Por fin llegué
al museo, el del famoso de nombre impronunciable (y que de momento me callaré),
y debo decir que en un primer momento su mera visión me asombró. Me detuve un
rato largo tratando de contemplarlo desde diversas perspectivas, y si bien no
dejé de atribuirle su mérito y desde luego su originalidad, cuando acabé de
rodearlo, llegué a la conclusión definitiva de que se trataba, grosso modo, de
lo más parecido que había visto nunca a una lechuga. Asimétrica, pero lechuga.
Con esta perspectiva vegetal in mente entré en el interior, no sin antes
detenerme un momento ante una escultura (o como quiera llamarse) de un perro
gigantesco, algo que me pareció lamentable por más justificaciones que traté de
darle, como surrealismo naif, denominación que me vino a la cabeza casi de
inmediato, tratando de echarle una mano a su autor.
Una vez adentro
subí enseguida al piso superior, donde entre otras cosas (repito: cosas), se
exhibían algunos cuadros de un pintor español cuyo nombre no recuerdo en estos
momentos, y de otro, supongo que norteamericano, llamado Tom Wasserman. Del
nacional eran famosos algunos cuadros sencillos, desprovistos de cualquier
floritura, y cuyo tema general y repetitivo eran las vacas, las coca colas y
alguna que otra menina (de las que también había tallas en papel). Del
americano se exhibían varios cuadros de señoras rubias tipo starlettes, con
resonancias de Marilyn Monroe, pero con menos tetas, siendo esto evidente para
cualquier visitante informado, porque las tales se podían ver al natural en sus
telas.
Como remate a mi
visita (jamás suelo emplear más de una hora en la visita a cualquier museo,
aunque sea El Prado, lo que por cierto ha hecho que siga apreciando la pintura),
bajé a la planta baja, un inmenso espacio vacío que suele emplearse, según me
contaron, para instalaciones diversas, y en general un tanto sorprendentes, lo
que, que conste en acta, suele ser su valor principal. En esta ocasión se
trataba de dos, la primera de ellas consistía en un edificio tipo casa rural
hecha enteramente de maderos, en cuyo interior había otro parecido hecho de
maderos más pequeños y así indefinidamente, hasta que el último consistía ya
exclusivamente en una loa a la madera (supongo) representada por un árbol
enano, vulgo bonsái. De uno a otro de los sucesivos edificios se podía acceder
por diferentes aberturas, que trataban de parecerse a puertas normales y
corrientes, aunque no lo fueran en el sentido estricto de la palabra, y como es
lógico, según se avanzaban y las construcciones se hacían más pequeñas, la dificultad para
entrar era mayor, por lo que ante el bonsái solo se podía llegar de uno en uno
por riguroso turno. Ni que decir tiene que yo no llegué a la meta, entre otras
cosas porque sabiéndolo, me conformé con imaginármelo (con cierta emoción, es
cierto, recordando al que tenía en casa: un abeto canadiense). La otra
instalación era más compleja. Se trataba de un enorme laberinto hecho con
láminas de metal, y que como todo laberinto que se precie, tenía difícil
descripción, aunque desde luego era irregular y sorprendente, que es de lo que
se trata en este tipo de artefactos. En su interior grupos de gente
desorientada prorrumpían con frecuencia en exclamaciones de sorpresa o asombro,
y trataban de buscar la salida. También se podían oír algunas risas nerviosas
de gente a punto de perder los nervios. Yo acabé topándome con un grupo que
seguía a una guía, y que por lo tanto estaba organizado. En él pude escuchar algunas explicaciones interesantes,
pero me quedé especialmente con dos palabras “dédalo” y “alambique”, que a mí
me hicieron pensar en otras fuera de aquel contexto, que eran exactamente
“Ícaro” y “retorta”, algo que sin embargo mantuve para mi coleto, y no me
atrevía a sugerir a la señorita guía para no sumirla en la confusión y hacer
que el grupo se disgregara. En el momento, sin embargo, de dejar a aquel
colectivo, se me ocurrió que quizás no estaría de más preguntarle algo que sí
tenía que ver con el contexto. Le pregunté cual era la razón exacta por la cual
estando en Euskadi no se hacía la exposición de la visita en euskera. La
señorita, muy amable, me respondió con una obviedad, consistente en que aquel
grupo era de gente hispano y angloparlante, y porque, en cualquier caso, allí
no más del quince por ciento de la población lo hablaba. No quise violentarla,
pero ya alejándome levanté la voz y exclamé: “No obstante sería una buena
oportunidad de hacer pedagogía”, lo que supuse que podía introducirle la duda
de si había tenido que vérselas con un profesor de ikastola o con un preso
arrepentido.
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