Todo sigue
igual, pero no exactamente. Que ayer, sin ir más lejos, quiero decir. Miro como
todos los días los objetos que me son familiares a mi alrededor, y debo
concluir que, sin embargo, no. No son lo mismo. Son ellos mismos, que duda
cabe, pero en los últimos tiempos, incluso los últimos momentos, se ha obrado
en ellos algo que los hace diferentes. No se trata de un prodigio, pero sí de
una pequeña metamorfosis. Algo mínimo, pero que resulta evidente para quien
conserve los cinco sentidos en buena forma. Y tenga ojos para ver,
concretamente.
Se trata de una
fosforescencia, de una luminiscencia o como usted quiera llamarlo (incluso
puede no llamarlo de ninguna manera), que hace que todo parezca sumergido en el
fondo del mar o sus proximidades. Apago la luz para verificarlo, y el fenómeno
se hace aún más evidente (aunque más tarde me pregunte qué hacía yo a esas
horas del día con la luz encendida). Un cuadro frente a mí de Venecia, y por
tanto de sus canales y de la plaza de San Marcos, no ha cambiado en absoluto,
excepto en esa reverberación luminosa mencionada más arriba, que lo hace
diferente. O igual, es cierto, si se tratara de Venecia al atardecer o al alba.
Que no es el caso, pues como ya dije, estamos en pleno día. O, para ser más
preciso en pleno mediodía, si tal cosa es posible.
Mis manos, por
ejemplo, son las de siempre. Las miro, y de inmediato las siento como algo mío,
de hecho, profundamente mío, por las que daría incluso una de ellas mismas,
valga el contrasentido. Sin embargo, sin entrar en más disquisiciones que hagan
estas líneas más soporíferas, tengo la impresión de llevar guantes. Pero el
hecho fatal en estos precisos momentos, es que no los llevan. ¿Qué iba a hacer
yo tumbado en la cama a estas horas del día con guantes? (y, por cierto ¿qué
hacía yo a esas horas en la cama?). O sentado en el sofá, que viene a ser lo
mismo a los efectos de que aquí se trata. Siendo iguales a sí mismas, no son
idénticas, y parecen disponerse para realizar determinados actos médicos o
llevar a cabo las operaciones de algunos oficios que implican el empleo de
ácidos y líquidos corrosivos. Y más vale ser precavido.
Y lo mismo
sucede con el cielo que puedo entrever por la ventana. Es el cielo claro y
límpido de la Toscana en esta época del año, de eso no cabe duda, aunque a
otros les pudiera sugerir con ciertos matices, el de las estribaciones de la
sierra de Guadarrama en las cercanías de Madrid. Y si embargo, no. Esa niebla
apenas perceptible, parece querer transformarlo en el de cualquier puertecito
mediterráneo a principios del otoño, cuando la humedad relativa ha aumentado
notablemente, y las grandes mareas lanzan a la atmósfera millones de diminutas
gotas de agua que permanecen en ella un buen rato, y hacen que siendo lo mismo
ya nada sea igual.
Incluso el reloj
de pared que tanto me acompaña con su presencia día tras día, hora tras hora,
minuto a minuto (no tiene segundero) sigue siendo igual a sí mismo. Pero algo
menos, todo hay que decirlo. Sigue siendo redondo, como si fuera el de
bitácora, y sus números negros no son de otro color. Ni sus agujas han cambiado
su diseño o longitud. Pero tanto con él como con todo lo demás se trata ya de
otra cosa.
No van a engañarme por mínimos y sutiles que
sean los cambios que van introduciendo en mi vida. Pretenden, quien puede
dudarlo, que me desequilibre y acabe trastornando, pero en la medida que sepa
mantener la cabeza fría, no van a conseguirlo. El teorema de Pitágoras seguirá
siendo válido por mucho que insistan en la aleatoriedad de lo catetos. Y los
cuerpos sumergidos seguirán experimentando un empuje vertical y hacia arriba,
etc, etc, como afirmó Arquímedes. Y el sol seguirá siendo el centro como
predijeron los bienaventurados Copérnico y Galileo.
Y lo mismo
cabría de decir de Darwin y Einstein. Aunque menos.
No van a poder conmigo
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