Una vez el
espíritu reconfortado con la verificación de que Bilbao se había convertido en
una de las ciudades europeas que merecía la pena visitar tras París, Londres,
Roma Berlín, Madrid, Barcelona, Budapest, Viena, Praga, Lisboa, Estocolmo,
Oslo, Edimburgo, Ámsterdam, Valencia, Sevilla, Hamburgo et allii, decidí que
era el momento de regresar a la tierra chica, y cogí el camino de vuelta. A eso
de las ocho se me ocurrió hacer un alto en Laredo, recordando los viejos
tiempos de los asadores de sardinas en el casco viejo, y los campamentos de
Falange en una playa que empezaba a llenarse de franceses allá a finales de los
cincuenta (¡!). Me metí en el Cachupín, un antiguo restaurante, donde me
restauré un tanto a deshora tratándose de la península ibérica. El menú
vespertino estuvo integrado por una sopa de pescado y unas sardinas (de nuevo)
en homenaje a los viejos tiempos, regadas ambas discretamente con vino tinto
semi peleón, que al parecer da menos grados en los contadores de la guardia
civil de tráfico. Algo debió sentarme regular porque durante un rato temí hacer
uso del talud o los bares que como champiñones iban surgiendo a ambos lados de
la carretera, pero finalmente pude llegar sano y salvo al hotel, que
lógicamente pagó las consecuencias.
En la recepción
a esas horas había una chica nueva que no me conocía y me hizo identificarme,
dándole yo, en correspondencia, tal cantidad de datos que finalmente me dio las
buenas noches y me remitió la llave con un silencio herido. Me di una ducha a
fondo tras una jornada tan compleja y
laboriosa, en la que solo me había faltado ponerme el buzo e irme al tajo, para
que también pudiera ser calificada de fabril. Me costó dormirme, pero cuando lo
logré, fui recompensado con unos sueños maravillosos. A eso de las cuatro de la
madrugada (según el reloj de la televisión frente a mí), me desperté tarareando
una canción de mi juventud que hizo que ipso facto me pusiera a llorar como un
crío. Se trataba de una famosa en toda España, pero sobre todo en Bilbao, que
dice así : “Por el río Nervión bajaba una trainera, rumba la rumba, la rumba,
la rumba, cargada hasta los topes de gente de primera, rumba la rumba la rumba,
la rumba del cañón” (*). Me cogí una perra tremenda con hipidos y todo, y en
algún momento pensé que si los vecinos de habitación se enteraban, podrían
pensar que en la mía se estaba desarrollando un drama, cuando la verdad es que
se trataba de todo lo contrario. Me pasé así un buen rato, hasta el punto que
empecé a preocuparme porque no sabía como tranquilizarme. Sentía una mezcla de
nostalgia y amor desbocado que no podía controlar. Afortunadamente tuve una
idea que me llegó como un relámpago y que me hizo dormir hasta casi las diez
como un bendito. En aquellos momentos sentí un impulso irrefrenable de decir a
la chica de recepción que la quería, lo que hice de inmediato. Tras mi
confusión percibí que la mujer, que volvía a ser la habitual, dudaba entre
agradecérmelo o llamar a la policía, pero debió de tranquilizarse cuando poco
después de un silencio tenso añadí “a usted y a mucha gente más”. Me dio las
gracias y dijo que me comprendía y me deseaba un feliz descanso. Por la mañana,
cuando le entregué las llaves, nos miramos con la mirada cómplice de dos
desconocidos que sin embargo tienen conciencia de haber compartido un momento
único. Y si no único, especial.
Después el
desayuno, durante el cual hablé distendidamente con el camarero rumano como si
nuestra relación no tuviera antecedentes, y durante la cual, en ningún momento
se hizo ostensible por ninguna de las dos partes el menor atisbo de rencor o
emociones afines. Como me iba por la tarde, y él libraba antes del mediodía,
nos despedimos cordialmente, momento en el que le dije que me había acordado de
él al desayunar el día anterior en el bar de la gasolinera, precisándole que
incluso me había ido sin pagar para compensar el gasto inútil de mi desayuno
con él, momento en el que el chaval empezó de nuevo a mirarme con una mirada
entre la incomprensión y la inquina. Momento que aproveché para irme sin darle
la mano ni dejarle propina, para que tuviera claro en esta ocasión que con los
clientes no habituales no hay que fiarse demasiado. La escuela de la vida, que
diría algún cursi o maestro en excedencia.
A las doce había
quedado con mi sobrino Tomás, un buen chico que vivía solo, y que en una de las
pocas ocasiones en que nos habíamos visto últimamente me dijo que no lo
lamentaba en absoluto, pues él era un hombre muy exigente del tipo que exige a
la mujer que sea esposa, amante, madre y chacha al mismo tiempo. E incluso
puta, me había dicho bajando la voz en aquella ocasión, pues tenía que
reconocer que le encantaban los numeritos de cama a los que no se prestaban las
mujeres corrientes así como así. Nos vimos en el lugar previsto, un bar con
buenas raciones cerca de la plaza mayor. Tenía buen aspecto y parecía haber
engordado algo, trabajaba en una empresa de tapicerías que le pagaba modesta
pero aceptablemente, teniendo en cuenta que su única función era llevar la
cuenta de las piezas que entraban deterioradas, de las que salían arregladas y
cuatro minucias más. Pronto nos tomamos un vermut, que era su bebida preferida,
y luego pasamos a darnos las novedades respectivas de la familia por ambos lados,
algo que inevitablemente derivó hacia sus gatos, que eran su verdadera familia.
Tenía doce que vivían con él y todos eran de la gama del color negro, por lo
que para no complicarse la vida, los llamaba según sus diferentes matices, que
él reconocía de inmediato. Al más negro, quizás como homenaje a los toros, lo
llamaba zahíno, al siguiente estrictamente negro, al otro eclipse, y así hasta
el duodécimo al que, para no complicarse, le llamaba nieve. Con los gatos se
entretuvo un buen rato, dándome detalles de cada uno de ellos, que él
distinguía no solo por el color, sino por sus características físicas y
psicológicas, temas en los que no quise profundizar teniendo en cuenta que
aquellos bichos me daban un poco de repelús en tales cantidades, al tiempo que
me acordaba de una gata que tuve de crío y que terminó de mala manera
atropellada por un camión.
Poco antes de
despedirnos (no quiso comer porque había quedado con su última novia) le di uno
de los últimos libros que había publicado, y que trataba en clave de humor de
las diferentes formas en que se pueden llevar a cabo las tareas habituales. Lo
aceptó, pero con ciertas reticencias, pues para él el humor venía a ser “una
medida escapista de la seriedad del mero hecho de ser hombre”(sic). Añadió ya
cuando nos dábamos la mano que además el como leer, leer, solo leía los “Tres
mosqueteros” de Alejandro Dumas. No se cansaba de hacerlo y creía que todo lo
demás era una pérdida de tiempo.
De vuelta al
hotel, preferí no comer y ponerme de inmediato en carretera. Pagué y no pude
despedirme de mi confidente de recepción porque no era al parecer su turno, por
lo que me fui un tanto apesadumbrado, teniendo la impresión, después de lo
sucedido por la noche, que quizás no me considerase el hombre entregado al
trabajo que había querido aparentar hasta ese momento. Me puse en carretera un
tanto triste, temiendo volverme a encontrar en los campos de castilla, a
escasas dos horas, con los caballos melancólicos de la última vez. Me partían
el corazón, y decidí pensar en el Guggenheim.
FIN
(*) La verdadera
letra es: “Por el río Nervión bajaba una gabarra
Rumba, la rumba, la rumba
Por el río Nervión bajaba una gabarra
Rumba, la rumba, la rumba
La
rumba del cañón.
BIS
de todo lo anterior
Con once
requetés de boina colorada
Rumba, la rumba, la rumba,
La
rumba del cañón.
IDEM
superior
Con
once requetés del reino de Navarra
con
banderas carlistas y bandera de España.
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