La sospecha fue
creciendo de forma insidiosa, como suele suceder con todas las sensaciones de
esa clase. Al principio fue solo un chispazo, una minúscula duda que se fue
alojando subrepticiamente en mi cabeza según pasaban las horas. Pero siendo
como soy, una persona rigurosa y metódica, enseguida cogí al toro por los
cuernos y pude comprobar que de lo que me temía, nada. Allí estaban mis
piernas, como siempre, muslos, rodillas, gemelos y pies, trasladándome como de
costumbre de un lugar a otro sobre la superficie del planeta sin mayores
problemas, aunque como es natural, dada mi avanzada edad, no lo hicieran con la
misma eficacia y soltura que, por ejemplo, cuando tenía veinte años. De hecho,
si debo ser sincero, siempre me sentí orgulloso de ellas, no solo porque
alguien en alguna ocasión valorase su buen aspecto, sino porque, como bien
saben mis compañeros de entonces, siempre destaqué en las actividades atléticas
que las requieren especialmente. Entiéndase, la carrera de los cien metros
lisos y el salto de longitud, para ser precisos. Y no solo eso sino, como es
todavía más conocido, en el mundo del tenis, en el que en su día llegué a
formar parte de la élite nacional. Y a este propósito, quiero aquí dejar aquí
constancia de una reflexión que creo deberían hacerse no solo los principiantes
en tan bello deporte, sino incluso los profesionales: “el tenis es un juego que
se juega con los pies”. Algo que sin duda sorprenderá a mucha gente, solo
consciente del empleo de un artefacto, la raqueta, que siendo sin duda
necesario, desde cierto punto de vista puede incluso considerarse accesorio. Lo
obvio debe ser con frecuencia recordado a mucha gente que lo minusvalora.
Cuando empecé a
sospechar de su inexistencia, procedí, por lo tanto, de forma gradual, pero
firme y sin contemplaciones. Primero, como es natural, miré, y allí estaban,
como siempre, todavía suficientemente musculadas y con su forma habitual,
levemente arqueadas, aunque alguien con mala fe me llegara en su día a tildar
de zambo. Y no solo estaban, sino que, siguiendo la secuencia que puede
esperarse de alguien que fue un buen profesional de la medicina, me decidí a
tocarlas para verificar su sensibilidad, consistencia y aptitud para ser
empleadas sin temor. Y sin lugar a dudas eran mis piernas de siempre, las
mismas que habían soportado el peso de mi cuerpo durante toda una vida con
eficacia y soltura. Procedí por partes, como suele hacerse durante los
reconocimientos, no dejando ninguna zona ni detalle sin explorar. Eran ellas,
sin duda alguna, y bajo su musculatura todavía evidente (grosso modo:
abductores, rectos, vastos, sartorius, sóleos, gemelos y tibiales), se podían
adivinar sus huesos (fémur, tibia y peroné), más aún, si cabe, dado lo magro de
mis carnes a estas alturas de la vida.
No debo pues
inquietarme y dejar que me asalte la duda de que, pareciéndose a ellas, sean en
realidad, otra cosa. Odio la inmovilidad, y no me consuela pensar que se hayan
realizado los avances técnicos que permitan a las sillas de ruedas transitar
por las aceras como si se tratara de bólidos. Aunque debería aceptar los
achaques que la edad me va imponiendo, me niego en redondo a considerar una
minusvalía de este tipo, y no me vale sentirme orgulloso de su rendimiento
durante tanto tiempo. Las necesito: un orgullo atávico me une a ellas y se me
hace demasiado doloroso imaginar que llegará el día en que no puede volver a
subir o bajar unas escaleras. Quiero que, como a todo buen cristiano, cuando
llegue el momento, me saquen de casa, con las piernas y no otra cosa por
delante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario