miércoles, 3 de septiembre de 2014

ALAMEDAS

-He conocido a Leonor, una mujer muy especial que he encontrado por la calle. Ambos paseábamos en direcciones opuestas por la alameda en una tarde veraniega y casi tórrida. Nos hemos mirado y hemos comprendido de inmediato que no debíamos seguir solos. Hemos continuado juntos en mi dirección tras unos instantes de titubeo, y enseguida nos hemos dado la mano a pesar de permanecer callados y andar así un buen trecho. Luego nos hemos sentado en una terraza a la sombra donde parecía correr un poco de aire. Esporádicamente uno de los dos decía una palabra (incluso, en ocasiones, solo un sonido) y el otro la comentaba si le parecía adecuada, y si no se le ocurría nada, simplemente sonreía, celebrando  la felicidad del encuentro. Poco después nos hemos levantado y despedido cuando ya era de noche, y sin decirnos nada hemos quedado para otro día en condiciones parecidas. Claro que no es fácil que se repitan tarde como esta, pues el otoño ya está encima, y por las tardes soplo un viento desagradable que aleja a los transeúntes de las alamedas, las avenidas y los parques.

-La he vuelto a encontrar mucho tiempo después. De hecho, ya era de nuevo verano y por lo tanto había transcurrido un año, aunque al recordarlo ninguno supiésemos decir con precisión si se trataba de eso, pues los dos somos muy despistados y era posible que incluso hubiera pasado dos. O alguno más, quien sabe. Como la otra vez, de inmediato hemos comprendido que nos necesitábamos con independencia de estar ausentes el uno para el otro durante tanto tiempo. Ella había cambiado, eso es cierto, y supongo que yo también, aunque la verdad es que no me dijo nada, pues una de sus cualidades sobresalientes era la discreción. Pero en mi casa, como es natural, hay espejos y no me engaño. Volvimos al lugar de la primera vez en un ritual en el que celebrábamos lo afortunado de habernos vuelto a encontrar. Nos tomamos ambos dos colaciones ligeras, como si pedir otra cosa pudiera romper el hechizo del reencuentro, al ser los dos conscientes que el alcohol o el exceso de calorías pudiera interferir la felicidad que experimentábamos. La despedida, después de un buen rato juntos, sucedió como la primera vez, aunque por mi parte tuve la sensación de percibir en ella cierto temblor y el miedo a una ausencia que podía prolongarse demasiado tiempo. Lo sé porque a mí me pasaba igual. Sin embargo, nos fuimos sin quedar en nada.

Ese mismo verano, tengo la certeza de que se trataba del mismo porque aún no había llegado las nubes ni la lluvia, nos volvimos a encontrar. Pero esta vez no fue en la alameda, sino en la terraza del mismo local. De hecho, yo ya no paseaba por allí porque su recuerdo me resultaba demasiado doloroso, y prefería evitar la posibilidad sabiendo que en ella era un hábito al que no faltaba la mayoría de las tardes en aquella época. Estaba allí sentada sola, y como era habitual, parecía absorta en sus pensamientos. O quizás sería más adecuado decir en su mundo, pues creo que ninguno de nosotros piensa demasiado en el sentido clásico que suele darse a tal acepción. Quizás sería más adecuado decir que sentía. Ambos, esencialmente, sentíamos. Sentíamos la brisa entre los árboles, o las voces de los paseantes a nuestro alrededor o el bochorno de la tarde que ya presagiaba el fin del verano, por ejemplo. Al poco de sentarnos comenzamos de nuevo nuestro juego favorito. Decíamos palabras y esperábamos a que el otro nos contestara a su manera, o permaneciera en silencio e hiciera un gesto, por mínimo que fuera, que nos demostrase que había comprendido. Esta vez, sin embargo, tuve la impresión de notar en ella algo diferente, pues de vez en cuando agachaba la cabeza como si fuera a dormirse o estuviera sumamente fatigada, pero cuando iba a preguntarle si le pasaba algo, reaccionaba con energía y decía una palabra nueva. Creo que aquella tarde ambos comprendimos que no podíamos prolongar la situación indefinidamente, aunque ninguno de los dos lo expresara con esa claridad. Permanecimos allí mucho tiempo. De hecho, el establecimiento cerró y un camarero muy educado nos informó que a partir de ese momento no podrían atendernos, pero que si estábamos a gusto podríamos permanecer allí todo el tiempo que quisiéramos. Los pocos clientes que todavía quedaban también se fueron y nos quedamos absolutamente solos. Era ya de noche cerrada y estábamos prácticamente a oscuras. Ninguno decíamos ya palabras nuevas ni tampoco nos cogíamos de la mano como hicimos en algunas ocasiones. Tuve la sensación de que para nosotros era como si ya hubiera amanecido y debiéramos tomar una decisión. Nos mirábamos a los ojos tan fijamente, que en ocasiones sentíamos un dolor intenso y teníamos que cerrarlos, aunque solo fuera un instante.
 Ahora que todo ha pasado tengo el vago recuerdo que en algún momento los dos lloramos incapaces de cambiar y ser otra cosa de lo que habíamos sido hasta entonces. Cuando por fin me levanté haciendo un esfuerzo supremo, ella ya no estaba allí, y fui dolorosamente consciente de que, de hecho, nunca había estado.



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