto hablar de él como si todavía fuera una niña me parece ridículo y hasta
una falta de consideración. Aquel señor en la caja de pino era sobre todo y
únicamente mi padre. Algo serio. El ser que me había dado la vida (con mi
madre, ya lo sé), y tratarlo de otra manera era dejar de reconocerle o eso me
parecía a mí. Así que allí estaba Antonio, mi padre, con esa cara de muerto que
se le pone a todos los muertos y que tanto nos impresiona.
Antes de salir
para el cementerio le tuvieron un buen rato en el tanatorio con la caja
abierta, muy arreglado y listo para el tránsito definitivo. Nada que ver con lo
de los curas, cuando el alma abandona el cuerpo, que de eso yo no sé nada, sino
a punto de que el mismo cuerpo desaparezca a través de una serie de procesos
que no vienen al caso, y que son más adecuados para una película de terror. Qué
gracia, esas que siempre me gustaron tanto. Pero terror de verdad, no el de las
películas de Hitchcock (que adoro, por cierto), viendo a mi padre Antonio de
cuerpo presente, con un traje oscuro, camisa blanca y corbata de rayas.
Durante aquel
rato, mucha de la gente del barrio se acercó a decirle adiós definitivamente. A
bastantes posiblemente ni siquiera les había tratado, y lo hacían por esa
cortesía morbosa que atenaza a muchos en esos momentos, incapaces de permanecer
indiferentes ante los demás. Pero la mayoría era gente de los locales que
frecuentaba, de los bares, quiero decir, ese lugar en donde algunos hombres
parecen encontrar a lo largo de sus vidas una especie de hogar alternativo. En
cada uno de ellos tenía costumbres y rituales diferentes. En el primero, que es
el que más frecuentaba, se solía entretener muchas tardes con un grupo de
conocidos jugando al dominó o las cartas en un apartado preparado para ellos.
Se llama El Roble. Luego estaba El Estribo, en el que comía de vez en cuando, y
después varios más en los que se detenía menos tiempo y en los que solía
tomarse una caña y alguna tapa si se cuadraba.
Pero en todos sitios era Antonio, un tipo afable y de
buenas maneras, aunque a veces un poco tosco y simplón al que no le gustaban
nada las conversaciones complicadas. Claro que, todos somos como somos, y
tratar de resumirnos en unas cuantas líneas es una forma inevitable pero
injusta de considerarnos. A él posiblemente le hubiera gustado “que le dieran
con el lanzallamas”, como solí decir refiriéndose a la incineración, pero mamá
se empeñó en meterlo en una tumba familiar (de la familia de ella) en la que
todavía había sitio. La próxima sería ella, dijo, y en esos momentos yo pensé
en lo absurdo de la vida, capaz de meter bajo tierra juntos a los que ya no lo
estaban sobre ella. Despedimos pues a mi padre una tarde de finales de otoño
oscura y lluviosa, en la que ya era evidente el invierno a la vuelta de la
esquina. Durante unos momentos tuve la sensación de estar asistiendo a una
película del neorrealismo italiano, con toda aquellas personas serias y
cariacontecidas, que en unos momentos darían la espalda a todo aquello, se
alejarían y sonreirían de nuevo de vuelta a sus vidas, diciendo adiós
definitivamente a papá. El pobre Antonio.
FIN DEL SEGUNDO CAPÍTULO DE
PERSIANAS.
No hay comentarios:
Publicar un comentario