A ese hombre le
pasa algo. No me cabe ninguna duda. Sucedió que un día, hace ya cierto tiempo,
cuando estábamos charlando en el zaguán de la vivienda, percibí en su rostro
ciertas irregularidades que no había observado hasta entonces. Somos vecinos,
y prácticamente nos vemos todos los
días, por lo que, querámoslo o no, ambos estamos perfectamente al corriente de
nuestro aspecto y estado de ánimo habitual, detalles que no viene al caso
especificar aquí, pero que todo el mundo comprende. Su rostro denotaba unos
cambios que aunque me resultaba difícil precisar, existían sin lugar a dudas. Y
no me importa que otros a quienes hice partícipes del hecho poco después, me
dijeran que ellos no habían notado nada especial, y en este sentido debo
recalcar que siempre me he distinguido por ser una persona muy detallista,
amante de los matices y las cosas pequeñas, lo que me avala para apreciar
cualquier alteración por mínima que sea. En su caso, se trataba de unas marcas
apenas perceptibles que le surcaban la cara en varias direcciones, y que hacían
que sus facciones variasen en función del lugar desde donde fueran vistas.
Podrían parecerse a las que en algunas ocasiones llevaban los aborígenes de
ciertos lugares remotos, y ¿por qué no? algunos distinguidos guerreros indios
de los que todos tenemos noticias a través de las películas de la gran
pantalla, donde Gary Cooper y John Wayne solían hacer de las suyas con sioux y
comanches. Tal característica, que al parecer solo yo aprecio, hace que a
partir de entonces, el rostro de este hombre haya cobrado para mí una
existencia obsesiva, como si a través de un proceso determinado se hubiera
desprendido del cuerpo y transitara de un lugar para otro como un tótem errante.
Se lo dije la
primera vez que tuve esa impresión, y posiblemente al día siguiente, pero su
indiferencia hizo que no insistiera, y dejase que en adelante sucediera lo que
tuviese que suceder. Yo voy a abandonarle a su suerte, y que sea él mismo quien
resuelva su problema, a pesar de que últimamente me sonría con cierta
cordialidad, como si sintiera hacia mí una empatía hasta ahora desconocida,
quizás porque está al corriente de mi interés desmedido por su cara, y es su
forma de agradecérmelo.
La gente no es
discreta, y seguramente le ha contado con regocijo lo que ellos piensan que son
manías mías. Pero se equivocan. Que ellos no sean capaces de percibir
determinadas variaciones que a mí me resultan evidentes, no quiere decir que lo
que digo no sea cierto. Es verdad que darse cuenta de ello exige unas cualidades
que no todo el mundo posee, y no me refiero en este caso a las exclusivamente
visuales. Como de todos es sabido, los sentidos se complementan, y donde flojea
uno, otro toma el relevo y lo compensa. Digo esto porque a nadie se le escapa
que soy corto de vista y padezco de astigmatismo, y que, por lo tanto, necesito
usar lentes continuamente si no quiero que el mundo se convierte en poco más
que un lugar borroso del que solo el tacto podría darme noticia fidedigna.
Después de todo,
que piensen lo que quieran. Yo, por mi parte, estoy dispuesto a asumir el papel
irrisorio que quieren adjudicarme al verme con mis enormes gafas (de culo de
botella, para más datos), suponiendo que mi deficiencia visual me impide
evaluar con rigor lo que veo. Se engañan, y desconocen el mero hecho de que la
virtud se hace notable precisamente cuando flaquean los sentidos. Nuestro amigo
tiene unas marcas en su rostro que no le auguran nada bueno, que conste aquí
tal cosa por escrito, y que no se me diga más tarde que no lo advertí a tiempo.
Son marcas, señales, cicatrices mínimas que otros tomarán por las arrugas que
el tiempo va zurciendo en nuestra piel lenta pero insidiosamente. Ese tipo hace
tiempo que dejó de ser joven y ya es un adulto con todas las de la ley, pero
tales estigmas en su cara, por muy insignificante que parezcan (o que puedan
ser tomadas por otra cosa), son, como dije, señales que le auguran un porvenir nada halagüeño. Si al menos nosotros
estamos preparados para la metamorfosis que se avecina, el mal será menor, al
no ser acompañado por los desastres que traen aparejados tales fenómenos. Verse
por las mañanas y saludarse con la cordialidad con la que suelen tratarse los
vecinos, está muy bien, cuando se reconocen. Pero este hombre el día menos
pensado será otra cosa, y no todo el mundo está preparado para encontrarse a
las siete de la mañana en la puerta de su casa con un mutante, sea el golem, un
cyborg o simplemente un alienígena.
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