lunes, 29 de septiembre de 2014

MARCAS

A ese hombre le pasa algo. No me cabe ninguna duda. Sucedió que un día, hace ya cierto tiempo, cuando estábamos charlando en el zaguán de la vivienda, percibí en su rostro ciertas irregularidades que no había observado hasta entonces. Somos vecinos, y  prácticamente nos vemos todos los días, por lo que, querámoslo o no, ambos estamos perfectamente al corriente de nuestro aspecto y estado de ánimo habitual, detalles que no viene al caso especificar aquí, pero que todo el mundo comprende. Su rostro denotaba unos cambios que aunque me resultaba difícil precisar, existían sin lugar a dudas. Y no me importa que otros a quienes hice partícipes del hecho poco después, me dijeran que ellos no habían notado nada especial, y en este sentido debo recalcar que siempre me he distinguido por ser una persona muy detallista, amante de los matices y las cosas pequeñas, lo que me avala para apreciar cualquier alteración por mínima que sea. En su caso, se trataba de unas marcas apenas perceptibles que le surcaban la cara en varias direcciones, y que hacían que sus facciones variasen en función del lugar desde donde fueran vistas. Podrían parecerse a las que en algunas ocasiones llevaban los aborígenes de ciertos lugares remotos, y ¿por qué no? algunos distinguidos guerreros indios de los que todos tenemos noticias a través de las películas de la gran pantalla, donde Gary Cooper y John Wayne solían hacer de las suyas con sioux y comanches. Tal característica, que al parecer solo yo aprecio, hace que a partir de entonces, el rostro de este hombre haya cobrado para mí una existencia obsesiva, como si a través de un proceso determinado se hubiera desprendido del cuerpo y transitara de un lugar para otro como un tótem errante.
Se lo dije la primera vez que tuve esa impresión, y posiblemente al día siguiente, pero su indiferencia hizo que no insistiera, y dejase que en adelante sucediera lo que tuviese que suceder. Yo voy a abandonarle a su suerte, y que sea él mismo quien resuelva su problema, a pesar de que últimamente me sonría con cierta cordialidad, como si sintiera hacia mí una empatía hasta ahora desconocida, quizás porque está al corriente de mi interés desmedido por su cara, y es su forma de agradecérmelo.
La gente no es discreta, y seguramente le ha contado con regocijo lo que ellos piensan que son manías mías. Pero se equivocan. Que ellos no sean capaces de percibir determinadas variaciones que a mí me resultan evidentes, no quiere decir que lo que digo no sea cierto. Es verdad que darse cuenta de ello exige unas cualidades que no todo el mundo posee, y no me refiero en este caso a las exclusivamente visuales. Como de todos es sabido, los sentidos se complementan, y donde flojea uno, otro toma el relevo y lo compensa. Digo esto porque a nadie se le escapa que soy corto de vista y padezco de astigmatismo, y que, por lo tanto, necesito usar lentes continuamente si no quiero que el mundo se convierte en poco más que un lugar borroso del que solo el tacto podría darme noticia fidedigna.

Después de todo, que piensen lo que quieran. Yo, por mi parte, estoy dispuesto a asumir el papel irrisorio que quieren adjudicarme al verme con mis enormes gafas (de culo de botella, para más datos), suponiendo que mi deficiencia visual me impide evaluar con rigor lo que veo. Se engañan, y desconocen el mero hecho de que la virtud se hace notable precisamente cuando flaquean los sentidos. Nuestro amigo tiene unas marcas en su rostro que no le auguran nada bueno, que conste aquí tal cosa por escrito, y que no se me diga más tarde que no lo advertí a tiempo. Son marcas, señales, cicatrices mínimas que otros tomarán por las arrugas que el tiempo va zurciendo en nuestra piel lenta pero insidiosamente. Ese tipo hace tiempo que dejó de ser joven y ya es un adulto con todas las de la ley, pero tales estigmas en su cara, por muy insignificante que parezcan (o que puedan ser tomadas por otra cosa), son, como dije, señales que le auguran un  porvenir nada halagüeño. Si al menos nosotros estamos preparados para la metamorfosis que se avecina, el mal será menor, al no ser acompañado por los desastres que traen aparejados tales fenómenos. Verse por las mañanas y saludarse con la cordialidad con la que suelen tratarse los vecinos, está muy bien, cuando se reconocen. Pero este hombre el día menos pensado será otra cosa, y no todo el mundo está preparado para encontrarse a las siete de la mañana en la puerta de su casa con un mutante, sea el golem, un cyborg o simplemente un alienígena.

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