-He conocido a
Leonor, una mujer muy especial que he encontrado por la calle. Ambos paseábamos
en direcciones opuestas por la alameda en una tarde veraniega y casi tórrida.
Nos hemos mirado y hemos comprendido de inmediato que no debíamos seguir solos.
Hemos continuado juntos en mi dirección tras unos instantes de titubeo, y
enseguida nos hemos dado la mano a pesar de permanecer callados y andar así un
buen trecho. Luego nos hemos sentado en una terraza a la sombra donde parecía
correr un poco de aire. Esporádicamente uno de los dos decía una palabra
(incluso, en ocasiones, solo un sonido) y el otro la comentaba si le parecía
adecuada, y si no se le ocurría nada, simplemente sonreía, celebrando la felicidad del encuentro. Poco después nos
hemos levantado y despedido cuando ya era de noche, y sin decirnos nada hemos
quedado para otro día en condiciones parecidas. Claro que no es fácil que se
repitan tarde como esta, pues el otoño ya está encima, y por las tardes soplo
un viento desagradable que aleja a los transeúntes de las alamedas, las
avenidas y los parques.
-La he vuelto a
encontrar mucho tiempo después. De hecho, ya era de nuevo verano y por lo tanto
había transcurrido un año, aunque al recordarlo ninguno supiésemos decir con
precisión si se trataba de eso, pues los dos somos muy despistados y era
posible que incluso hubiera pasado dos. O alguno más, quien sabe. Como la otra
vez, de inmediato hemos comprendido que nos necesitábamos con independencia de
estar ausentes el uno para el otro durante tanto tiempo. Ella había cambiado,
eso es cierto, y supongo que yo también, aunque la verdad es que no me dijo
nada, pues una de sus cualidades sobresalientes era la discreción. Pero en mi
casa, como es natural, hay espejos y no me engaño. Volvimos al lugar de la primera
vez en un ritual en el que celebrábamos lo afortunado de habernos vuelto a
encontrar. Nos tomamos ambos dos colaciones ligeras, como si pedir otra cosa
pudiera romper el hechizo del reencuentro, al ser los dos conscientes que el
alcohol o el exceso de calorías pudiera interferir la felicidad que
experimentábamos. La despedida, después de un buen rato juntos, sucedió como la
primera vez, aunque por mi parte tuve la sensación de percibir en ella cierto
temblor y el miedo a una ausencia que podía prolongarse demasiado tiempo. Lo sé
porque a mí me pasaba igual. Sin embargo, nos fuimos sin quedar en nada.
Ese mismo
verano, tengo la certeza de que se trataba del mismo porque aún no había llegado
las nubes ni la lluvia, nos volvimos a encontrar. Pero esta vez no fue en la
alameda, sino en la terraza del mismo local. De hecho, yo ya no paseaba por
allí porque su recuerdo me resultaba demasiado doloroso, y prefería evitar la
posibilidad sabiendo que en ella era un hábito al que no faltaba la mayoría de
las tardes en aquella época. Estaba allí sentada sola, y como era habitual,
parecía absorta en sus pensamientos. O quizás sería más adecuado decir en su
mundo, pues creo que ninguno de nosotros piensa demasiado en el sentido clásico
que suele darse a tal acepción. Quizás sería más adecuado decir que sentía.
Ambos, esencialmente, sentíamos. Sentíamos la brisa entre los árboles, o las
voces de los paseantes a nuestro alrededor o el bochorno de la tarde que ya
presagiaba el fin del verano, por ejemplo. Al poco de sentarnos comenzamos de
nuevo nuestro juego favorito. Decíamos palabras y esperábamos a que el otro nos
contestara a su manera, o permaneciera en silencio e hiciera un gesto, por
mínimo que fuera, que nos demostrase que había comprendido. Esta vez, sin
embargo, tuve la impresión de notar en ella algo diferente, pues de vez en
cuando agachaba la cabeza como si fuera a dormirse o estuviera sumamente
fatigada, pero cuando iba a preguntarle si le pasaba algo, reaccionaba con
energía y decía una palabra nueva. Creo que aquella tarde ambos comprendimos que
no podíamos prolongar la situación indefinidamente, aunque ninguno de los dos
lo expresara con esa claridad. Permanecimos allí mucho tiempo. De hecho, el
establecimiento cerró y un camarero muy educado nos informó que a partir de ese
momento no podrían atendernos, pero que si estábamos a gusto podríamos
permanecer allí todo el tiempo que quisiéramos. Los pocos clientes que todavía
quedaban también se fueron y nos quedamos absolutamente solos. Era ya de noche
cerrada y estábamos prácticamente a oscuras. Ninguno decíamos ya palabras
nuevas ni tampoco nos cogíamos de la mano como hicimos en algunas ocasiones.
Tuve la sensación de que para nosotros era como si ya hubiera amanecido y
debiéramos tomar una decisión. Nos mirábamos a los ojos tan fijamente, que en
ocasiones sentíamos un dolor intenso y teníamos que cerrarlos, aunque solo
fuera un instante.
Ahora que todo ha pasado tengo el vago
recuerdo que en algún momento los dos lloramos incapaces de cambiar y ser otra
cosa de lo que habíamos sido hasta entonces. Cuando por fin me levanté haciendo
un esfuerzo supremo, ella ya no estaba allí, y fui dolorosamente consciente de
que, de hecho, nunca había estado.
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