miércoles, 17 de septiembre de 2014

TRABAJOS CINCO

Por fin llegué al museo, el del famoso de nombre impronunciable (y que de momento me callaré), y debo decir que en un primer momento su mera visión me asombró. Me detuve un rato largo tratando de contemplarlo desde diversas perspectivas, y si bien no dejé de atribuirle su mérito y desde luego su originalidad, cuando acabé de rodearlo, llegué a la conclusión definitiva de que se trataba, grosso modo, de lo más parecido que había visto nunca a una lechuga. Asimétrica, pero lechuga. Con esta perspectiva vegetal in mente entré en el interior, no sin antes detenerme un momento ante una escultura (o como quiera llamarse) de un perro gigantesco, algo que me pareció lamentable por más justificaciones que traté de darle, como surrealismo naif, denominación que me vino a la cabeza casi de inmediato, tratando de echarle una mano a su autor.
Una vez adentro subí enseguida al piso superior, donde entre otras cosas (repito: cosas), se exhibían algunos cuadros de un pintor español cuyo nombre no recuerdo en estos momentos, y de otro, supongo que norteamericano, llamado Tom Wasserman. Del nacional eran famosos algunos cuadros sencillos, desprovistos de cualquier floritura, y cuyo tema general y repetitivo eran las vacas, las coca colas y alguna que otra menina (de las que también había tallas en papel). Del americano se exhibían varios cuadros de señoras rubias tipo starlettes, con resonancias de Marilyn Monroe, pero con menos tetas, siendo esto evidente para cualquier visitante informado, porque las tales se podían ver al natural en sus telas.

Como remate a mi visita (jamás suelo emplear más de una hora en la visita a cualquier museo, aunque sea El Prado, lo que por cierto ha hecho que siga apreciando la pintura), bajé a la planta baja, un inmenso espacio vacío que suele emplearse, según me contaron, para instalaciones diversas, y en general un tanto sorprendentes, lo que, que conste en acta, suele ser su valor principal. En esta ocasión se trataba de dos, la primera de ellas consistía en un edificio tipo casa rural hecha enteramente de maderos, en cuyo interior había otro parecido hecho de maderos más pequeños y así indefinidamente, hasta que el último consistía ya exclusivamente en una loa a la madera (supongo) representada por un árbol enano, vulgo bonsái. De uno a otro de los sucesivos edificios se podía acceder por diferentes aberturas, que trataban de parecerse a puertas normales y corrientes, aunque no lo fueran en el sentido estricto de la palabra, y como es lógico, según se avanzaban y las construcciones se  hacían más pequeñas, la dificultad para entrar era mayor, por lo que ante el bonsái solo se podía llegar de uno en uno por riguroso turno. Ni que decir tiene que yo no llegué a la meta, entre otras cosas porque sabiéndolo, me conformé con imaginármelo (con cierta emoción, es cierto, recordando al que tenía en casa: un abeto canadiense). La otra instalación era más compleja. Se trataba de un enorme laberinto hecho con láminas de metal, y que como todo laberinto que se precie, tenía difícil descripción, aunque desde luego era irregular y sorprendente, que es de lo que se trata en este tipo de artefactos. En su interior grupos de gente desorientada prorrumpían con frecuencia en exclamaciones de sorpresa o asombro, y trataban de buscar la salida. También se podían oír algunas risas nerviosas de gente a punto de perder los nervios. Yo acabé topándome con un grupo que seguía a una guía, y que por lo tanto estaba organizado. En él pude  escuchar algunas explicaciones interesantes, pero me quedé especialmente con dos palabras “dédalo” y “alambique”, que a mí me hicieron pensar en otras fuera de aquel contexto, que eran exactamente “Ícaro” y “retorta”, algo que sin embargo mantuve para mi coleto, y no me atrevía a sugerir a la señorita guía para no sumirla en la confusión y hacer que el grupo se disgregara. En el momento, sin embargo, de dejar a aquel colectivo, se me ocurrió que quizás no estaría de más preguntarle algo que sí tenía que ver con el contexto. Le pregunté cual era la razón exacta por la cual estando en Euskadi no se hacía la exposición de la visita en euskera. La señorita, muy amable, me respondió con una obviedad, consistente en que aquel grupo era de gente hispano y angloparlante, y porque, en cualquier caso, allí no más del quince por ciento de la población lo hablaba. No quise violentarla, pero ya alejándome levanté la voz y exclamé: “No obstante sería una buena oportunidad de hacer pedagogía”, lo que supuse que podía introducirle la duda de si había tenido que vérselas con un profesor de ikastola o con un preso arrepentido.

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